Daniel 7, 13-14; Apocalipsis 1, 5-8; Juan 18, 33b-37

«Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí»

24 noviembre 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Estoy llamado a sembrar un reino de la alegría. Una felicidad verdadera y honda que nadie me pueda quitar. En momentos difíciles se ve mi verdadera valía. Valgo, soy hijo de Dios, amado»

Aquí estoy en mi barca varada. Aquí en la orilla, cuando el agua se retira y la arena no me deja adentrarme en el mar. Tengo nostalgia del mar, de sus tormentas y del miedo. Nostalgia del infinito arremolinado en olas y vientos. Tengo nostalgia de vidas desparramadas en el camino y de desafíos imposibles ascendiendo una montaña. Nostalgia de sentirme útil mientras me quedo aquí, quieto, tranquilo y pensativo mirando el horizonte que se abre ante mis ojos. Doy gracias a Dios por el tiempo detenido ante mi mirada, por esta inutilidad de las horas perdidas que ya no vuelven. Hay tantas cosas que hacer, hay tantas urgencias desatendidas, tantas vidas por salvar. Se me olvida a veces que sólo Dios salva. Me he quedado sin citas, nadie me reclama. Duele esta necesidad impuesta de no tener que hacer nada. Sólo descansar, estar, pensar, ser, no hacer, meditar, quedarme quieto en la orilla. Duele no tener que producir algo para valer y ser valorado entre los hombres. Duele no poder salvar a nadie, si es que alguna vez he podido hacerlo. Pensé que yo era necesario para tantas cosas y me duele la inactividad, no hacer nada productivo por los demás, por este mundo en el que me encuentro. Duele en lo más hondo de mi alma reconocer que mi vida es prescindible y no es necesaria. Puedo no estar, no ser, no valer y no pasa nada. El mundo puede seguir girando sin mí a la velocidad que quiera, sin detenerse un instante, sin notar mi ausencia. No me necesita Dios para salvar a nadie. Eso me da paz y al mismo tiempo me despierta algo de tristeza, nostalgia la llamo, por ponerle un nombre. Aquí quieto en mi barca puedo decir que no sin sentirme culpable ante nadie. Puedo no ayudar, no estar, no socorrer a otros. Puedo no satisfacer las necesidades de los demás. Dejar sus expectativas incumplidas. Y ser feliz siendo asertivo. Tengo paz en el alma en esta barca varada en la arena de mi playa. El mar se aleja adentrándose en lo más hondo. Me quedo quieto mirando al sol, parezco una roca más, quieta, inútil, tranquila. La belleza de la inactividad, del ser, no del hacer. La inutilidad del vacío que deja el paso del tiempo en el alma. Como una brisa suave que se cuela dentro del corazón. Siento que Jesús se sube en mi barca para calmar mi sed. Para calmar mis ansias y mis miedos. Tengo paz. leía el otro día: «La belleza de no hacer nada es la meta de todo tu trabajo, el logro final por el que más te felicitan. Cuanto más exquisita y placenteramente domines el arte de no hacer nada, más alto habrás llegado en la vida. Y no necesariamente tienes que ser rico para experimentarlo»[1]. Logro no hacer nada y ser feliz, tener paz. No deseo vivir queriendo hacer cosas útiles, necesarias para la humanidad. La inutilidad de mi espera paciente en la orilla sobrecoge. La sequedad de mis actos inútiles. ¿Sólo la utilidad de lo que hago trae la felicidad? ¿Es más feliz quien es útil? ¿Y la vida orante del monje en el silencio de un monasterio? ¿Y la inutilidad aparente del ermitaño? ¿Sólo es útil el que hace cosas prácticas por los demás? ¿Salva más vida la acción que la oración? No mido la importancia de los actos, de los hechos que tienen un peso considerable. No quiero demostrarle a nadie mi valía, lo que valen mis obras, mis actos. No vale más una vida ocupada que una ociosa. Ni son más valoradas las agendas llenas que las vacías. Me quedo quieto esperando, dejando pasar el tiempo. Aguardo tranquilo a que pase la vida ante mis ojos. No me da miedo al paso del tiempo. Confío en que todo tiene un sentido en un plan misterioso de Dios que no comprendo. Por algo ha detenido mis pasos aquí, junto a este castaño de indias que va perdiendo sus hojas. Se va quedando desnudo dejando ver a través de sus ramas. Ya no da sombra, parece inútil ahí rígido, desnudo, vacío. Incapaz de justificar su existencia. Si no hubiera estaciones en el año nunca perdería sus hojas. Las pierde ahora para hacerse más fuerte en primavera. Ahora sufre el frío del invierno que pronto vendrá. Las lluvias de las que no podrá protegerse herirán su tronco. Y, quieto, estoico, fiel, permanecerá esperando otros tiempos más suaves, mejores, más cálidos. Consciente de que juega a su favor el paso de los días. No tendrá miedo a la soledad ni a la inactividad. Cada tiempo tiene su afán y su necesidad. Así quiero vivir yo ahora, tranquilo, sin prisas, calmado. El tiempo tiene sentido y vale aunque nada suceda en mi alma, aunque no pueda salvar el mundo. Aunque las batallas del océano inmenso no sean las mías. Yo sólo en mi barca en la orilla, quieto, cansado, callado. En esta arena que detiene el oleaje. Y cuando menos lo espere se subirá Jesús a mi barca. Eso es lo que necesita Él, una barca tranquila en la que poner sus pies descalzos. Y desde mi misma barca, estando yo cansado, herido, dormido, Él levantará su voz sobre los mares, sobre las tierras, para que los hombres oigan su palabra. Un estrado soy en medio de mi orilla. Una madera muerta que da vida al que vive. Una altura escasa para que la voz de Dios se eleve sobre los vientos. Basta con estar aquí callado, como muerto, inútil y yermo. Aquí sin un sentido aparente que justifique mi existencia. Como si hubiera vidas inútiles que no merecen seguir viviendo. Y otras vidas que hay que proteger porque son útiles. Sólo Dios da sentido a todas las vidas. Sólo Él me levanta sobre mi aparente inutilidad para construirme de nuevo y hacerme sentir valioso a sus ojos. Eso me basta, su mirada, oír su voz de cerca, sentir sus pies descalzos en mi alma.

Quisiera que el Reino de Dios en mi vida estuviera marcado por la alegría. Una honda alegría que procede de un corazón en paz. Una alegría serena que nadie me podrá quitar nunca. Sueño con la alegría de los niños inocentes que no tienen nada que defender, que ocultar, que esconder. La paz serena del que lo ha dado todo y no tiene nada que reprocharse. Es fácil conservar la alegría cuando todo brilla y reluce a mi alrededor. Cuando soy amado y aceptado. Cuando me miran con bondad y pasan por alto mis debilidades. En esos momentos es fácil construir el reino de la alegría, la bienaventuranza que todos quieren vivir, yo también. Porque esa alegría es la que deseo y busco. Una alegría serena del que tiene toda su vida en paz, ordenada. Allí donde se siente amado por los suyos, aceptado sin juicios ni críticas. Un mundo feliz es el que quisiera construir. Y tal vez la misión es hacer que para muchos su vida sea más feliz, más plena. Puedo lograrlo si me pongo manos a la obra, si actúo. Lo intento, lo consigo a veces. Algunos son más felices, otros no lo son. No es tan fácil lograr que los demás sean felices incluso aunque yo no lo consiga. El desafío es mantener la alegría en los momentos difíciles. Estas son las preguntas que brotan: «¿Cuál es mi objetivo en la vida? ¿Qué sentido puedo encontrar en mi sufrimiento? ¿Cómo puedo ayudarme a mí y a otros a soportar los avatares más duros de la vida y experimentar más pasión y alegría?»[2]. Para poder ayudar a otros a superar su sufrimiento y seguir sonriendo necesito haberlo vivido yo antes. Cuando soy capaz de ver la luz en la oscuridad, la puerta abierta entre muchas que se cierran. Cuando consigo que la alegría no desaparezca de mi corazón y comienzo a trabajar ante las adversidades de la vida. Decía El Dalai Lama: «Quien no considera la adversidad como algo natural, acaba buscando culpables». No puedo vivir echando la culpa a los demás por las dificultades que encuentro en el camino. Los demás no son los responsables de mis fracasos, de mis pérdidas, o de mis frustraciones. Las adversidades existen y tengo que afrontarlas con el mejor ánimo, siempre con una actitud positiva. «Los peores momentos de nuestra vida, los momentos en los que nos asedian deseos negativos que amenazan con desquiciarnos con la insostenibilidad del dolor que debemos soportar, son en realidad los momentos que nos llevan a entender nuestra valía. Es como si adquiriéramos consciencia de nosotros mismos, como un puente entre todo lo que ha sucedido y todo lo que sucederá. Adquirimos consciencia de todo lo que hemos recibido y lo que podemos decidir perpetuar o no perpetuar»[3]. En los momentos en los que no le encuentro sentido a nada de lo que me sucede sé que tengo una oportunidad ante mis ojos. Puedo dejar de luchar, dejar de confiar y hablarme en mi cabeza con mensajes negativos: Nunca saldrás adelante, no lo superarás. O puedo conservar una alegría profunda, natural, honda con una actitud confiada. Esa alegría es Dios quien la pone en mi interior. Es una alegría que me pertenece y que nadie me puede arrebatar si lucho por ello. Son oportunidades donde se manifiesta mi verdadero yo, ese yo niño, sincero, pobre, vulnerable que necesita saber que alguien más sostiene sus pasos. No estoy yo solo. La certeza de mi fe me da esperanza. Dios me va a conducir desde este lugar en el que me encuentro. Aquí, con mis límites, con mis debilidades, con mis esclavitudes. En este momento en el que la alegría se ve lejana, estoy llamado a sembrar un reino de la alegría. Una felicidad verdadera y honda que nadie me puede quitar. En esos momentos difíciles se ve mi verdadera valía. Valgo, soy hijo de Dios. Soy amado por Él en medio de mis sombras y oscuridades. Dios no me deja y me da motivos para la alegría y la esperanza. Me dice que puedo construir un mundo nuevo, mejor, en el que reinen sus sonrisa, su abrazo y su paz. Puedo dar esa alegría honda a los que estén conmigo. Cómo me comporto, cómo hablo a los que están a mi lado, a los más cercanos. No quiero perder nunca el sentido del humor. Quiero mantener la sonrisa incluso cuando voy perdiendo. No importa. Cualquier derrota es una nueva oportunidad para seguir creciendo. La felicidad viene de Dios y sólo Él puede hacerme sonreír en medio de mis lágrimas. Ese es el reino de la alegría que estoy llamado a construir de la mano de Dios. Que nazca en mi interior una serenidad que proceda solo de su mano. Acabaré con esos pensamientos negativos con los que a veces me hablo. Me trataré con bondad y compasión y me levantaré cada vez que haya caído.

Le pido al Señor que me deje vivir en su presencia. Que aleje de mí las tentaciones. Que me dé la paz que necesita el corazón para seguir viviendo. Callo. Y la noche se cierne sobre mí con sus dudas y sus miedos. Cierro los ojos para no enfrentar la oscuridad que me abruma. Detengo mis pasos y todo se aleja de mí. Desde lejos los problemas de la vida diaria parecen insignificantes. No resuelvo todos las dificultades que tengo ante mis ojos. No me angustio pensando en lo que no puedo resolver. Hay preguntas sin respuesta que a veces me atormentan. Sigo callado, caminando de la mano de un Dios al que no veo, al que sí siento. Hay muchos lugares en los que descanso y otros que despiertan mi inquietud. La vida se compone de tantas decisiones que voy tomando en medio de mi camino. Me asusta el abismo que se abre ante mis ojos. Los miedos me paralizan muchas veces. ¿Cómo levantaré la mirada en medio de tanto pesar? ¿Cómo me alegraré cuando no logre sentir la alegría en mi alma? Creo en ese Dios misteriosos que viene a mi vida a salvarme. Ese Dios que me ha creado de la nada y me ha dado paz para entregarla al mundo. Siento nostalgia de infinito y camino seguro de que seguir caminando es lo más importante que puedo hacer. No dejo de mirar a los lados buscando a quien ayudar. Creo que es más feliz el que ayuda que el que busca continuamente ser ayudado. Más feliz el que levanta su mirada buscando un horizonte lleno de esperanza. Más feliz el que no duda continuamente de las decisiones tomadas. La mejor decisión es la que pude tomar con lo que sabía, con lo que intuía, con lo que escuchaba en mi corazón. Iré donde mi corazón me lleve, aunque sé que está enfermo y no siempre seguirá los caminos de Dios. Confío en que habrá una mano misericordiosa reconduciendo mis pasos cada día. Tengo miedo de perder el tiempo abrumado por mis angustias. La soledad es el mejor antídoto para evitar caer en tentaciones mezquinas. No necesito ser reconocido por el mundo. No preciso que todos aprueben y bendigan las decisiones que voy tomando. En lo hondo de mi corazón Dios me visita. Allí donde la pureza de mi alma aún es cristalina. Allí donde me encuentro con mi verdadero yo libre ya de las apariencias y de las máscaras con las que me protejo. He decidido andar de nuevo los mismos caminos de antes. ¿Por qué tengo miedo de volver a caer? Sólo cae al final del día el que lo ha intentado. El que ha luchado hasta el extremo quedando exánime. El que lo ha dado todo sin buscarse a sí mismo. Me gustaría tener siempre una mirada pura sobre las personas. Me hacen mal las conversaciones llanas de juicios y críticas sobre los demás. Me llenan de oscuridad esas personas que resaltan siempre el pecado de los que las rodean. Quiero sembrar paz a mi alrededor con mis silencios, con mis palabras, con mis abrazos. Quiero construir un mundo nuevo en el que la paz de Dios sea una realidad continua. ¿De dónde vienen las críticas y juicios que salen de mis labios? De un corazón que no está en paz, que no perdona, que no se ha reconciliado, que no ha pedido perdón y que no ha dado la mano al enemigo. Un corazón resentido que supura resentimiento. Mira con odio al hermano y busca en él todo lo malo que pueda encontrar. Un corazón así no es un corazón puro, limpio, bueno. Quisiera vaciar mi alma de todo lo que me hace mal. Vaciarme de las inmundicias que me alejan de la meta que anhelo. Necesito encontrarme con ese Dios que me diga cada día que mi vida tiene sentido, que está justificado lo que hago, que todo lo que siento es verdadero. Leía el otro día: «Cuando cambias tu vida, no es para convertirte en el nuevo tú. Es para convertirte en el verdadero tú, el diamante único que no volverá a existir jamás y que no se podrá reemplazar. Todo lo que te ha pasado, todas las decisiones que has tomado hasta ahora, todas las formas en que has intentado lidiar con las cosas…, todo importa y todo es útil. No hace falta que hagas borrón y cuenta nueva. Sea lo que sea lo que hayas hecho, te ha llevado hasta aquí, hasta este momento»[4]. Esa reflexión me parece muy importante. No da igual lo que he hecho, no es indiferente lo que he conseguido o malogrado. Lo que de verdad importa es convertir mi mirada hacia Dios buscando su paz eterna. Todo lo que he vivido cuenta, es parte de esos cimientos sobre los que construyo mi vida nueva. Soy el mismo y diferente a la vez. Mismos cimientos y totalmente nuevos. Porque Dios hace nuevas todas las cosas, las antiguas, las más mías. Hace nuevo mi corazón para que pueda entregarme con paz. Me hace reconciliarme con la vida que llevo. Me hace vivir tranquilo y con la certeza de que su amor me reconstruye por dentro. No dejo de ser el mismo pecador de siempre. Y al mismo tiempo soy un hombre nuevo. Confío en esa luz que procede de lo más hondo de mi ser. Me da paz saber que la vida se construye desde lo más hondo de mi ser. Encontrando la paz en ese perdón que necesito cada mañana.

El Reino de Dios comienza con la llegada de Cristo. Se hizo carne para mostrarme una forma diferente de vivir y morir. Jesús es rey y su realeza confunde a los que ansían el poder: «Pilato le dijo: – Entonces, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: -Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Es un rey que busca instaurar en la tierra un reino diferente. Un reino de paz y no de guerra. Miro a mi alrededor y veo que el mundo está en llamas. Hay tanta locura en los corazones de los hombres. ¿Cómo se puede calmar ese ansia de poder que tiene el hombre? Hay tantos gobiernos corruptos. Tantos poderosos que no cuidan la paz en este mundo. Veo tanta guerra a mi alrededor que yo permito que siga existiendo en lugar de pacificar los corazones. ¿Cómo se calma el ansia de poder, de tener, de controlar, de saber? ¿Cómo calmar ese deseo de gobernar sobre todos y tener el mando sobre la vida de las personas? Es todo tan difícil. La paz brota del corazón que no desea más de lo que tiene y vive tranquilo con lo que Dios le regala. Es la actitud del que no envidia y no ambiciona lo que otros poseen. Un reino de paz en el que no hace falta un ejército para defender lo que uno posee. Sin temer los ataques de ningún enemigo. La paz viene de Dios. Él me la da al poner en mí una fuente de esperanza. No hay nada que temer. Del miedo siempre brota la violencia. Temo ser atacado y me defiendo con violencia. Trato de demostrar mi fuerza para infundir miedo en los demás. Sé que «la verdadera fuerza se demuestra en la nobleza de los actos, no en la violencia»[5]. No quiero ser violento en mis reacciones. Quiero tener paz y dar paz a los que me rodean. El Reino de Jesús, donde habitan Él y María, es un reino lleno de paz y armonía. Hay personas que tienen mucha paz. No se defienden, no agreden, no insultan, no se muestran inaccesibles. Hay otros que se defienden y no dejan mostrar su verdad. Se esconden detrás de barricadas para que nadie observe cómo son en lo más profundo de su alma. Hoy escucho una lectura del Apocalipsis: «Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará». Un reino que trae la paz incuestionable. En este mundo los poderosos se imponen con su poder y violencia sobre los débiles. No dejan que ellos hagan valer su fuerza. Los poderosos no respetan a los débiles, no muestran misericordia, no son compasivos. El que ganó las elecciones quiere mostrar su poder. Y no siempre querrá que acaben todas las guerras. Defender la propia posición exige violencia, demostrar la propia fuerza. Jesús me habla de un reino de paz que yo puedo instaurar pero me asegura que no es de este mundo. No está aquí en medio de los hombres. No es como ese reino de paz que yo anhelo en mi corazón. Quiero que reine la paz dentro de mí. Quiero que haya más paz y no lo consigo. Vivo dividido en mi propio corazón deseando bienes que me quitan la paz verdadera. No me tranquilizo con lo que ya poseo. No vivo confiado pensando en el bien que Dios ha hecho en mi vida. Me lleno de rencores y el deseo de venganza anida en mi corazón. De nuevo el deseo de responder con violencia a la violencia recibida. Me gritan y yo grito, me insultan y yo insulto. Hablan mal de mí y yo hablo mal de otros. Me persiguen y yo persigo. Exijo que me traten bien cuando yo no trato bien a los demás. «El Señor reina, vestido de majestad. El Señor, vestido y ceñido de poder. Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno. Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término». Un reino de paz y de luz donde Cristo reine y traiga la paz verdadera. Una paz que no corra ningún peligro. Pienso en mis actitudes profundas. La envidia, el rencor, el deseo insatisfecho, la incapacidad para ver mi propia fragilidad y aceptarla. La insatisfacción continua que me hace vivir en tensión, peleando con mi hermano. Exigiendo, gritando, queriendo imponer mi voluntad por encima de los demás. Abusando del poder que Dios me ha dado. Quiero que Dios pacifique mi corazón para que acepte la vida como es y no me llene de rabia ni de ira. Quiero que Jesús reine dentro de mí para pacificar mi cólera y mi violencia. Jesús puede hacerlo cuando le dejo entrar dentro de mí y romper las cadenas que me atan. Quiero que purifique mi memoria para no vivir recordando lo que me hace daño.

El reino de Jesús es un reino de libertad. Un reino en el que lo que decido es desde el corazón, optando por lo que me hace mejor persona, por lo que me construye por dentro. Una libertad que me hace mejor. El otro día leía un acento de la libertad: «La libertad tiene que ver con la elección; con elegir la compasión, el humor, el optimismo, la intuición, la curiosidad y la expresión personal»[6]. Yo elijo como afronto las circunstancias de la vida que no puedo cambiar. Lo que sí cambia o puede cambiar es mi actitud interior. «La curación, la autorrealización y la libertad provienen de nuestra capacidad de elegir cómo responder a lo que nos depara la vida, para sacar un significado y ver un propósito en todo lo que vivimos (y especialmente en nuestro sufrimiento)»[7]. Soy libre porque puedo decidir vivir desde la negación o desde la aceptación. Vivir desde la amargura o desde la esperanza. Vivir desde la felicidad o desde la tristeza. Yo decido la postura que tomo en esta vida. Sé que corro el riesgo de conformarme con lo que hay ante mis ojos sin querer ver en las dificultades una oportunidad para crecer, para madurar, para llegar más alto. Me gustan las personas que son libres para enfrentar la vida desde su verdad. No tienen miedo al rechazo ni al qué dirán. Actúan movidos por una fuerza interior. Saben quiénes son y hacia dónde caminan. No dudan, no temen. Me gustan los hombres libres que no se asustan ante la vida. No temen las críticas y los juicios de los demás. No viven para contentarlos y cumplir sus expectativas. Deciden desde lo que han aprendido. Y saben que, siendo libres, serán más felices. Libres son los que habiéndolo perdido todo siguen creyendo que vendrán días mejores. No callarán sus opiniones, su forma de mirar la vida y aceptarán no ser aceptados por los demás cuando reciban el rechazo de sus hermanos. Reconocerán sus errores, admitirán sus debilidades. No tendrán miedo de mostrarse vulnerables y dejar ver su pecado a los ojos de sus hermanos. Cuando los juzguen por ellos sonreirán. Aceptarán que la vida no sea como ellos hubieran deseado. Me gustaría ser libre y no esclavo. Vivir desde mi centro y aceptar las consecuencias de ser coherente. Porque la coherencia es exigente. Ser fiel a mis creencias y puntos de vista no es tan sencillo. Decir lo que pienso o lo que vivo sin miedo a ser juzgado por mi verdad. Libre para obedecer a Dios en todo lo que me pide. Libre para no vivir dependiendo de la aceptación del mundo. libre para entregarme por entero sin miedo a ser rechazado. Las personas libres no tienen miedo. Aceptan el presente y no viven angustiados por el futuro incierto. Saben que pueden ocurrir cosas malas en sus vidas y no por ello pierden la alegría. Me gustaría ser libre siempre para no tratar de adaptarme al medio en el que me mueva. Libre para amar hasta el extremo sin que me importe no ser correspondido. Libre para quererme en mi verdad aceptando todos mis límites. Libres para seguir la senda que Dios me muestra sin dejarme llevar por otras tentaciones que me apartan del camino. Libre para ser fiel a mi hermano sin importar lo que me haya hecho. Perdonando siempre sus acciones y sus debilidades.

El Reino de Dios es un reino de verdad. En el que todos pueden ser aceptados sin ser juzgados. Un reino en el que la verdad brilla y se impone. «¿Qué es la verdad?». Dirá Pilatos. Jesús se hizo hombre para ser testigo de la verdad. Para mostrarle a los hombres cuál era el camino que los iba a llevar a la felicidad más plena. Porque la verdad tiene que ver conmigo, con lo más auténtico de mi ser. ¿Cuál es mi verdad? Esa verdad que oculto a menudo porque temo ser rechazado o juzgado por ser yo mismo. Es la verdad que me constituye. Ser coherentes, ser asertivos parecen palabras demasiado usadas en estos días. Quisiera ser coherente y asertivo, es la verdad, y a menudo no lo consigo. La presión del mundo, de los que me rodean. Las propias exigencias que yo me impongo. Cuando Jesús me habita y vive en el mundo en el que yo vivo es más fácil ser coherente y fiel, más fácil mantenerme en la verdad que quiero que determine mi vida. Quiero dejar que Cristo habite en mi mundo. Dejar que su Palabra reine en mi corazón. Que Él sea el que me regale la paz y la luz para ver su verdad en mi vida. Me gustaría ser fiel a ese Dios que viene a hacerse carne en mí. Cristo es la verdad que quiero vivir. Es la coherencia llevada al extremo de la cruz. La luz que entra en su forma de vivir, de amar hasta dar la vida por mí. Su verdad me libera, me enseña a enfrentar las dificultades de la vida. La verdad de ese Jesús que le da sentido a todo lo que hago. Que hace brillar en mi corazón su esperanza. su reino es un reino en el que la verdad es el adorno interior del corazón de los hombres. El que ha conocido de verdad a Jesús en su vida no puede vivir ajeno a la verdad de su amor.

El reino de Dios es un reino de la humildad, sin el poder que tienen los reinos de los hombres. Es el reino de aquel hombre que va a ser condenado a muerte sin resistirse, manso cordero: «En aquel tiempo, Pilato dijo a Jesús: – ¿Eres tú el rey de los judíos?». «Jesús le contestó: – ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?». «Pilato replicó: – ¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?». «Jesús le contestó: – Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». Un reino que no es como los reinos de este mundo en los cuales los poderosos tiranizan a los débiles y les imponen su poder. Jesús entra montado en un burro en Jerusalén y muchos ven en ese gesto su poder. Algunos creen que ha llegado la hora de demostrar que es el hijo de Dios, Dios mismo. Pero no es así. Durante toda su vida Jesús señaló a los más pequeños. Valoró el gesto de la viuda dando lo que tenía. O la actitud del publicano pidiendo perdón al final del templo. Se fijó en los pecadores que necesitaban la conversión y el amor de Dios en sus vidas. Comió con prostitutas y publicanos dándoles a ellos la importancia que no tenían para el resto de los hombres. Criticó a los poderosos. Juzgó de hipocresía a los que tenían que dirigir espiritualmente al pueblo. Valoró a los más pequeños, a los despreciados por los hombres. Su reino no es de este mundo, poque en este Reino de Jesús la vida se juega en la generosidad, en la entrega hasta el extremo. Su reino no tiene un ejército para defenderse de todos. No es un reino que se imponga por la fuerza y los primeros lugares no son tan importantes. El reino de Jesús exige humildad, pobreza, renuncia. Es un reino que nace en lo más hondo del corazón, en el silencio. No hay aplausos ni miles de seguidores. No es un reino que tenga la fuerza suficiente para defender siempre su posición en este mundo. El reino de Dios crece en lo oculto, apenas se ve. En él los pequeños son los principales. No hay juicios ni condenas sobre los demás, se imponen siempre el perdón, la compasión y la misericordia. El reino de Dios se hace fuerte donde hay corazones que se entregan por amor a Dios sin esperar una recompensa a cambio. Es un reino donde todo se comparte y nada se retiene a la fuerza. Es un reino de humildad en el que los hombres son amados por su verdad y valorados en su pequeñez. Es un reino de la verdad y la libertad, de la unidad y del amor misericordioso, un reino de la unidad y de la justicia. Un reino en el que todos pueden encontrar su hogar para echar raíces. Pienso en ese reino de Dios que crece de forma misteriosa. No necesita ser reconocido para existir. Es un reino de corazones humildes que se entregan sin miedo. Me gusta pensar en ese reino que es el reino de los mansos y humildes de corazón. Aceptan la voluntad de Dios en sus vidas con mucha paz. No se rebelan ante las adversidades que tienen que enfrentar. El que vive en ese reino valora a todos en su belleza, los acepta sin juzgarlos, los ama sin exigirles amor. El reino de Dios nace bajo la tierra con hondas raíces y se desarrolla sin importar mucho cuánto tiempo lleve su crecimiento. Como esa semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas, que da un arbusto grande y poderoso donde muchos pueden encontrar su refugio. Es el reino en el que el Padre da a cada uno lo que necesita y nada más es necesario para vivir con alegría. Un reino de felicidad en el que los problemas se vuelven pequeños, insignificantes. Un reino que se desarrolla lentamente y desde dentro. Un reino en el que cada uno tiene una misión importante, no la más importante, sino aquella misión que sólo él puede hacer. Me gustar pensar que en ese reino tengo yo un lugar. Y que ese reino se hace presente a mi alrededor si yo le doy mi sí al querer de Dios en mi vida con alegría y mansedumbre. En el reino de Dios no hay divisiones, no hay mejores y peores, todos son amados en su verdad y a cada uno se le exige de acuerdo con su misión. En el reino de Dios no hay rencor ni resentimiento, sólo un perdón total que sana el alma. Claro que hay heridas, cada uno está herido de forma original y de esa herida, eso sí, brota una fuente de agua viva que da vida a los demás. Porque así es el reino de Dios. De cada uno de nosotros puede brotar la esperanza para todos aquellos que viven sin luz. En el reino de Dios brota un jardín inmenso de muchas flores, como un jardín botánico en el que cada uno florece a su tiempo y crece respetando el ritmo de Dios. hay agua para todos, y sol suficiente. Yo puedo hacer que el reino de Dios brille más entre los hombres. Lo haré cuando mi vida siempre esa esperanza a mi alrededor. Puedo ser instrumento de Dios que construye su reino con mi alegría, con mi sí, con mi vida. Me gustaría ser fiel a la misión que Dios me entrega. Él sabe que si soy dócil y humilde el reino crecerá en mi corazón y dará vida a muchas personas. De mis heridas brotará un fuente de vida eterna.

[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

[2] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[4] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo

[5] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo

[6] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[7] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo