El 89% de los chilenos dice no creerle al vecino. Eso es lo que afirma, entre otros datos, la última encuesta CERC. Pero no es que estemos peor. Ha sido la constante durante los últimos lustros, desde que se mide el grado de confianza por las empresas del rubro. Casi un distintivo de nuestra idiosincrasia nacional: recelosos; caminando por la vida de medio lado; saltones, suspicaces. No es para menos. Golpes fuertes a la confianza pública como algunos escándalos económicos o promesas no cumplidas de todas las tiendas políticas, llevan a que andemos por la vida con un regusto amargo en el corazón y recelos ante el entorno. A esto se suma la sensación de inseguridad ambiental que nos consume. Quien ha sufrido un robo, por pequeño que sea, mira a su alrededor con otros ojos.

Vivimos en una sociedad herida. Esto de ser desconfiados se ha vuelto sintomático, un dato asumido, como podría ser el smog o el Transantiago. Casi una fatalidad con la que hay que aprender a convivir y que se traduce en altísimas inversiones en seguridad hogareña y personal, hasta niveles de paranoia. Recuerdo un pasaje en un sector marginal de Santiago en que había que sortear ¡3 rejas! para llegar finalmente a la casa de un vecino que, a su vez, vivía medio enjaulado para proteger una modesta vivienda. Seguro que había más dinero invertido en la surrealista protección que en el inmobiliario que la alhajaba.

Partimos del supuesto que el vecino, colega, amigo, incluso padre, madre o hijo, me desea o quiere el mal para mí; se aprovechará de alguna circunstancia para sacar una tajada más grande de mi torta o terminará dejándome clavado luego de embaucarme con alguna promesa.

Las desconfianzas nos están matando. Y en toda relación. Lo del campo político es signo de una actitud de vida que no lleva a cosas buenas. Toda relación – comercial, afectiva, laboral- debe partir de lo bueno del otro, encontrar los puntos de convergencia y luego, mucho después, tocar las diferencias. Esto de confiar es una labor cotidiana; trabajo arduo y exigente. Supondrá muchas decepciones y quizá desencantos. Pero siempre vale la pena volver a confiar.

Ayuda en esto el sincerarse ante el otro. Si hay otro mal endémico nacional es la falta de transparencia y sinceridad. Jugamos a una suerte de máscara de bailes en que nada es como parece. Andamos de sonrisas por la calle para luego dar la estocada por la espalda. Y eso envenena las relaciones humanas. Al no expresar lo que siento, me decepciono y desconfío. Confíe. Hágame caso. No se decepcionará.