De tan concentrados en nosotros mismos, casi nos estábamos olvidando de la humanidad. Haití se nos vino encima por el caso de la muerte de algunos chilenos pero, así y todo, ya nos parece distante y ajeno. Bueno es tener presente que el mundo sigue girando y que las necesidades en él son miles. La Iglesia chilena llamó a dar la colecta de estos domingos para las necesidades de ese sufrido pueblo. Las mismas muestras de solidaridad se ven en muchas partes del mundo. No será gran cosa, ya que la situación en Haití requiere de medidas económicas de mayor envergadura, pero al menos una gota de agua dentro de ese desamparo y desolación. Cuando se sufre tanto, el dolor pareciera evaporarse. Vamos perdiendo el sentido de las proporciones. Decir mil es lo mismo que diez o cien mil. La verdad, tanta tragedia no se puede asimilar sin más. Quizá sea una sabia protección: ante el exceso de dolor, nos anestesiamos. Pareciera que se sufre más con una picadura de insecto que con la muerte de miles de personas. Tanto más entonces nos debemos hacer cargo concientemente de quien sufre. Sólo el hombre es capaz de compadecerse de su prójimo. Pero debe asumir el dolor ajeno concientemente. Dentro de lo propiamente humano se encuentra la «compasión», el padecer con el otro, el sentirse un igual, colocarse «en sus zapatos». El resto de los mamíferos algo saben de eso, pero en pequeña medida. Su instinto de conservación los traiciona, por lo que el más débil se encuentra inexorablemente condenado a desaparecer. El hombre, en cambio, es capaz de romper esa cadena de insensibilidades e ir tras alguien que, fríamente hablando, no significa nada. Ahí radica nuestra grandeza e infinita diferencia con el resto de los mamíferos: invertimos donde nadie daría un peso. Vamos en ayuda de quien quizá nunca nos podrá devolver la mano. Haití es una herida abierta en medio del mundo occidental, el grito desesperado de una pobreza sin sentido, abandonada a su propio destino hace tiempo: una prueba a la capacidad de orden y concierto de pueblos desarrollados y cultos. Un gran desafío a su inteligencia y habilidades. La grandeza de un hombre se prueba en la superación de la adversidad, tanto propia como ajena. Pero cuesta entender tanta tragedia. Haití, el país más pobre de América, ya golpeado por el desorden y la corrupción. Y ahora esto. Surge la pregunta por un Dios que pareciera indiferente ante el dolor humano. Pero igualmente salta la respuesta de que nosotros, el resto de los mortales, estamos ahí para ir en su ayuda. La fragilidad de la naturaleza nos recuerda vivamente nuestra gran dependencia de ella. Se nos mueve el piso -literalmente- cada cierto tiempo. Si no es aquí, será en otra latitud. El desarrollo técnico no frenará la inestabilidad de un globo esencialmente precario, de un equilibrio de reloj. Las grandes seguridades no las encontramos aquí, sino en un ser superior, en alguien que nos acompaña y conduce desde el misterio. Tenemos solo esta vida para ayudar a otros. Haití nos lo recuerda.