Domingo XXIV Tiempo ordinario
Isaías 50, 5-9a; Santiago 2, 14-18; Marcos 8, 27-35
«Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará»
15 septiembre 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«Sé que su amor es tan grande que no tengo que vivir con miedo ninguna de las cruces que esté viviendo. Una sonrisa, es lo que me pide, sólo eso, que sonría»
¿Cómo se hace para solucionar los conflictos que surgen en mi vida? ¿Cómo consigo sembrar paz en lugar de la guerra, unidad en lugar de desunión, alegría en lugar de tristeza, esperanza en lugar de desánimo? ¿Cómo entro en contacto con aquel que no desea estar conmigo? ¿Cómo calmo la ira del que me odia y me grita? ¿Cómo logro superar mi envidia y mi rencor para mirar con ojos llenos de paz a quien me enfrenta? Los conflictos me desbordan. Y no soy capaz de enfrentarme a ellos. Giro con miedo sobre mí mismo incapaz de encarar la vida, de aceptar la realidad y luchar por cambiarla. Quisiera ser capaz de empatizar con mi hermano. Comprenderlo, saber cómo es y entender de dónde viene su rabia, su malestar, su tristeza, su dolor más hondo. Mirar el corazón y no quedarme en la apariencia. Las reacciones de los demás no siempre son contra mí. Nacen de un corazón herido que no es capaz de mirar su vida con objetividad. Lo primero es entender de dónde viene el conflicto. Descubrir las causas que provocan mi malestar o el de mi hermano. Ir al problema de fondo de donde nace todo. ¿De dónde viene la rabia que siento? ¿Cómo nacen los sentimientos que me invaden? Saber por qué reacciono de una determinada manera me ayuda a comprender lo que está pasando en mi corazón y en la vida de los demás. Sé que a veces descargo en el otro mi frustración, mi decepción, el dolor de mi propia derrota. Golpeo con rabia al inocente, al que no es responsable de lo que estoy sintiendo. Una vez que sé de dónde viene lo que siento, intentaré apartar mi rabia de los demás y me centraré en mi problema. Los demás no son los culpables de lo que a mí me pasa. Las emociones están en mí y vienen provocadas por pensamientos que no me hacen bien. Trato de desmontar ese mecanismo que me llena de rabia. Una vez que he reconocido la razón de mi malestar intento acercarme a aquel con el que estoy en conflicto para intentar solucionarlo. Lo primero que hago es escuchar con atención y respeto. Es un arte detenerme delante del otro para escuchar lo que siente, lo que le duele, la razón de su dolor. Escuchar es un arte que quiero practicar con más frecuencia. Me da miedo enfrentarme con quien tiene rabia. Por eso tengo la tentación de evadir los problemas. Huyo hacia delante. Paso de largo frente a los conflictos. Hace falta mucha madurez para enfrentarlos. ¿Qué te sucede? ¿Por qué tienes rabia? Hay que tener mucha altura para enfrentar los problemas. Aceptar las críticas que tengan contra mí. No justificarme cada vez que alguien me hace ver mi pobreza, mis límites, mis errores. Quiero reconocer que no lo hago todo bien aun siendo eso lo que más deseo es el camino para crecer. Mi punto de partida es mi fragilidad. Vivir sin conflictos es imposible. Pero es necesario enfrentarlos. No quiero huir de ellos por miedo. Necesito aprender a escuchar, a reconocer, a aceptar. Y marcar pasos a dar para mejorar la relación con esa persona que está en conflicto conmigo. O conseguir la paz ante aquellos con los que me siento en guerra. Y perdonar. ¡Qué difícil es el perdón desde dentro! Es necesario perdonar porque sin perdón no es posible solucionar ningún conflicto. Perdonar a mi hermano por sus reacciones que me han dolido, por sus palabras, por sus gestos y omisiones, por el mal que me ha ocasionado. Aceptar sus disculpas si las da y sus silencios cuando calla y me evita. Necesito aceptar también que no sea capaz de pedirme perdón. Yo lo perdono. No por liberarlo de su culpa, ese no es mi problema. Sino por egoísmo. A mí me hace bien vivir sin rencor, reconciliado con los que me rodean, en paz, perdonando. Acepto así la realidad como es y a los demás como son. Acepto que pueden equivocarse y que tal vez lo han hecho conmigo. No me turbo. No vivo en guerra. Dejo que brote la paz de mi alma. Comprendo que no siempre lograré perdonar. El olvido nunca llega. El perdón logra que los sentimientos no sean tan fuertes, que no me sienta tan mal al pensar en esa persona o al cruzarme con ella. Aceptaré que quizás ella no se acuerde del daño que me hizo. Puede que no tenga nada que perdonarme a mí. Simplemente me hizo daño. Puede que por negligencia, sin mala intención, pero me dolió. Perdono para que ese conflicto no nos separe y enturbie nuestro futuro. Solucionar conflictos es un arte. No siempre lo lograré, pero siempre pondré el empeño y lucharé para que sea posible.
A veces siento que reacciono frente a la realidad. Simplemente respondo a las preguntas que me hacen. Como si la vida se jugara en esos momentos en los que tengo que decidir algo. En ese instante en el que puedo hacer algo o no hacerlo, dejarlo pasar o aceptar el reto. Son momentos importantes de los que es necesario tomar decisiones. No es tan fácil. Me gustaría ser yo actor de mi vida y no simplemente uno que reacciona. Decidir qué hago ahora en presente mirando hacia delante con mucha confianza. No tengo respuestas para todas las preguntas. No tengo certezas sobre todo lo que sucede. No siempre tomo la decisión correcta. Tengo sólo opiniones, unas buenas y otras malas. A veces elijo las buenas y aun así no siempre resulta bien lo que propongo. Pretendo cambiar el mundo entero. Pero tengo claro que si no lo intento me quedaré insatisfecho. Leía el otro día: «Aunque no puede salvar el mundo, siga intentándolo de cualquier manera que le sea posible»[1]. De cualquier manera puedo continuar mi vida. Elegir lo que me hace pleno. Dejar a un lado lo que me quita la paz. No siempre tendré en mis manos la solución correcta. Habrá momentos difíciles en los que las dudas me turbarán por completo. En esos momentos no sabré qué hacer. No sabré tampoco qué es lo correcto. O qué es lo que Dios quiere. Sentiré una presión en el pecho, algo así como eso que llaman ansiedad. Temblaré de la cabeza los pies, incapaz de asumir al riesgo. Puede que salga todo mal. Puede que no resulte como esperaba. O puede que me salpique el mal a mi alrededor, por aquello que hice o no hice. Sé que en esos instantes estoy yo solo ante Dios. Él y yo, cara cara, mirando hacia delante. Está a mi lado diciéndome que no puedo vivir con miedo. ¿Acaso es posible caminar sin miedo? No lo creo. Cada vez que lo intento surge el miedo. Cualquier decisión es difícil. Un camino u otro. No hay camino fácil. Elegir bien no es tan sencillo. Menos aún que todos estén de acuerdo con lo que he decidido. Imposible. Ante mí se dibuja un mar revuelto en tempestades. ¿Será posible caminar sobre las olas? Es la sensación tangible de que la profundidad da más miedo que la altura. ¿Se podrá respirar bajo el agua en el fondo del mar? No creo. Mientras tanto camino por la orilla, pensando en tantas cosas que no controlo. Tantos deseos que queman en el alma. Tantas historias que no han acabado. Tantos caminos que no he recorrido. Y otros tantos hollados que forman parte de mi historia pasada. De mí mismo. Sé que no puedo desechar el vértigo. Ni reprimir la angustia. Ni solventar todos los problemas pretendiendo que nada me importa. Claro que duele el alma cada día, cada hora. Y aun así tengo esa paz tranquila de los que han puesto su confianza en lo alto del cielo. ¿Acaso no es más fácil abandonar que seguir adelante? Sin más dejarlo todo. Aunque hay que ser valiente para hacerlo. Dejar lo que me ata, dejar lo que me duele, dejar la cruz a un lado y seguir adelante sin cruz, parece sencillo. Pero luego me duele el alma y uno tiene la sensación de que no está haciendo lo correcto o mejor dicho lo que Dios quiere. No quiero que nadie decida por mí. Yo decido. Yo tengo mi vida en mis manos. Yo le entrego a Dios mis días. Y sé que la tomará porque soy su hijo y me quiere con locura. ¿Por qué tengo miedo entonces caminando por esta orilla? No hace falta mirar hacia atrás para saber que Él siempre ha caminado conmigo. Veo unas huellas junto a las mías y en algunos lugares solo veo unas huellas, serán las suyas. Hago de tripas corazón y continúo caminando. Habrá momentos más difíciles y otros más fáciles. Eso seguro. Mientras tanto no hay que confundirse. Las decisiones vendrán solas de la mano de Dios, que para eso me ha creado. Me he confundido en ocasiones, pensando que la decisión correcta era la más difícil y otras veces creyendo que yo era capaz de salvar el mundo. Me he confundido y me he quemado en ese intento bueno por llegar a las alturas. Quiero descansar en esa mano amiga que me sostiene, en ese abrazo hondo donde recobro la paz y el resuello. Creo en ese amigo que contiene mi confusión y me hace sentir que le pertenezco por entero. He abrazado muchas veces y me he dejado abrazar. Así lo hizo Jesús en su vida terrena cuando pasó haciendo el bien y lo sigue haciendo ahora abrazándome por la espalda. No me suelta y no me deja caer, no me deja perdido en medio de mis bosques, no me abandona. Tengo la sensación de que todo está por decidir y al mismo tiempo, creo que todo está decidido. No me asusta acabar mis días ahora mismo y al mismo tiempo no me importa vivir tantos años como Dios quiera. Solo sé que quiero vivir con conciencia plena, sabiendo que es Él quien sostiene mi vida. He notado su mano sobre mi hombro, confortando mis miedos, levantando mi ánimo. He palpado su amor a manos llenas, y me he creído más cerca de su misericordia cada día.
La gran enfermedad que veo a mi alrededor es la soledad no deseada. El desamor que muchos sufren. El desprecio que rompe el alma. Porque quise amar y ser amado y recibí odio, indiferencia, olvido a cambio de mi entrega. Y quise ser amado, tomado en cuenta, y fue imposible. No sé cómo se sana esa herida de soledad. Cuando más busco que me quieran y tomen en cuenta menos amor recibo. Lo exijo y no sucede nada. No consigo romper el corazón de mi hermano para que me quiera. Respeto sus tiempos, eso me digo, y no pasa nada. Quiero ser paciente y nada sucede. En mi forma de mirar la realidad y a los demás mi pasado pesa mucho. Tal vez las heridas sufridas me han dejado roto. El otro día leía: «Lo sucedido no puede olvidarse ni cambiarse jamás. Pero, con el tiempo, he aprendido que puedo decidir cómo reaccionar ante el pasado. Puedo sentirme desgraciada o esperanzada. Puedo sentirme deprimida o feliz. Siempre tenemos la posibilidad de decidir, la posibilidad de tener el control. He aprendido a decirme a mí misma, una y otra vez, hasta que la sensación de pánico empieza a remitir, que «estoy aquí. Esto es ahora»[2]. El drama que vivo, el que observo, me supera. El propio drama de mi historia pasada. Vuelvo a empezar, estoy aquí y el ahora es lo que de verdad importa. Para poder reescribir mi historia, para poder cambiar mi mundo interior y ese otro exterior que tanto me afecta. ¿Cómo puedo amar si nunca me he sentido amado tal como soy, sin que nadie quisiera cambiarme? Uno da lo que tiene. A veces lo que Dios le da, siendo solo unas manos vacías abiertas al necesitado. Si lograra cambiar mi mirada para ver más y mejor a los que me rodean. Si pudiera mirar siempre con misericordia al que me trata con desprecio y se muestra indiferente viendo mi dolor. Si consiguiera empatizar con el que más sufre y dejara de compadecerme por mi suerte. Si me abriera al dolor de otros ocultando el mío que es menos importante. hH aprendido que solo cuando dejo de pensar en lo que yo necesito me abro a los demás y acojo sus necesidades. Solo cuando relativizo mi punto de vista comprendo al que piensa distinto y tomo en cuenta su forma de pensar. Solo cuando renuncio a mis deseos por amor a mi hermano cambia algo en mi mundo. Solo cuando me dejo cambiar por Dios suceden pequeños milagros en mi vida. La compasión me lleva a construir puentes que llegan al que más necesita. No levanto muros que son tan incómodos y crean tantos odios y distancias. ¿Cómo voy a cambiar ese mundo que me rodea si llevo toda mi vida intentando mejorar yo mismo sin éxito? Me doy de bruces con la realidad gris de mi mediocridad. ¿Podrán Dios y María hacer milagros? Me lo han prometido, me han pedido que confíe y no lo logro. No me abro al misterio de mi hermano. Me creo en posesión de la verdad. Mi punto de vista genera abismos que me separan de mis hermanos. Abro en el horizonte una realidad nueva con mis propias manos. Quisiera vencer el mal a fuerza de bien. No sé bien cómo puede enriquecerme el que no piensa como yo. Están equivocados, grito sin que salga mi voz. No poseen la verdad y yo sí. No permito que sus puntos de vista me envenenen. Aparto al que es distinto, al que tiene otras experiencias, al que no va a compartir nunca mi forma de ver las cosas. Parece tan fácil crear una comunidad unida. Y yo siento que la única forma de lograrlo es la uniformidad. Digo que no con los labios pero no lo veo así en mi corazón. Amo a los que me aplauden y están de acuerdo conmigo. Admiro a los que expresan mis ideas mejor que yo, con palabras más bonitas. Me siento en casa con los que dan vueltas a mis mismos pensamientos, suavizando las respuestas a todos los desafíos que me plantea este mundo enfermo. Quiero que nadie discrepe, porque acoger a todos es un trabajo demasiado grande. Pienso en mis heridas tan distintas a las de mi hermano. Pero en el fondo existe una misma sed, una misma hambre, un mismo deseo de plenitud y felicidad. Todos tienen mi anhelo de ser amado, de encontrar una comunidad en la que ser felices y sentirse aceptados como en una familia. Un lugar en el que pueda ser yo mismo sin sentirme rechazado. Un grupo de personas que me valoren en mi ser, sin juzgarme y sin querer cambiarme. No es tan sencillo mirar así la vida. Es difícil amar a quien me lo exige y responder con amor al que me hiere con sus palabras y sus gritos. No sé cómo se construye un mundo mejor cuando el mío todavía se encuentra en construcción. Estando yo herido me piden sanar heridos. Estando yo roto me instan a recomponer a los que parecen mucho más rotos que yo. Quisiera encontrar paz en todo lo que hago y no siempre es posible. Amar sin esperar reconocimiento. Ser humilde cuando doy y ser valiente para entregar todo lo que llevo en mi alma. Yo puedo cambiar el presente con pequeñas o grandes acciones. De lo que yo dé y haga dependen muchas cosas. No me da miedo arriesgarme y salir de mi comodidad para amar sin barreras a los que más lo necesitan.
Está claro que la fe es un don que se me regala. No puedo forzar la fe en nadie, tampoco en mí. ¿De dónde brota esa fe que poseo? Creo en aquella persona que me ha amado primero. Aquel que me ha buscado, ha creído en mí y ha confiado en mis capacidades. Sé que ese amor recibido me hace creer. Así creí en mis padres y en todo lo que me decían cuando era niño. Una fe fundada en el amor es siempre más firme. Esa fe es sólida, como la que puede surgir entre los esposos en un matrimonio. Se aman y creen el uno en el otro, confían siempre, no dudan. Puede debilitarse la fe cuando uno de los dos traiciona la confianza o cuando el amor se debilita. Y como un veneno se introduce en el alma la desconfianza. Dejo de creer en ti, dejo de confiar, dejo de sentir que tu vida es verdadera. Esa fe en el hombre es muy importante. Cuando creo en ti logro que saques tu mejor versión. Creo en tus capacidades, en tus talentos, en tus dones. Creo en todo lo que eres, y, más aún, en todo lo que puedes llegar a ser. Creo en el poder escondido en tu alma. Creo en la verdad de tu vida. Creo en que lo que haces no siempre es lo que querías hacer y lo que dices no siempre se corresponde con lo que piensas. Creo aunque me falles y defraudes. Creo aunque tu amor hacia mí no sea tan grande como el mío. Creo porque la fe me fortalece a mí, eso es curioso. Cuanta más fe tengo más sólida es mi vida. Creo en el poder escondido en los demás, en su verdad, en su bondad. Me alegra poder creer en los hombres, en el bien que pueden hacer. Esa fe me hace acercarme a ese Dios en el que creo. La fe y el amor van de la mano. Cuando aumenta el amor, aumenta la fe. Cuando disminuye el amor acabo creyendo menos. Esa fe es muy importante en mi propia vida. Quiero creer en mí, confiar en mis capacidades. Puedo llegar más lejos, puedo dar mucho más de lo que ahora doy cuando confío en el potencial encerrado en mi interior. Puedo alcanzar las nubes. Puedo lograr lo que desee. Luego tal vez no sea real y no lo logre, pero al menos esa fe me pone en movimiento. Me ha permitido vencer obstáculos. Tal vez no logro todo lo que me propongo, como dicen ciertos eslóganes algo fáciles. No todo lo que deseo lo alcanzo. Lo que sí consigo siempre es crecer como persona, madurar en el esfuerzo y en la lucha, no me desanimo tan fácilmente y confío en el poder oculto dentro de mi alma. Esa mirada positiva sobre mí mismo me eleva, me da vida, me da paz y hace que llegue a ser mejor persona. Creer en el bien que llevo dentro es un gran don que le pido a Dios todos los días. Esa fe en el hombre, en mí mismo, me lleva a mirar al cielo, a lo alto, a Dios. Miro a Jesús en mi vida y quiero creer más en todo su poder. Dios me ama y me mira con misericordia. Esa mirada de Jesús es la que me salva todos los días. ¿Cómo de madura es mi fe en Jesús? Parte del amor. Porque amo a Jesús y me sé amado por Él, tengo fe. Fe que va más allá de los dogmas y creencias, de las normas y prohibiciones de la Iglesia. Va más allá de que Dios me conceda todo lo que le pido. No pierdo la fe cuando me enfermo. No dejo de creer en su amor cuando sufro. Para creer en Jesús tengo que conocerlo y la pregunta de hoy toca mi corazón: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Y Jesús añade: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Esta pregunta taladra siempre mi corazón. La fe en Jesús parte de un conocimiento. No hay amor sin conocimiento, no hay fe sin conocer a aquel en quien creo. Miro mi fe y miro a Jesús. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Dónde habita? ¿Cómo me habla, qué cosas me dice? Me detengo en silencio y miro dentro de mí, en lo más escondido. ¿Cómo se dibuja el rostro de Jesús en mi corazón? Pienso en ese Jesús que camina conmigo, sosteniéndome. Ese Jesús que va a mi lado y dice que me ama. Él cree en mí. Desde siempre ha creído en mí. Ese Jesús me mira con misericordia. Hoy exclamo como Pedro: «Pedro le contestó: – Tú eres el Mesías». Pedro ve en Jesús el rostro de Dios. Yo miro a Jesús dentro de mí y veo su rostro enamorado. Ese Jesús que es mi amigo, aquel con el que recorro mil caminos, el que me sostiene cuando dudo y me canso, cuando mi fe se debilita y tiemblo, perdiendo mi natural optimismo. Es el Jesús peregrino que me ha elegido como compañero de camino. Me dice que cree en mí y su fe me levanta. Me mira conmovido cada vez que caigo y me toma fuerte de la mano para sacarme de mis aguas donde me hundo. ¿Por qué habré dudado tantas veces? Me hace creer en la bondad de su amor y me hace pensar que puedo dar mucho más de mí mismo y ser mejor persona. No me deja solo en esos momentos en los que me siento solo. No me envía desgracias ni calamidades pero tampoco me protege de las cruces del camino que me harán más maduro y hondo y en ellas siempre estará Él a mi lado sonriendo y prometiéndome que no me va a dejar solo. Esa fe en Jesús es la que me salva cada día de la tentación del desánimo y la desesperanza. Su amor concreto. A su lado puedo llegar a decir incluso que son tiempos bonitos y llenos de vida los que están llenos de cruz y dolor. Y puedo llegar a alabarlo por estar a mi lado justo cuando más lo necesito, cuando más dudo y tiemblo. Creo en ese Jesús que es salvador, sanador, profeta, amigo y hermano. Ese Jesús que me desvela los misterios de mi propia historia para que me comprenda mejor y me acepte. Y además me permite seguir escribiendo la mejor historia de mi vida tomado de su mano. Creo en esa mirada profunda que me hace pensar que en mi interior hay más pureza y amor del que yo pensaba que existía. Miro sus ojos profundos y me reconozco en ellos. Tal vez pueda que tenga sus mismos ojos y eso me alegra. Porque me ha amado, me ha engendrado y ha puesto de mí una luz que no es mía, a Él le pertenece por entero.
La fe que tengo es una fe viva que brota de un amor más grande que el mío, un amor inmenso. Hoy escucho: «La fe, si no tiene obras, está muerta. ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: -Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: – Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe». El apóstol Santiago me habla de una fe viva. De una fe que enamora. De una fe que se vuelca en el hermano. Una fe que se pone en camino hacia el que lo necesita igual que lo hizo el buen samaritano con el hombre herido al borde del camino. Hablo con frecuencia de la importancia de tener fe. Hay tanta gente que no cree, que vive sin Dios, sin rumbo, sin paz. Me gustaría que muchos creyeran en ese Dios en el que creo. Ese Dios que camina conmigo y me muestra el sentido de mi vida. El P. Kentenich hablaba de una fe práctica centrada en la Divina Providencia. Una fe que me enseña a tomar decisiones y a saber cómo enfrentar las dificultades del camino, interpretando los más leves deseos de Dios. No está exento de cruz ni de dolor mi camino como hoy escucho en el salmo: «Amo al Señor, porque escuchó mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco. Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: – Señor, salva mi vida. El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó. Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida». Habrá momentos en mi vida duros, como los que vive una persona enferma, o aquel que ha sido abandonado por la persona amada, o aquel que ha perdido a su ser más querido. Son momentos de oscuridad, de tormenta, de huracán, de noche. Momentos en los que la fe se tambalea. Cuando me creo al punto de morir, al borde de la muerte. En esos momentos necesito tener fe y confianza en Dios, en su amor, en su vida. No soy digno de todo el amor que recibo. En medio del dolor y en medio de la alegría. Las palabras que hoy escuchan reflejan esa misma indignidad: «El Señor me abrió el oído yo no resistí ni me eché atrás ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?». Al lado de Dios todo parece más fácil. Pero me cuesta creer cuando no todo sale bien. La esperanza no brota cuando todo va bien y el mundo me sonríe. Cuando tengo éxito y todos me quieren. Cuando aplauden todas mis conquistas. La esperanza brota como un don caído del cielo cuando la confianza en lo terreno se desvanece. Todo se debilita y sólo puedo mirar al cielo y seguir creyendo. En esos momentos se me da como un don la esperanza en alcanzar aquello que no poseo. Hoy escucho a Jesús hablando de su futuro y me duele el alma: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Creo en un Dios bueno que desea el bien de sus hijos y no puedo entender el mal, la cruz, el dolor, la pérdida, la enfermedad, el fracaso, la muerte. Cuando suceden en mi vida, tiemblo. Por eso me siento muy identificado con la actitud de Pedro: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: – ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». Tal vez yo pienso como los hombres, igual que Pedro. No puedo entender que mi vida salga mal y duela, que acabe antes de tiempo y parezca que nada tiene sentido. No quiero la cruz que me hace sufrir, la evito, no deseo caer bajo su peso inmenso. Me hace falta tener más fe en la bondad de un Dios que parece no hacer nada ante el mal y se resigna a besar la cruz con humildad. Me rebelo ante la docilidad, ante la mansedumbre. Le pido a Dios esperanza y una actitud positiva ante la vida. Decía Víctor Frankl: «Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas—la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias—para decidir su propio camino». La actitud ante la vida es muy importante. No quiero desanimarme cuando nada salga como tenía planeado. No quiero perder el optimismo cuando se torne gris el horizonte y me asuste lo que tengo por delante. No quiero dejar de luchar, de confiar, de esperar contra todo esperanza. En esos momentos en los que atravieso cañadas oscuras y valles de penumbras confío. Espero que Dios haga milagros con mi vida cuando nadie más crea en mí, en lo que ha puesto en mi corazón. Me abro al Dios que me sostiene y ama cada día.
Quiero cargar con mi cruz, con lo que me toca el alma, con lo que me hiere y pesa. Hoy Jesús me lo dice muy claro: «Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: – El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará». A menudo deseo salvar mi vida y vivir bien, cómodamente, sin problemas ni preocupaciones. Quiero que todo me resulte como deseo y me vaya bien. No acepto el fracaso ni la muerte como respuesta a mis plegarias. Me pide hoy Jesús que mire la cruz con atención. ¿Cuál es esa cruz de mi vida que ahora mismo tengo que aceptar y llevar de forma serena? El que no toma su cruz y me sigue, me dice Jesús, no es digno de seguir sus pasos. El que no carga con sus dolores y sus miedos. El que no enfrenta el mal en su vida y lo acepta. Cuesta tanto aceptar las cosas cuando no se corresponden con lo que yo había soñado. La realidad duele, es siempre muy dura y llena de aristas. Cuesta mucho comprender que el final del camino no es un momento de felicidad plena. Dios me quiere con locura y desea mi bien. ¿Qué sentido tiene entonces la cruz? Siempre hay cruces en mi vida, cruces que me llevan a caminar buscando su luz. No necesariamente son demasiado pesadas. Pueden ser muchas y pequeñas. Son cruces que me duelen, me pesan un poco y me hacen caminar más despacio, más precavido, más temeroso. Quisiera liberarme de esas ataduras de muerte que no me dejan sonreír. A veces quisiera dejar esa cruz a un lado y aconsejarle a Dios como lo hace hoy Pedro. Quisiera decirle lo que debería hacer. Y empiezo mis oraciones: Todo iría mejor si… todos estaríamos más felices si… La vida sería más fácil si … y le voy poniendo a Dios todas las condiciones necesarias para vivir una vida plena en esta tierra. No puede negarse a escuchar mis súplicas, eso me digo. Él quiere que sea feliz y sin duda la cruz no me hace feliz, me duele, me desgarra, me hiere. Tendría que entenderlo. La cruz pesa demasiado como para cargar con ella sin ayuda de nadie. Me siento solo en mi cruz. ¿Dónde me está pidiendo Dios que bese la cruz de mi vida? Me siento muy pequeño. He tejido planes para mi futuro y me pide que viva sin planes, sin agenda. Hago un programa del tiempo que ha de venir y no quiero cambiar nada de lo que deseo. Tal vez me siento demasiado importante o creo que lo que yo hago nadie puede hacerlo en mi lugar. Me siento imprescindible, como si creyera que sin mí nada va a resultar. Por eso me niego a alterar mis planes y compromisos. ¿Y si lo que Dios me pide justamente es que me libere de los planes trazados? ¿Seré capaz de dejar ir aquello que deseo retener con todas mis fuerzas? Sé que puedo ser feliz en medio del camino cargando con mi cruz. Habrá cireneos que me ayuden a cargar con ella. Ángeles caídos del cielo que vendrán a darme ánimos y fuerzas cuando la carga sea demasiado pesada. Pienso en tantas cosas que temo perder si lo suelto todo, si me libero. Tengo tantas seguridades en las que me siento fuerte. Confío en el poder de la rama que me sostiene. Como si pensara que nunca se va a romper. Se me olvida algo esencial: nada es definitivo. Estoy de paso y mi vida como hijo de Dios no consiste en tener éxitos, en lograr llegar a lo alto de la cima yo solo. En eso no consiste. Es todo mucho más grande, más bello, más bonito, más inalcanzable. Pero todo es a la manera de Dios, no a la mía. Tal vez tengo que estar más dispuesto a romper mi agenda de vez en cuando. A dejar a un lado mis proyectos. A cargar la cruz que me toca enfrentar cada mañana sin dejar de sonreír un solo momento. Si no tomo mi cruz sobre mi espalda y cargo con ella y lo sigo no seré nunca discípulo suyo. Hay cruces que veo y me asustan, salgo corriendo, huyo. Hay dolores que superan mi capacidad para tolerar el sufrimiento. Sonrisa, es lo que me pide Jesús, que sonría siempre, que no deje de mirar al cielo y anclar mi vida en su corazón herido, abierto, donde me refugio. Cuando el sol brilla en mi vida y cuando todo se vuelve gris con tormentas que amenazan mi seguridad. Sonrío y creo en el poder de ese Dios que me ama con locura. Él quiere que crea en mí y en su amor infinito. Una fe con obras es lo que necesito vivir. Necesito vivir con una fe que no sea estática sino que esté viva. Deseo buscar en todo lo que me sucede el querer de Dios. Eso me da mucha paz para ponerme en movimiento y salir de mi comodidad, de mí mismo. Sé que su amor es tan grande que no tengo que vivir con miedo ninguna de las cruces que esté viviendo. Una sonrisa, es lo que me pide, sólo eso, que sonría.
[1] La última librería de Londres, Madeline Martin
[2] La bailarina de Auschwitz, Edith Eger