Sabiduría 2, 12. 17-20; Santiago 3, 16–4, 3; Marcos 9, 30-37
«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado»
22 septiembre 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«Le pido al Señor que me regale un corazón nuevo lleno de paz. un corazón que no se deje llevar por las pasiones y siembre paz a su alrededor con palabras y abrazos»
¿Será posible cambiar algo en mi vida? Me gustaría cambiar la realidad que me aprisiona. Alterar los resultados obtenidos. Cambiar las cosas para que todo sea más fácil. Me gustaría modificar el presente para que el futuro fuera más llevadero. ¿Cómo se hace? Tal vez no estoy dispuesto a cambiar yo. Busco cambiar lo de fuera y no cambiar yo. Leía el otro día: «¿Tenemos siempre alternativas de elección? Creo que en nuestra vida podemos reinventarnos a nosotros mismos con independencia de nuestra edad. Siempre hay opciones, aunque no parezca viable en un primer término»[1]. Tal vez esas circunstancias adversas que no deseo son una oportunidad para el cambio. Quizás puedo reinventarme siendo viejo, sin necesidad de volver a nacer del útero materno. Puedo encontrar un camino para llegar más lejos. Y siempre hay una elección interior que aún no he realizado. Ante una enfermedad puedo comenzar negándola o apartándola de mí. Como si de un manotazo las cosas pudieran cambiar de golpe. ¿Qué área de oportunidad veo en mi forma de enfrentar la adversidad? ¿Tendré fuerzas para cambiar mis planes y vivir el presente como un regalo constante? Me faltan las fuerzas. Tiemblo. Quisiera controlarlo todo y decidir lo que está bien y lo que está mal. ¿Por qué Dios no respeta mis tiempos? Me confundo. No salen las cosas como yo quiero y me frustro. Miro al cielo, confío y la paz me inunda. Siento dentro que puedo hacer muchas más cosas, llegar más alto y superar mis límites. Tengo muchos límites, conocidos y desconocidos: «Las personas somos conscientes de algunos de nuestros límites; estos son en ocasiones imaginados; otros son reales y los hemos comprobado. Por último, están los límites desconocidos e invisibles para nosotros mismos e incluso para los demás»[2]. Creo que la realidad me confronta con mis límites. Y dentro de este mundo pequeño en el que me desenvuelvo puedo avanzar, luchar y vencer la adversidad. Puedo superar barreras. Quizás no todas. Pero sí esos límites que yo mismo me he impuesto por miedo al fracaso. Siento que no puedo hacer ciertas cosas y no me arriesgo. Dejo de intentarlo y de luchar. De repente me veo obligado a salir de mi zona de confort y enfrentarme a cosas que antes me atemorizaban. Veo que soy capaz y me sorprendo. Mirando hacia atrás veo que las cruces vividas me han hecho más fuerte, o han sacado de mí capacidades escondidas, o me han hecho más flexible y maduro. Los caminos fáciles no me educan igual que los difíciles. Pero no siempre aprendo de las circunstancias adversas. En ocasiones reprimo lo que vivo y trato de vivir como si no existiera. Madurar a partir de la dureza del camino es todo un arte y un milagro. Conozco a personas que no han cambiado en su interior después de vivir situaciones muy duras. ¿Por qué? No lo sé. En ocasiones el corazón está enfermo y no logra mirar la vida con una sonrisa. El que no quiere cambiar nunca cambia. El que no quiere crecer no puede crecer. El que no quiere aprender algo nuevo a partir de lo que está viviendo es que no está dispuesto a mejorar en nada. Los límites existen, siempre estarán ahí. Pero puedo llegar más lejos si me dejo llevar por una fuerza interior que surge en mi alma. No te rindas, me grita Dios. Y yo miro la montaña ante mí y me dispongo a escalarla. No dudes de ti, me digo a mí mismo y comienzo a correr hacia la cima. No sé si lograré llegar hasta el final pero al menos haré que mi presente sea un regalo para mí y para los que me rodean. No dudo de la dureza de lo que vivo. Lo acepto, lo asumo, lo miro con paz. Dios conoce mejor que yo lo que puedo llegar a dar. Tengo la confianza puesta en aquel que me ha llamado por mi nombre y no me suelta. No van a salir las cosas como yo esperaba. Y eso que me gusta hacer planes maravillosos para mi futuro inmediato. No va a ser así, eso es seguro. Confío en el poder de Dios en mi vida y sé que las circunstancias me van a hacer mejor persona. Van a ensanchar mi corazón y me van a regalar una capacidad más grande de dar amor. Miro dentro de mí buscando esa fuerza interior que me salve.
Discernir la voluntad de Dios en mi vida no resulta fácil. Suceden cosas, me dicen cosas y siento que tengo que ir en una determinada dirección. Decidir es optar por un camino o por otro. Seguir un camino, abrazar un momento. Salir de mí mismo y empezar a andar. Soñar con las alturas, abrazar el presente y lanzarme a la vida sin temer nada. Discernir es descubrir qué tengo que hacer. Qué hay que dejar ir. Qué tengo que dejar de hacer. O qué puedo comenzar a realizar. Las decisiones caen cada día. Unas veces con desgana, así, lentamente se desgranan y parece que importan poco. En ese momento decido algo sin decidir. Directamente se me va la vida, el tiempo, el momento. Y ya es demasiado tarde para decidir. Alguien decidió por mí. La vida misma tal vez, se pasaron los plazos. Ya no es posible volver atrás. ¿Hubiera sido mejor decidir lo contrario? Creo que la mejor decisión siempre es la que he tomado. Difícil saber si es lo que me conviene o lo que me hace daño. El corazón se involucra, ¡Cómo no hacerlo! Las mayoría de las decisiones toman en cuenta el corazón. Elijo entre dos bienes posibles. Entre un camino que parece bueno y otro también atractivo. Miro las voces que gritan a mi alrededor confundiéndome. Duele la vida y el tiempo, y la expectativas que yo tengo, u otros tienen. Decidir tiene siempre sus consecuencias. A alguien le duele lo que decido, alguien sufre. No todos estarán de acuerdo con los pasos que doy. ¿Será lo correcto? ¿Es lo que me hace bien a mí, a los míos? No es lo mismo decidir algo yo solo que estando acompañado. No es igual decidir que la vida va a ser de una manera determinada o de otra. De nada vale inventarme un camino para seguir corriendo. Si voy acompañado es más difícil decidir, dos tienen que ponerse de acuerdo, o todo un grupo. Y unir sus ideas, sus deseos, sus pasiones, sus sueños. Y decidir. ¿Qué papel juega Dios en mis decisiones? Me quedo en silencio y le pregunto: ¿Qué deseas que haga, Dios mío? Y le suplico que me lo muestre claramente, que haga algo, que me envíe una señal muy clara. Que grite, que diga, que susurre, ya no lo sé. Que se invente algo y así mi vida dejará de ser una incertidumbre constante. Me gustaría que Dios me abriera una ventana en el horizonte haciéndome ver cómo será mi vida dentro de unos cuantos años. No lo hace. Y todas las puertas que intento abrir en esa dirección me angustian. Sólo me queda entonces decidir con dudas, con miedo, con incertidumbre. Atravesar esa puerta misteriosa en la que elijo algo, dejo ir algo diferente y opto por lo que quiero amar. Abrazo un camino hacia una meta concreta. ¿Surgirán dudas? Claro que sí, entre dos bienes siempre dudo. Entre un mal y un bien parece más claro. Aunque a veces el mal se disfrace de bien para confundirme. O mi propio corazón herido y confuso no acabe de comprender lo que de verdad le conviene. Un lugar u otro. Un país o uno diferente. Este trabajo o aquel que me ofrecen. Esa persona o esa otra. Una vocación para siempre en una dirección o en la contraria. No es fácil optar por esto o por aquello sin esperar de forma casi inconsciente que alguien me diga que he elegido lo correcto. ¿Y si al final no es lo correcto y me he confundido? ¿Que cien personas estén de acuerdo en algo quiere decir que eso es lo verdadero? No necesariamente. La verdad no tiene que ver con el número de adeptos que posee. Hay verdades solitarias que nadie elige, porque duelen, hacen daño, o pesan demasiado. Y hay mentiras sencillas que enamoran. Uno se abraza a ellas sucumbiendo a su encanto. Las elige, mientras el alma duele. Me gustaría saber siempre lo que me conviene, elegir lo correcto y saber que Dios me sonríe. ¿Dejaría de hacerlo si hubiera tomado otro camino? No lo creo, me esperaría, caminaría a mi lado en la dirección equivocada porque me ama. Y es verdad, no todas las decisiones que tome serán buenas. Me equivocaré, pensaré que estoy en lo cierto sin estarlo. Tiemblo. Hay mil opciones ante mis ojos. Una libertad de elección que se me regala. Sigue este camino, sigue este otro. Haz esto o aquello. Y yo voy decidiendo, casi como si fuera un dios creando un mundo nuevo. Quiero que Dios me hable con mayor claridad. O quizás quiero yo escuchar su voz y saber lo que quiere. Las voces del alma gritan en mi corazón y no me dejan hacer silencio. Busco esa voz silenciosa que Dios posee. Anhelo ese fuego que me encienda por dentro y me haga elegir lo que más amo, lo que más deseo. Son voces claras, no las únicas. Hay otras voces que surgen de repente y parece que la vida se juega en ellas. Son circunstancias, personas, momentos. También me dan luz, o me la quitan. Escucho a todos y no todos dicen lo mismo, se contradicen. Puedo seguir un camino o el contrario. Hay otras voces más que me hablan en mis límites, en mis capacidades, en mis dones y talentos, en el bien que tengo dentro y en el mal que evito. Me hablan de muchas formas esas voces de mi ser, de mi esencia. Lo que soy y lo que estoy llamado a ser. Y me hacen ver cuál es entonces el camino mejor para que brote ese mejor yo que vive en mi interior, la mejor versión que estoy llamado a ser. Todo es muy sencillo aparentemente pero luego duele decidir. Dejar un camino posible es una renuncia. Abandonar una expectativa mía y de otros. No contentar a todos los que me miran mientras yo decido. Y luego puedo imitar, querer ser como otros y seguir a otros sin reflexionar, sin pensar, sin ahondar. Las verdadera decisiones se toman en lo profundo del corazón. Allí me habita Dios amándome.
Hay personas que buscan el mal. Eligen hacer daño. Engañan, atacan, hieren, matan. No son felices cuando ven a otros progresar. Sus obras están llenas de rencor, de resentimiento. El mal existe. Las guerras existen. El odio crece con tanta fuerza. ¿Qué sentido puede tener una guerra? ¿Por qué alguien puede atacar con violencia a la persona a la que amaba hasta matarla? ¿Cómo se puede pasar del amor al odio tan rápidamente? ¿Acaso el que antes decía amar no estaba amando de forma sana? Son muchas preguntas que quedan suspendidas en el aire sin respuesta. Veo el mal a mi alrededor y me duele el alma. Hoy escucho en las lecturas: «Se dijeron los impíos: – Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si es el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. Lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según, dice Dios lo salvará». ¿Quién es el justo? Hay hombres justos en este mundo. Hay personas honradas, honestas, que mantienen su palabra, que no dicen una cosa por otra, no engañan, no buscan los caminos rápidos y fáciles aunque no sean legales, no fingen, no traicionan. Es curioso, hay personas que no tienen precio, no se dejan comprar. Tienen una forma bella de ver la vida. Aman y se entregan, dan y no esperan recibir nada a cambio. Son sinceras, tienen un corazón noble y limpio que es capaz de alegrarse con el bien que viven otras personas. No envidian, no desean lo que otros tienen, se conforman con su vida como es y besan la realidad en toda su crudeza. Esas personas son escasas, lo sé, pero las conozco, existen y me brindan la oportunidad de dar fe de su existencia. Puede que las otras personas, las que siembran cizaña, las que envidian y desean el mal del que no ha hecho mal a nadie, hagan más ruido. Porque el odio parece que tiene un amplificador. Y los gritos se escuchan con más fuerza. Me sorprende que sea así, pero lo es. El mal es poderoso y hiere, rompe y mata. Me gustaría que no fuera así. Quisiera que el bien siempre se impusiera. Al que hace el mal muchas veces le va bien. El que divide y hiere con frecuencia consigue lo que desea sin contratiempos. Me parece injusto, pero es así. Y precisamente el justo, el que no ha hecho mal a nadie, el que tuvo compasión del débil, del pobre, acaba siendo rechazado y abandonado. Hay una obra de Paul Claudet, la Anunciación, que siempre me ha conmovido. En ella una joven muy bella de ojos azules, Violaine, está enamorada de su prometido, Jacques. Pero en un momento dado llega otro hombre, un constructor de catedrales llamado Pierre, que ha contraído la lepra y ama a Violaine sin ser correspondido y le pide sólo un gesto de amor. Violaine ve despertarse en ella la compasión y le besa en la frente. Su hermana Mara ve todo esto y la denuncia ante su prometido, de quien ella también está enamorada. Siente envidia y denuncia la infidelidad aparente de su hermana. Al poco tiempo Violaine contrae la lepra y tiene que abandonar la ciudad renunciando así a todo lo que ama. Renuncia al amor de Jacques, a una familia, a unos hijos propios. En una cueva se corrompe su cuerpo pero hacia dentro crece su unión con Dios. Pasan los meses y su hermana y el que fue su prometido contraen matrimonio. A los cuatro años de edad, la hija de ambos, de pelo moreno y ojos marrones muere. Mara va a la cueva de Violaine a exigirle que le devuelva la vida a su hija. Violaine no entiende, sus ojos ya no ven y con ternura abraza a la niña y esta vuelve a la vida. Se la entrega a su madre pero ahora su pequeña tiene los ojos azules, los de Violaine. Mara no puede soportarlo y acaba matando a su hermana. Esa obra siempre me ha conmovido hasta las lágrimas. Tanto amor y tanto odio. Tanta compasión y tanta falta de misericordia. Violaine, que ya no tiene ojos por culpa de la lepra, le da sus ojos azules a esa niña. El bien, tanto bien, a veces no puede ser soportado. Y surge el deseo de matar, de acabar con el justo, con el que sólo sabe hacer el bien. El bien incomoda cuando uno no es capaz de hacerlo. La compasión es como una burla para aquel que no es compasivo. El justo despierta rabia y envidia. Es como si su sola presencia fuera una denuncia contra mi forma de vivir y entregarme. Aquel que es demasiado puro hace que destaque mi impureza. Aquel que ama con misericordia hace que mi egoísmo sea claro. Me gustaría tener un corazón más puro, más íntegro, más verdadero. Me gustaría que todo lo que vivo fuera vivido desde la misericordia y la compasión. ¿Qué es lo que abunda más en mi alma, la envidia o la compasión? Esta última me llevará a menudo a tomar decisiones difíciles que pueden comprometer mi vida, mi futuro. La compasión me lleva por caminos que no hubiera elegido de otra manera. Elegir la compasión es una opción de vida, un deseo que rompe mis intenciones íntimas. Quisiera ser capaz de abrazar con misericordia, de perdonar siempre y no mirar con envidia al que más tiene. Aceptar que los demás tengan éxito aunque yo fracase. No importa el fracaso, lo que de verdad importa es amar con misericordia. Dejar mis propios planes por dar esperanza al que no la tiene, por dejar de mirarme el ombligo para mirar con paz la vida que Dios me regala en otros necesitados, en los que nada tienen y mendigan algo de amor.
Valoro mucho la importancia del optimismo para enfrentar la vida. La actitud lo dice todo. Decía Enrique Rojas: «El sentido del humor es propio de personas inteligentes». Y comenta Marián Rojas Estapé: «Mi voz interior tira de mí hacia arriba o hacia abajo. Tiene que ver con cómo yo me hablo». Y Juan Gómez Jurado: «Cuando el amor no basta es necesario el humor». El optimismo es una actitud ante la vida, una forma de hablarme, de decirme las cosas. Optimista es el que piensa que le va a ir bien en aquello que emprende y por eso no tiene miedo ante las adversidades. Se enfrenta a ellas porque confía, cree, no tiene miedo a perder nada. Hay optimistas realistas que, contando con ciertas capacidades para enfrentar la vida, son conscientes de que pueden tener éxito. Hay también simplemente optimistas soñadores que confían en que algo saldrá bien, aunque no se sientan capacitados para ello o no lo estén. A veces pienso que me puede ir bien porque soy optimista. No lo pienso mucho pero me parece que la victoria y el éxito es lo que vendrá. Confío. Todo va a ir bien me digo mientras lucho. El optimismo me lleva a creer en la bondad de las personas y en su inocencia. Confío en lo bueno que hay en cada uno, no creo que el mal sea más fuerte. Creo que las cosas saldrán bien, aunque no tenga razones suficientes para estar tan seguro. La mirada positiva sobre la vida es la que marca las diferencias. Prefiero ser optimista antes que pesimista frente a los desafíos que tengo por delante. La actitud es fundamental. Cuando soy optimista siento que las cosas tienen un color distinto. O mejor dicho tienen muchos colores. Cuando me pongo pesimista, parece que todo va a salir mal y dejo de confiar en mí mismo. En ese momento los mensajes que escucho en mi corazón, mi voz interior, tienen una fuerza demoledora: «No lo vas a conseguir, siempre habrá alguien que lo haga mejor que tú, no te esfuerces tanto, no merece la pena». Esos mensajes tal vez los escucho desde que era niño y se han ido quedando en mi subconsciente. Porque hay una grabadora que todo lo registra y no olvida nada. Es verdad que el optimismo desarrolla una actitud positiva ante la vida. Y el pesimismo una mirada negativa. El optimismo unido al sentido del humor me lleva a una combinación muy positiva. Brota en mi interior una sana alegría que me da alas para enfrentar los contratiempos. Como dice Marian Rojas Estapé: «Lo que importa no son las circunstancias que me presenta la vida sino la forma que tengo de enfrentarlas». Es fácil ser feliz cuando todo funciona bien y me resulta, cuando los demás me aman y me tratan bien, cuando nadie me hace daño y son amables conmigo. Al mismo tiempo me resulta difícil mantener la alegría en medio de las dificultades. Por eso el optimismo me ayudar a ser más resiliente. Sé que voy a salir del problema que estoy viviendo. Todo tiene una solución en esta vida. Puedo doblarme como el junco ante la fuerza del viento, pero no me quiebro, no caigo, no dejo de luchar. Creo que puedo recuperarme rápidamente de la situación adversa que vivo. Saco fuerzas de flaqueza y me hago tenaz en la lucha. Brota en mi interior una energía positiva que hace creer a los demás. Es cierto que si me rodeo de personas optimistas voy a tener una predisposición más positiva ante los desafíos de la vida. Surge una motivación especial de esos vínculos que se hacen fuertes. Cuando soy optimista adopto hábitos que son más sanos. Tengo fuerza para llevar una vida más sana, en la que incluyo el deporte, el descanso, la lectura y otros hábitos que me ayudan a llevar una vida más ordenada. Cuando soy optimista no minimizo los problemas. No se trata de quitarles importancia. Le doy un lugar a cada problema, lo tomo en las manos, lo miro con una sonrisa y acepto que está ahí para hacerme creer. Me ocupo de él, no me preocupo por lo que no tiene solución. No pienso que es el final de nada, es más bien una oportunidad que Dios me regala para madurar. El pesimismo brota a menudo de una desconfianza. No creyeron en mí y por eso no soy capaz de creer en mí mismo. Una persona pesimista suele educar hijos pesimistas. Un padre que no cree en sus hijos hace que ellos no crezcan ni prosperen. No se trata de un optimismo vacío de fundamento. El optimismo del creyente está atado al cielo. Por eso mi optimismo natural se une a una esperanza como don que viene del cielo. La esperanza no tiene su fundamento en mis capacidades naturales. Se trata de creer incluso contra toda esperanza. De confiar en que mi vida está hecha para la vida eterna. La fusión del optimismo y la esperanza cristiana hacen del cristiano una persona increíblemente alegre y confiada. Si espero en Dios, todo es más fácil. Mi optimismo me mantiene alegre, es una fuerza natural. Mi actitud llena de esperanza es una gracia que Dios me regala para enfrentar la cruz, el dolor, la enfermedad o la muerte. El que no cree en Dios no tiene una mirada trascendente y profunda. Todo se queda en la superficie, en lo inmediato. Cuando creo y confío en el amor de Dios, no hay nada que me detenga. Podrán salir mal las cosas y la cruz puede que sea muy pesada. Mi ingenuidad, mi corazón de niño se abraza a Dios sin temor. Mi vida se ancla en el corazón de Dios. Ya no temo, confío, me abro a la luz que viene del cielo. Me gusta mirar así la vida. Dios puede hacer grandes milagros con esos optimistas llenos de esperanza. Esos son los cristianos.
La violencia se adueña del corazón del hombre. Agresiones, gritos, muertes inocentes, rupturas, heridas. La violencia es como una tela de araña que va atando mi ser. Me gustaría estar libre de toda violencia. Quisiera que la paz se adueñara de mi alma. ¿De dónde surge la violencia que siento, que veo? Hoy escucho: «El Señor sostiene mi vida. Oh Dios, sálvame por tu nombre sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras. Porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios. Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno». He sufrido la violencia en ocasiones. Me hacen daño los gritos y los insultos. El desprecio y el odio me hacen sentir tan pequeño, tan frágil. El apóstol me habla de todo lo que envenena el corazón: «Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencias y todo tipo de malas acciones. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera». La violencia brota a partir de la envidia y la rivalidad. Surge del corazón herido. Como decía Platón: «Sé amable, pues cada persona con la que te cruzas está librando su ardua batalla». La violencia que observo en expresiones que me duelen proceden de un corazón en guerra. Dentro de mí hay una lucha entre el bien y el mal. Nace todo de mi propia historia. Elijo la guerra deseando la paz. Opto por la violencia buscando el amor. Como no logro ni consigo el bien que deseo la frustración me llena de odio y de ira. ¿Cómo se logra llegar a la paz acabando con la guerra? Me gustaría sembrar paz con mi vida, con mis palabras, con mis obras. Yo mismo estoy librando mis propias batallas. Y no por eso dejo que la rabia se imponga sobre la calma en mi interior. Veo a mi alrededor un corazón que abraza, mientras que otro reacciona de forma violenta. Jesús me recuerda cómo puedo llegar a ser un pacificador: «El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz. ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros? Ambicionáis y no tenéis; asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones». El deseo de placer, de poder, de poseer. Las pasiones desordenadas que se adueñan de mi voluntad. El deseo de conseguir lo que no es mío y lograr lo que no me corresponde. La envidia, el egoísmo, la avaricia. Son pasiones desordenadas que mandan en mi acciones. Me dejo llevar y hago lo que me piden, lo que me exigen. Es muy fuerte en mí ese ansia por tener lo que otros tienen. Mi corazón tiembla y se deja tentar. Tengo malas intenciones. Brotan malos deseos que me esclavizan y permiten que la violencia crezca en mi interior. ¿Cómo se pacifica y calma mi corazón? Decía Santa Teresa de Calcuta: «El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz». Al final llego a la paz después de recorrer el camino que comienza con el silencio, con la oración, con la fe, con el amor, con el servicio. Cuando me pongo al servicio de los demás y dejo de pensar egoístamente en mí, en lo que yo necesito, en lo que me hace falta. La vida merece más la pena cuando se entrega. El que se la guarda la pierde y se pierde. Cuando trato de asegurar lo que me da tranquilidad recurro a la violencia. No quiero que nadie me quite lo que es mío, que no se apoderen de mis pertenencias, que no me quiten la alegría que ahora tengo. Ya al sentir que hay injusticias, o que me hacen daño, reacciono con violencia. Es un milagro reaccionar con paz ante una agresión. Devolver bien por mal es obra de Dios en mi vida, sólo Jesús podía hacerlo… y los santos. Me siento lejos de esas reacciones tranquilas y ecuánimes ante los gritos y las agresiones. Un corazón que no se rebela y no grita al que le grita y ataca. Quisiera pacificar a los demás con mis silencios, con mis abrazos, con mis palabras llenas de calma y mesura. No quiero reaccionar con violencia ante la vida que nunca es justa. No quiero que se llene mi alma de una rabia desmedida. Quiero tener paz y alegría. Quiero que la tranquilidad habite en mí. Duelen la envidia, el egoísmo y mi incapacidad para acoger al que no piensa como yo. Quiero cambiar al otro, quiero que se amolde a mis exigencias, quiero que acepte lo que yo deseo. Y entonces recurro a la fuerza, a la violencia. Abuso de mi poder y me creo con derecho a que se haga lo que a mí me parece justo. Hablo muchas veces desde mi propia herida. A mí me han hecho daño y yo hago daño. De mí han abusado y entonces yo abuso. Mi reacción llega a ser desproporcionada. No perdono la ofensa ni el daño causado. Espero que sufra lo mismo que a mí me ha hecho sufrir. Reacciono con palabras, con gritos, con gestos, con violencia. Dejo que el mal se adueñe de mi alma. No quiero perdonar, no quiero la paz. Le pido al Señor que me regale un corazón lleno de paz. Un corazón que no se deje llevar por las pasiones y siembre paz a su alrededor con palabras y abrazos.
Jesús va con los suyos y les dice lo que espera de ellos. Quiere que sepan, que entiendan, que cambien. Les cuenta que el futuro tal vez no sea como ellos esperan, como desean: «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: – El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará». Les vuelve a decir como hace poco que va a morir y va a resucitar. Profetiza ante sus ojos, pero ellos no entienden: «Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle». No acaban de comprender porque el corazón humano no es capaz de ver más allá de lo que ahora le inquieta. ¿Cómo es posible que todo se acabe con lo bien que van las cosas? Jesús hace milagros, habla con una sabiduría superior a la de los fariseos. Muchos lo siguen. Es cierto que a veces sus palabras son difíciles de entender. Y que los mismos romanos y los fariseos están inquietos porque Jesús arrastra a las masas. Pero de ahí a pensar en su muerte hay un gran camino por recorrer. Por eso no comprenden. No quieren el mal, ni la muerte. Prefieren tapar lo malo que han escuchado y pensar en lo que de verdad importa. Jesús es poderoso, hace milagros. Apartan el miedo. Es impensable que Jesús pueda morir. Él está con ellos, camina a su lado, no puede morir, no puede acabarse este reino suyo. ¿Qué harían ellos si muriese? Prefieren no pensarlo. En el camino dejan atrás la profecía y se dedican a discutir sobre lo que de verdad importa: «Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: – ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante». No le confiesan la verdad. Se avergüenzan de estar discutiendo. Todos querían ser los primeros, los importantes en ese reino que se estaba abriendo paso. Querían los primeros lugares en ese reino del que les hablaba Jesús. No podía ser mentira, era un reino real que iba a cambiar el mundo para siempre. Y ellos serían allí los primeros. Y todos se sentían especiales para Jesús. Los había elegido, los había llamado por su nombre, cada uno tendría su historia personal de amor con Jesús. Eran hijos de Dios, amados por Jesús, predilectos. Él los había llamado a formar parte de su grupo. Y competían entre ellos por esa predilección. Es lo que le pasa al amor, que uno en el fondo no sólo quiere ser amado por otro, quiere ser preferido a todos los demás, casi en exclusividad. Quiere que opten por él siempre. Por eso sueñan con los primeros puestos, con los mejores lugares. Es fácil caer en la vanidad y en esa lucha de poder que no lleva a ninguna parte. Discuten entre ellos mientras Jesús les dice que va a morir. Ellos quieren ser los primeros mientras su maestro va a ser condenado a muerte. No quieren pensar en su muerte. Son las paradojas de la vida. No entienden nada y se dejan llevar por sus pasiones, por ese desorden que hay en su corazón. A nadie le gustan los segundos lugares. Yo también quiero el primer lugar, el destacado. Quiero ser el que manda no el que obedece. El que es servido no el que sirve. El preferido, no sólo elegido entre muchos otros. Jesús va caminando con ellos porque quiere instruirlos, quiere que aprendan ciertos mensajes que puedan darles paz. Las palabras quedan grabadas en el corazón: «Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: – Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: – El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». Pone en el centro a un niño. El primero el servidor de todos. Un niño que no tiene poder parece ser el importante, el primero. El que no sea como un niño no entrará en el reino de los cielos. Acoger a un niño indefenso que no tiene nada que darme a cambio de mi cuidado. Un niño sin poder, un niño inocente que sólo puede ser rechazado y apartado. Acoger a todos como si fueran niños carentes de recursos y necesitados. Jesús me invita a servir a los demás en lugar de buscar ser servido. No quisiera ser el primero sino el último. No deseo que me alaben sino servir al que más lo necesita. Me conmueven estas palabras tan directas. Yo no soy así, deprecio al que no tiene poder y no le doy un lugar de honor a un niño que no tiene nada que aportarme. Es demasiado difícil lo que me pide. Me gustaría tener esa libertad para acoger a todos como si fueran más importantes que yo. Servir y no buscar que me sirvan. Quiero ser más niño.
[1] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[2] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo