Isaías 53, 10-11; Hebreos 4, 14-16; Marcos 10, 35-45

«Les preguntó: – ¿Qué queréis que haga por vosotros? Contestaron: – Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda»

20 octubre 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Puedo construir la paz y acabar con esas guerras que surgen en mi propio corazón y en el de los que me rodean. Puedo abrazar en lugar de golpear»

Celebro un año más el aniversario de la primera alianza de amor con María en el santuario. Ya son 110 años. Pasa el tiempo y sigue viva la llama del primer amor. ¿Cómo se va a desenamorar uno de repente? En realidad nada es de repente. Sólo la muerte que llega sin ser vista. Sólo un desastre natural que no se pudo prever. El resto de las cosas suceden a un ritmo normal. El de la vida, el de la muerte. El paso paulatino del tiempo. A veces muy lento, otras muy rápido. Siempre el mismo tiempo para cada persona. Las mismas horas, los mismos días. Un día domingo, una mañana soleada, tuvo lugar esa primera alianza. Un hito, un Kairós. Tantos años después revivimos ese mismo momento. Otro día de la semana, otro lugar, otras presencias. Los que ya no están y nos preceden en el cielo se hacen presentes en la oración. Los que ya hay llegado al cielo. Los que fueron fieles a esta alianza de amor. ¿Cómo se mide la fidelidad? El fuego del primer amor. La constancia en la misma entrega. El mismo sí sostenido en el tiempo, pronunciado con la misma fuerza que brota de lo hondo del alma. ¿Qué significó esa primera alianza? El comienzo de una corriente, como esa fuente abierta en la roca de la que brotan las primeras gotas de lo que será un río. ¿Qué puedo hacer yo para cambiar este mundo enfermo que vive y muere enredado en guerras profundas? Puedo hacer muchas cosas. Puedo ser fiel en lo secreto y oscuro del corazón. Puedo cambiar mi mundo, mi vida, mi alma. O más bien es María la que puede hacerlo. ¿No le he entregado acaso mi vida entera para que haga con ella lo que quiera? No lo olvido. Un día me dejé tocar por las aguas de un río y lancé mi barca al agua. Sin remos, mecido por la corriente. Dejé que la mano de María tocara mi alma. «Dios quiere obrar a través de su Colaboradora permanente. Por tanto, él obra a través de ella, y no ella en lugar del Señor. Ella protege, ilustra y fortalece el influjo de Dios»[1]. A través de las manos de María me toca Dios. Desciende hasta mí y cambia mi corazón en un nuevo corazón. Y todo sucede en el interior del santuario. Entre sus paredes, sobre muros de contención. Ahora que veo alzarse estos muros pienso en su valor. Cimientos firmes en mi vida sobre los que se asienta todo lo que vivo y amo. Unos muros firmes de contención. Luego, en los muros del santuario, se romperán mis dolores, mis penas, mis angustias. Allí llegaré para dejar que se rompan los propios muros de mi alma que no dejan que Dios entre. Los muros que me esclavizan. Quiero que caigan esos muros que me separan de mi hermano, del amor de los demás, del amor de Dios. Y al mismo tiempo construyo muros que sostengan mi vida para que sea más sólida, y esté más firme. Hormigón, piedras, acero, vigas. Todo lo necesario para levantar un hogar a María en el cual obre milagros de transformación. Caerá lo que me esclaviza y me liberaré en mi corazón. Nadie podrá encadenarme porque soy libre en mi interior. El dolor se rompe cuando lo acepto, cuando lo sufro: «Lejos de disminuir el dolor, todo lo que nos negamos a intentar aceptar se convierte en una realidad tan inexpugnable como los muros de cemento y las barras de acero. Si no nos permitimos afligirnos por nuestras pérdidas, heridas y decepciones, estamos condenados a revivirlas. La libertad reside en aceptar lo sucedido. La libertad significa armarnos de valor para desmantelar la prisión pieza a pieza»[2]. Me armo de valor para romper los muros que esconden mis dolores, mis angustias. Los enfrento, los entrego, los dejo ir y permanecer al mismo tiempo. Muros que caen dejando salir el dolor. Muros que se levantan, hormigón y acero para hacer fuerte el sustento de mi alma. Muros que me aíslan y permiten el encuentro con mi verdad. Muros que se abren para dejarme ir y abrazar al que me acompaña, al que sufre conmigo y me sostiene. Al que es fiel a su alianza siendo fiel a mi misma alianza. Fiel a mi lado sosteniendo mis dolores y mis penas. Miro a los ojos la realidad que me rodea. Amo lo que toco y siento. Y María viene a habitar el interior de mi alma un año más, cada mañana.

Veo imágenes de la guerra que sucede en estos momentos y mi alma llora por dentro, en lo más hondo. ¿Cómo puedo ayudar a paliar las consecuencias de una guerra que se lleva por delante tantas vidas inocentes? Destruye familias, acaba con muchos hogares, se cierran los colegios, mueren inocentes, niños, jóvenes, mayores. Y todo por el deseo de unos pocos de acabar, de exterminar a su enemigo. Que no queden enemigos, que se mueran. ¿Cuándo acabará la guerra? Cuando no quede nadie al otro lado de la muralla. ¿Cómo empieza una guerra? Por una ofensa recibida que no puedo dejar sin represalia. Puede que sea una ofensa grande o pequeña, poco importa. La desproporción marca mi reacción. A cada golpe que recibo doy yo uno más fuerte. Cuanta más violencia hay, más violencia se despierta. Parece imposible sostener una paz en medio del caos que reina entre los pueblos, entre los hombres. Y en medio de esa guerra que no cesa no hay trabajo, no hay refugios en los que vivir, no hay rutinas de una vida cotidiana sana y tranquila. Suenan las alarmas antiaéreas. Bombas que caen sin saber de dónde vienen ni a quién matan. ¿Cómo se puede construir la paz en este mundo que habito que vive continuamente en guerra? ¿A quién le interesa que haya guerras en lugar de paz? Hay intereses económicos y políticos detrás de toda guerra. ¿Qué puedo aportar yo para solucionar estos conflictos que parecen no tener solución? Tal vez no podré ir al frente a detener las armas. No podré atender en los hospitales de campaña que acogen a todos los heridos. No podré dar discursos que muevan la conciencia de muchos responsables hasta el punto de hacerlos cambiar su postura. No puedo detener con mi mano todo lo que está sucediendo, eso está lejos de mi alcance. Ojalá pudiera. Las guerras del mundo me superan, no sé qué puedo hacer salvo rezar para que pronto llegue la paz, o ayudar de alguna u otra manera. Aun así hay mucho que puedo hacer. Porque veo junto a mí otros tipos de guerras. Guerras familiares. Esposos que viven enojados, en tensión, transformando el amor en odio sólo por orgullo, egoísmo, envidia o vanidad. ¿Cómo se puede convertir el amor que condujo a pronunciar un sí para siempre en odio de un momento para otro? Parece imposible pero sucede. Del amor al odio hay un fino velo que los separa. Una suave línea que si se transgrede todo cambia. El amor deja de existir, desaparece, y la rabia y la ira toman su lugar. Quiero destruirte cuando antes sólo quería amarte y dar la vida por ti. Estoy dispuesto a acabar contigo y deseo que sufras cuando antes tan solo deseaba tu felicidad. Ahora quiero que tú desaparezcas y sufras tanto como me hiciste sufrir a mí. ¿Cómo consigo que el odio no venza en mi interior? ¿Cómo calmo las aguas cuando el mar se rebela contra mí en medio de las tormentas? Tengo claro que sólo el perdón sana las heridas que tengo dentro de mí. Sólo una misericordia infinita que podrá calmar mi rabia y mi rencor. Sólo un fuego que limpie viniendo de lo alto todo lo que en mí es impuro y ajeno al amor de Dios. ¿Cómo lograré que mis manos construyan la paz a mi alrededor? Se preguntaba el P. Kentenich: «¿Cómo puedo transmitir paz a los hombres?»[3]. En medio de los hombres, cerca de los que Jesús ha puesto a mi lado, siento deseos de venganza cuando he recibido un mal en lugar del bien. Ese deseo de venganza hiela mi sangre, me vuelve frío e insensible, endurece mi corazón. Cuando mi objetivo en la vida consiste en querer vengarme sólo desearé que la guerra destruya a mi enemigo y acabe con todos sus sueños. Me volveré violento y haré el mal incluso cuando parezca que pretendo hacer el bien. Deseo pacificar mi alma y la de aquellos que están conmigo. Quiero formar un hogar en el que reine la paz, un hogar tranquilo en el que no haya gritos ni violencia. Un lugar en el que todos puedan sentirse amados y aceptados. Donde cualquiera pueda experimentar el amor de aquellos a los que ellos mismos aman. Decía el P. Kentenich: «En este tiempo en que la violencia, revestida de mentira, reina en el trono del mundo de forma tan inquietante como nunca antes, sigo persuadido de que la verdad, el amor, el ánimo pacífico, la mansedumbre y la bondad son la fuerza que está por encima de toda violencia. A ellas pertenecerá el mundo con tal de que haya suficientes personas que piensen y vivan con suficiente pureza, fortaleza y constancia las ideas del amor, la verdad, el ánimo pacífico y la mansedumbre»[4]. Me gustaría abrazar en lugar de insultar. Me gustaría contagiar ese deseo de paz de mi corazón. Perdonar en lugar de ofender. Callar en lugar de gritar. Ser humilde en lugar de orgulloso. Aprender a ser dócil y sumiso. Respetar, guardar, proteger. Hablar bien de los demás en lugar de criticarlos y condenarlos con mis palabras. Sonreír a todos en lugar de vivir amargado. Caminar junto a mi hermano en lugar de correr hacia él para despojarlo de su paz y su felicidad. Abrazar en lugar de golpear. Puedo construir la paz y acabar con esas guerras que surgen en mi propio corazón y en el de los que me rodean.

Me gusta un cuento que habla de los sueños, de las decepciones y de las nuevas ilusiones. Cuentan que un niño tenía una tortuga de tierra a la que amaba con todas sus fuerzas. Cada mañana la buscaba para darle los buenos días, cada noche iba a desearle felices sueños. Un día se levantó feliz, ilusionado con saludarla. Cuando fue al lugar donde siempre estaba no la encontró. Buscó por todas partes y la tortuga no estaba. Durante días el niño lloraba a todas horas y sus padres no encontraban la forma de hacerle sonreír de nuevo. Un día su padre tuvo una idea. En el jardín de su casa, al pie de un sicómoro, el padre se llevó al niño y le propuso hacer un gran castillo. Excavaron con una pala. Formaron salas, sótanos, y luego el castillo se fue elevando con maravillosas torres. En un lugar especial del castillo simularon un sepulcro para la tortuga. Allí escribieron su nombre. Y el niño dejó escapar una lágrima en ese momento. Era como un último adiós a su gran amiga. Después de ese momento agridulce volvió la alegría a su alma. En realidad el niño volvía a sonreír feliz con lo que habían conseguido construir. Una mañana, mientras seguía con su padre perfeccionando la obra, apareció caminando lentamente hacia ellos su amiga la tortuga. Era increíble. ¿Cómo habría sido posible? El niño de repente la vio y se estremeció. Miró a su padre conmovido y le suplicó: ¿La matamos? Esta historia siempre me ha hecho reír y al mismo tiempo me ha impresionado. ¿Qué quiere decir esa pregunta que resuena como un estallido en el alma del niño? ¿Cómo puede querer matar ahora a la tortuga a la que tanto había amado? ¿Cómo puede cambiar tanto el corazón humano? ¿Cómo puedo llegar a desear matar la tortuga que antes amaba? La tortuga representa esos sueños que he tenido un día. Esos sueños que me han hecho vibrar y me han emocionado. De repente ese sueño muere por alguna u otra razón. Yo lloro ante esa pérdida imprevisible. La tristeza me embarga. Siento que se acaba el mundo de repente. Pero en ese momento surge otra cosa, algo nuevo que despierta de golpe todas mis ilusiones de niño. Corro hacia aquello que es nuevo y que ahora me emociona tanto. Pienso que esto es mucho mejor que lo anterior y la tortuga empieza a desvanecerse de mis recuerdos. Y casi como que olvido su existencia en mi vida pasada. En ese momento solo pienso en lo nuevo que tengo entre mis manos. Me parece que eso es lo realmente importante, lo que vale la pena. Acepto la pérdida y me alegro con la ganancia. Entiendo que la tortuga es parte de mi pasado, de mi historia, y acepto con alegría la nueva etapa que tengo ante mis ojos. Este cuento me hace pensar que en ocasiones me obsesiono por cosas que quizá no sean tan importantes. En el presente parece que es lo único que existe. Cuando dejo de tenerlo cerca o lo pierdo, me doy cuenta de que a lo mejor no era tan fundamental en mi vida. He podido vivir sin ello, más aún he podido ser incluso más feliz. La pregunta lanzada a su padre está encuadrada en la lógica de un niño que de repente ahora se emociona con algo mejor de lo que antes tenía. Pienso que se aplica también en mi mente de adulto que elige los bienes de los que se enamora, acepta la realidad como es, ve a la pérdida y la sufre, y vuelve a enamorarse del presente. Matar a la tortuga, tiene que ver con dejar ir, dejar pasar, avanzar y no atarme a lo que se me escapa, a lo que voy a perder. Tiene que ver con empezar a vivir de nuevo sin anclarme en lo que ya ha pasado. Cuando le doy el sí a la pérdida y acepto como es aquello que me toca vivir ahora. Es posible entonces pedir que muera la tortuga. Porque ya la he entregado, he renunciado a ella. Ya me he despedido de aquello a lo que estaba adaptado. Aquello que me pertenecía y era mío. Aquello que me emocionaba y amaba al mismo tiempo. He dado el sí a la posibilidad de dejar de poseerlo para siempre. Ya lo entregué, ya renuncié, ya lo sacrifiqué. Con mucho dolor acepto la realidad como es y por lo tanto matar a la tortuga tiene un sentido. Aunque duela sé que puedo ser más libre, ya estoy más capacitado para amar algo distinto, para crecer y caminar hacia delante, para echar nuevas raíces, para sembrar nuevas ilusiones y nuevos sueños, que me hagan elevarme por encima de mi pobreza. Matar a la tortuga tiene sentido como un paso más en mi maduración como persona. Cuando acepto las cosas como son y no vivo aferrado a realidades que ya no existen. Cuando construyo nuevos sueños sobre los cimientos de los sueños caídos. Y en lugar de amargarme pensando que el pasado era lo mejor que tenía, sonrío mirando al futuro. Cuando resurjo de mis propias cenizas y construyó una nueva realidad, sabiendo que lo pasado y lo perdido es parte de mi historia. Amo lo que tuve y amo lo que tendré. No dejo de amar. Esa es la consigna. No olvido lo que he vivido, lo guardo en el corazón. Pero sigo caminando y albergando nuevos sueños en el alma. Nuevos recuerdos cimentados en lo más profundo de mi ser. Nunca olvidaré lo que he vivido. Y no dejaré espacio para la melancolía que me puede impedir soñar con cosas nuevas. Miraré con optimismo el mañana y con misericordia el ayer. Aceptaré los errores cometidos y trataré de enmendarlos al pensar en el futuro.

El hombre justo del que hoy escucho hablar es Jesús: «El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos». El justo verá la salvación, experimentará la misericordia. Hoy en el salmo rezo: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti». Yo espero en la misericordia de Dios, en su amor infinito. Espero en Él y confío. Al fin y al cabo, como leía el otro día: «Toda la sabiduría humana estará en estas dos palabras: Esperar y confiar»[5]. La sabiduría del hombre sabio tiene que ver con esta actitud de vida. Saber esperar, confiar en el amor de Dios que conduce mi vida. No precipitarme en mis decisiones, no apresurarme. ¿Dónde se encuentra la paciencia que hace falta para saber esperar? Dudo tanto. Me gustaría aguardar, esperar el momento adecuado. Yo mido y calculo y me impaciento. Al mismo tiempo necesito ser valiente y tomar decisiones que me saquen de mi comodidad y de mi confort. Comenta Jim Carrey: «La vida es para arriesgarse, porque sin riesgos no hay crecimiento. Los desafíos y la desesperación nos enseñan las lecciones más importantes y nos hacen más fuertes e interesantes». Saber esperar y saber actuar. Para actuar o para dejar de hacerlo necesito ser una persona paciente y tranquila. Guardar la calma en el alma y saber que el momento vendrá en el que tendré más certezas y seguridades. Y aun así no dejaré que el miedo me impida ponerme en movimiento. ¿Cómo se conjugan la paciencia, el saber esperar y confiar con la capacidad para tomar decisiones importantes? Habrá momentos en los que tendré que decir que sí y dar un paso al frente. Habrá otras ocasiones en las que será necesario retroceder, dejar de hacer y aguardar a que llegue otra oportunidad más propicia. «La paciencia es el arma más poderosa del ser humano»[6]. No siempre diré lo que pienso. No me precipitaré en el juicio sobre las personas, ni sobre los acontecimientos. En ocasiones juzgo a partir de la apariencia, de lo que veo sin profundizar demasiado. Y cometo errores apresurándome a juzgar a los demás. Misericordia, escucho. Mirar con compasión a mi hermano. Dejar pasar muchas cosas y no querer cambiar a las personas. Es tan difícil no albergar ese deseo en el alma. No me hace bien desearlo. Mi hermano es como es y sólo puedo aspirar a que mi amor lo haga mejor persona. Comentaba también Jim Carrey: «Posiblemente lo mejor que puedes obtener de una relación es estar con alguien que te anime a ser la mejor versión de ti. El amor auténtico no trata de cambiarnos, sino de inspirarnos a ser mejores. Siempre he creído que debes elegir el amor sobre el miedo, sin permitir que el miedo controle tu corazón». Aceptar la realidad como es me da paz. Me reconcilio con mi presente. Beso lo que veo, lo que toco. Acepto que las cosas son de una determinada forma. Con paciencia espero el momento y confío siempre. Dios tiene un camino para mí y me aguarda. Dejo el miedo a un lado y trato de amar al otro para que sea mejor persona. Sin querer cambiar lo que no se puede cambiar en su persona. Veo a tantas personas frustradas porque los demás no cambian. No van a hacerlo. Es imposible, no pueden. Si pretendo que el mundo cambie para ser feliz. O sueño con que las cosas sean de una determinada manera para ponerme en marcha. Tal vez nunca suceda lo que espero. O puede que la vida me dé sorpresas en el camino: «El destino tiene un extraño sentido del humor, nos da lo que creemos merecer, pero no siempre en la forma que esperamos»[7]. Confío en ese Dios que conduce mi vida. Me ama, me ha elegido desde el comienzo de mi vida, tiene un plan para mi vida. Me va a dar lo que necesito cuando llegue el momento, a su manera. No quiero desesperar. No quiero hundirme. Puedo dar mucho más de mí. Puedo subir a las cumbres más altas. Puedo, si espero, si confío, si aguardo el momento propicio. Solo entonces me levantaré de nuevo y emprenderé mi carrera. Con alegría, sabiendo que la vida no es tal y como se aparece ante mis ojos. Cambian las circunstancias. Cambia mi corazón. Pero sé que si aguardo a Dios en el camino me responderá cuando llegue el momento y esté preparado para ser feliz de verdad, para cuando pueda ser pleno. Me gusta escuchar la voz de Dios en mi alma pidiéndome paciencia, paz, confianza. El amor de Dios se derrama en mi vida como esa misericordia que me saca de mi dolor.

Siempre me he imaginado la escena de los hijos de Zebedeo: «En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: – Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir. Les preguntó: – ¿Qué queréis que haga por vosotros? Contestaron: – Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Otro evangelista pone esta pregunta en los labios de su madre. Es ella la que intercede por ellos para conseguir el favor de Jesús. En realidad las dos posibilidades son iguales. Hay un deseo en el corazón de los discípulos. En otro evangelio un hombre le pregunta a Jesús qué tiene que hacer para alcanzar el cielo. Ahora dos de sus discípulos amados, que lo han dejado todo por Él, le piden sentarse en su gloria a su lado. Desean los mejores lugares en su reino, los de más influencia. ¡Qué inmaduro es el corazón humano! Un hombre no quiere seguir a Jesús porque le cuesta romper con sus bienes. Dos hombres amados por Jesús sólo piensan en la recompensa a todos sus esfuerzos. Quieren ser importantes en su reino, uno a la derecha y otro a la izquierda. Hay mucha vanidad en mi propio corazón. Yo también busco los lugares importantes, los influyentes. Quiero que me valoren y tomen en cuenta. Creo que el corazón humano al nacer lo hace con una herida profunda de valor. Y por eso luego el hombre camina buscando ser valorado por todos, aceptado en todas las circunstancias de su vida, amado en todo lo que haga y emprenda. No puede tolerar el corazón humano el anonimato, la soledad, el olvido, la oscuridad. Pienso en mi propia vida y en mi búsqueda enfermiza de valor. Que me tomen en cuenta, que me pregunten, que me consulten, que me valoren. Que destaquen lo bien que hago las cosas. Lo importante que es que me digan que lo estoy haciendo bien. ¿Y si después de entregar la vida nadie me agradece por el esfuerzo? ¿Y si nadie conoce todo aquello a lo que he estado dispuesto a renunciar por amor? Dolor, angustia, miedo. Se me escapa la vida entre los dedos. Y no recibo la aprobación en todo lo que hago. Dicen que el like en Instagram nació como una forma de valorar lo que los demás hacían y así hacer que esa persona se sintiera valorada. La aprobación de mi like subiría su autoestima. Lo que no se calculó entonces es todo el daño que la no aprobación de lo que subo en Instagram podría traer a los usuarios de esta plataforma. Una foto que nadie valora, nadie aprecia, nadie aprueba. Busco entonces poner más fotos para conseguir más likes y conseguir así una felicidad muy pasajera. En el deporte una derrota puede traer una profunda tristeza al alma. Como si esa derrota definiera toda mi vida, no ya todo un año de esfuerzo, sino toda mi vida de sacrificio. Al analizar la larga carrera de Rafael Nadal como tenista se ve que ha ganado solamente el 54% de todos los puntos disputados. Miles de puntos y de tantos puntos sólo ganó poco más de la mitad. Es decir que casi de cada dos puntos perdía uno. En ocasiones se juzga a un deportista o a un profesional por el desarrollo en unos meses o en un año. Sin tomar en cuenta que la carrera de la vida es muy larga y tiene muchos años. A veces me hundo ante un pequeño contratiempo y dejo de valorarme y quererme. No valgo, pienso, porque perdí un punto, un partido, una temporada. No es tan fácil salir adelante cuando todo se pone negro en un determinado momento, cuando parece que todo se viene abajo y se derrumba. Si no recibo la aprobación de los que amo siempre y haga lo que haga, podré deprimirme y dejar de sonreír. Y al mismo tiempo el no sentirme valorado me hará no sentirme amado. Y me bloquearé en mi vinculación con Dios. Decía el P. Kentenich: «Cuando no he experimentado una sana conciencia de valor frente a otras personas, es siempre muy difícil que la experimente de forma inmediata frente a Dios»[8]. Si los hombres no me valoran, no me aprecian, parece imposible que lo pueda hacer Dios a quien no veo. Santiago y Juan desean en realidad que Jesús los ame más que a ninguno de sus discípulos. Que valore su aporte y considere la importancia de su misión. Valen más que el resto, eso quieren oírlo en sus labios. Desean ser los primeros, los preferidos, más valorados que otros. Tienen la misma herida que yo. ¿Cuántos likes necesito para ser feliz? ¿Cuánta aprobación busco en todo lo que hago? Un tenista muy bueno, muy exitoso en su carrera, es consciente de que pierde un punto de cada dos. Es muchísimo, pierde muchos puntos, muchos partidos, muchos torneos. Y aun así, en medio de la derrota y el olvido de los demás, el menosprecio de sus compañeros puede ser feliz. Estoy llamado a ser feliz en medio de las derrotas y de los desprecios. Si mi obsesión son los primeros lugares tendré que preguntarme si mi corazón está realmente en paz. No puedo vivir acumulando méritos que justifiquen mi vida. Como si dependiera de un juicio global del mundo sobre mi persona. ¿Cuántas personas tienen que estar de acuerdo con lo que he decidido para tener paz? ¿Cuánta aprobación y aplausos necesito para sonreír y aceptar la vida que tengo? No es necesario que el mundo me apruebe para que mi vida valga. No tengo que vivir juntando méritos. Dios me quiere como soy. Gane o pierda.

Ellos piden y Jesús responde. Él les hace a su vez con una pregunta: «Jesús replicó: – No sabéis lo que pedís, ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber, o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?». ¿Realmente sabrían de qué estaban hablando ellos al pedir tal cosa? No, sin duda. Y menos aún sabían cuál era el cáliz y el bautismo del que les hablaba Jesús. Decir que están dispuestos es mucho pero no saben nada: «Contestaron: – Podemos». Sienten que pueden beber el cáliz, que son capaces, que podrán superar las tentaciones y vencer esos momentos en los que se debiliten sus fuerzas. Lo saben, lo intuyen, podrán. El cáliz se interpreta como los sufrimientos que conlleva la vida en esta tierra. Cuando veo el cáliz me uno a Jesús y acepto la voluntad de Dios en mi vida. En realidad no tengo que buscar cruces especiales ni imaginar sacrificios que puedan venir. Los sufrimientos me acompañan siempre. Son los sufrimientos propios de esta vida limitada en la que el corazón permanece insatisfecho anhelando el cielo. Nada sacia el corazón del todo en esta tierra. Estoy dispuesto a beber el cáliz, quiero darle el sí a lo que veo ante mis ojos, a lo que escucho y siento. En realidad los discípulos no son conscientes en ese momento de la magnitud de la misión en la que se embarcan. No saben lo que le va a suceder a Jesús ni tampoco lo que sucederá más tarde. Ellos sabían que seguir a Jesús podría ser exigente, desafiante, que no tenía dónde reclinar la cabeza. Pero no piensan en la cruz, ni en la muerte, ni en la vida después de la muerte. Ese cáliz que se aparece ante sus ojos tiene otro contenido. Luego sí irán abriéndose a lo que sucede y acabarán siendo capaces de beberlo todo. El cáliz no será el que esperaban, ni el bautismo de sangre que va a vivir Jesús. Pero serán mártires y darán su vida siguiendo a Jesús hasta el extremo. Seguramente en ese momento ya no sería relevante sentarse a un lado o a otro de Jesús. Ya no pensarían en esas vanidades del mundo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado». Sus pretensiones no pasan desapercibidas para los otros discípulos. Y surge entonces la envidia y el malestar en todo el grupo, nace la rabia contra ellos: «Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan». No quiero perder y compito, busco los primeros puestos y no quiero que nadie se adelante a mí exigiendo lo mismo que yo anhelo. Tal vez los demás discípulos, en mayor o menor medida, pensaban como Juan y Santiago y deseaban lo mismo. Es todo tan humano. Les molestaba su prepotencia, que le pidieran a Jesús estar en los primeros puestos. Envidia, rabia, ira, enojo, división. Es verdad que luego todos serán capaces de dar la vida. Morirán mártires y no sé en qué lugar en el cielo estarán. Eso poco les importará llegado el momento. Pero ahora me molesta el deseo de algunos que parecen querer arrebatarme aquello a lo que yo creo tener derecho. Lucho por el poder, por mi bienestar, por mi parte en la herencia prometida. No quiero que me priven de mis derechos. Así es en mi cabeza porque en el reino de Jesús cambian las categorías. Allí todo se interpreta de forma diferente. El reino de Dios es el reino de la paz, de la humildad, de las mil paradojas: «Jesús, llamándolos, les dijo: – Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». El servicio es el verdadero poder del cristiano. El primero que sea el último. El dueño de todo que sea el esclavo. El que sirve es el que ocupará los primeros lugares en el reino de Dios. Será el que llegue al cielo revestido de la pobreza, de la humildad. Son paradojas que no acabo de entender. Porque en este mundo el que manda no suele servir, busca que le sirvan. El que se impone por la fuerza, no es humilde. El que ocupa los primeros lugares no le cede su espacio de poder a los que no pueden nada. Sin duda el camino de Jesús es el que me salva. Humildad, pobreza, pequeñez, generosidad, entrega. Hoy escucho: «Comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno». El trono de ese reino está ocupado por Dios Padre que me mira conmovido. Quiere abrazarme y está a la espera lleno de misericordia. Basta con que yo me entregue y Él me levantará por encima de mis sufrimientos para darme la vida verdadera. Me hago pequeño y humilde. El servidor de todos para ser un día ensalzado por Dios.

[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos

[4] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos

[5] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo

[6] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo

[7] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo

[8] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor