El primer y mayor milagro que uno experimenta en Lourdes es la fe: la fe sencilla y alegre de los peregrinos, la fe generosa y solidaria de los hospitalarios, la fe heroica y luminosa de los enfermos, la fe cordial y atenta del personal del santuario. Es la sensación de un mundo amable, donde el débil tiene cabida y se le acoge con cariño, esmero y dedicación; donde el enfermo goza de una dignidad merecedora de toda nuestra atención y respeto; donde la diversidad cultural no es obstáculo para el encuentro y el compartir.

“Vengan a mi todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré”

 (Mt 11, 28) 

Llegar a Lourdes sorprende, porque el paisaje con los primeros contrafuertes de los Pirineos es muy bonito: un verde primaveral que ilumina todos los espacios, con montes salpicados de pequeños bosques en los que podemos entrever todo un mundo. Dan ganas de saltar del vagón del tren y adentrarse entre esos picos nevados, esas quebradas graníticas, esos verdes intensos… Luego están los ríos y torrentes que corren por doquier con el alegre sonido de sus caídas y rápidos, de sus remansos y orillas. Están las aves que se escuchan por cientos aunque no se vean, las hay de colores vistosos, unidas a una sola voz con los humildes y sencillos gorriones. Hay que decir que en Francia hasta los cuervos son elegantes, nada de oscuridad sombría, pura elegancia en una  combinación de plumaje blanco y negro, en espigadas figuras, que sólo se reconocen cuervos por sus graznidos graves.

Al bajar del tren la primera sorpresa la da mi imaginación: pareciera que me traslado a mediados de la segunda guerra mundial por la estética de los hospitalarios (voluntarios y voluntarias de diversas partes del mundo que como bien dice su nombre, se encargan de acoger, acompañar y cuidar de los enfermos que visitan Lourdes), de las sillas de ruedas y los carritos para trasladar a los enfermos. Mayor será mi sorpresa cuando al salir y encaminarme al santuario (pasando por calles plagadas de hoteles y comercio religioso), me voy encontrando con cientos de ellos con capas, algunos con insignias y crespones. Esta semana es la peregrinación de la Orden de Malta; son más de 3000 hospitalarios que acompañan a unos 2000 enfermos. A ellos hay que sumar los cientos de peregrinos de todas partes del mundo que visitan Lourdes cada día y que llegan a ser cinco millones en un año.

Las cifras sorprenden, pero más sorprende el espíritu del lugar al entrar en el recinto del santuario: varias hectáreas con amplias avenidas y espacios, donde circula ese mosaico maravilloso que es nuestra fe en rostros, colores, culturas e idiomas, y en los que sobresalen esos cientos de enfermos atraídos por sus aguas milagrosas, y los hospitalarios con sus pintorescos uniformes, deambulando de aquí para allá en una alegre sinfonía de esperanza.

Desde las apariciones de la Virgen a Bernardita en la Gruta de Massabielle en 1858, se han certificado sesenta y nueve milagros, muchos cientos de otros milagros no tienen certificación porque no se ha dado inicio al riguroso proceso de confirmación médico-científica. Sin embargo, los miles de peregrinos y los miles de exvotos que pueblan el lugar, nos hablan de las muchísimas curaciones, si bien no necesariamente físicas, sí espirituales, que se producen.

El primer y mayor milagro que uno experimenta es la fe: la fe sencilla y alegre de los peregrinos, la fe generosa y solidaria de los hospitalarios, la fe heroica y luminosa de los enfermos, la fe cordial y atenta del personal del santuario. Es la sensación de un mundo amable, donde el débil tiene cabida y se le acoge con cariño, esmero y dedicación; donde el enfermo goza de una dignidad merecedora de toda nuestra atención y respeto; donde la diversidad cultural no es obstáculo para el encuentro y el compartir.

Hasta el entorno ayuda a esa experiencia de un mundo mejor: el río que corre presuroso al lado del santuario, la vegetación exuberante, los cielos de celestes intensos, la nubosidad cargada de vida en agua y colores. Un lugar que fue creciendo con el tiempo y las necesidades, pero construido como un espacio para acoger y encontrarse, para encontrar lo que buscamos y vivir lo que sentimos.

La avenida central lleva al santuario, a los lados se pueden entrever diversas instalaciones: casa de acogida al peregrino, informaciones y medios audiovisuales, gran iglesia subterránea con capacidad para miles, espacios para a acogida, escucha y reconciliación, hospital para los peregrinos enfermos, dependencias para los hospitalarios, capillas y diversos espacios para celebraciones litúrgicas, vía crucis y una gran explanada para las celebraciones al aire libre.

La basílica está compuesta por tres niveles: en el inferior, la dedicada a los misterios del rosario, todos representados a través de bellos mosaicos, dentro de los cuales sobresalen los luminosos, por ser los más recientes, ubicados en el exterior y muy coloridos. Son del P. Marco Rupnik, un jesuita artista quien, junto a su escuela, han plasmado con mosaicos iglesias y santuarios europeos. Esta iglesia se remata con una corona en su cúpula. El del medio con la cripta, que fue lo primero que se construyó y donde se encuentran las reliquias de Bernardita. Y el superior con la Basílica de la Inmaculada Concepción, que sorprende por la cantidad de exvotos y placas que testimonian no sólo la fe, sino el peregrinar incesante desde sus comienzos.

Hay que decir que la arquitectura es un poco de castillo de cuento por sus remates y florituras, y que hay un cierto descuido en su mantención y restauración, pero todas esas digresiones estéticas se pasan por alto por la abundante vida que hay en cada espacio: vida de oración, vida litúrgica, vida en personas y sus múltiples expresiones.

La iglesia intermedia y la basílica superior están unidas al nivel de la calle por una doble calzada con arcos de grandes proporciones, que permiten el ir y venir de peregrinos, hospitalarios y enfermos. Se circula, según las necesidades y posibilidades, a pie, en sillas de ruedas o en carritos tipo rickshaw.

Al seguir por el costado del río, el agua empieza a ser la gran protagonista de este peregrinar: decenas de grifos permiten tomar o llevar ese preciado elemento, se trata del “agüita de Lourdes”. Estos grifos se nutren directamente del manantial que fluye desde el 25 de febrero de 1858, despejado por Bernardita a indicaciones de la Santísima Virgen cuando le dijo: “vaya a beber y a lavarse en la fuente”. Y lo que era sólo un lecho cenagoso, dio lugar a una vertiente inacabable de agua pura a la que se le atribuyen milagrosas cualidades. Más allá, hay pequeñas piscinas cubiertas en las que, con discreción y oración, se puede uno bañar ayudado por los hospitalarios.

Seguir este recorrido del agua hasta el lugar de las apariciones produce un movimiento interior peculiar: por un lado uno quisiera correr para llegar al lugar, por otro, nos sumergimos en un ritmo pausado (no sólo a causa del gran número de personas y los recorridos señalizados) para escuchar, para rezar, para tocar la roca húmeda y observar el espacio sagrado, para llegar poco a poco al lugar del encuentro, para sentir el frescor de la caverna abierta como una gran herida de la que  brota el agua de la anhelada sanación bajo la mirada atenta de la Virgen  (una imagen tallada el año 1863 según las descripciones de Santa Bernardita). Uno quisiera quedarse pegado a esa roca,  a ese rumor de los millones de peregrinos que han hecho este mismo recorrido desde hace más de un siglo y medio. Espontáneamente uno reza, sigue las cuentas del rosario, se arrodilla más allá, observa y se emociona…

No se trata de fundar nuestra fe en las apariciones y en la necesidad de palpar lo sobrenatural y extraordinario, más bien uno se sobrecoge ante ese diálogo de Dios con la humanidad, ante esa delicadeza de Dios de volver a nacer en cada tiempo y lugar a través de aquella que dio a luz a Jesús: La Virgen María.

Uno se asombra por la sacralidad de lo que aquí se vive: ese milagro de la fe común, de la solidaria existencia en la precariedad de nuestra humanidad, en la esperanza de una realidad que une, que sana, que anima, que reconcilia. Es la frescura de la fe de los discípulos que tocan, que escuchan, que comparten, que se detienen.

Al otro lado del río se consumen cientos y cientos de velas: pequeñas, medianas y de grandes dimensiones. Expresan la oración, la gratitud, la petición, el paso del peregrino. Son el signo de la fe que no sólo refresca y sana, sino que ilumina y se irradia.

Uno no se cansa de escuchar, de observar, de retener lo que se vive: pura fe y expresiones de fe. Rostros de los cincos continentes, todos los idiomas posibles, “un alma y un corazón” palpitando al ritmo y el rumor de la fe.

Quizás ese es el mayor milagro junto a la acogida y la alegría del enfermo, junto al espíritu de gratuita solidaridad de los hospitalarios: esa hermandad en la vulnerabilidad que todos experimentamos de una u otra manera.

Como lugar de peregrinación universal no sorprende encontrarse con compatriotas, algunas familias y peregrinos chilenos, pero la más linda sorpresa fue el encuentro con Mabel: una chilena que cada año ahorra y regala 10  días de sus vacaciones al servicio de los enfermos como hospitalaria; no se trata de París ni de la Riviera francesa, se trata de estar 14 horas del día al servicio de los enfermos, en sus necesidades de transporte, compañía y asistencia.

La organización del santuario merece un párrafo aparte, ya que es mayúscula y muy bien llevada: desde los espacios, las posibilidades y las celebraciones, hasta la página web siempre renovada y entretenida. También hay medios de comunicación que trasmiten lo que aquí se vive. Como afirmé en una crónica anterior, sorprende tanta vida en una Francia tan orgullosa y descreída oficialmente. La fe sencilla, masiva y expresiva del pueblo francés y de los millones de peregrinos del mundo que llegan a Lourdes, es renovadora.

Tuve la posibilidad de servir como confesor para los peregrinos de habla hispana durante 10 días. Eso me aseguró techo y mesa, pero por sobre todo el contacto (junto a otra decena de hermanos sacerdotes) con el alma de los peregrinos en sus anhelos, preguntas, necesidades, debilidades, amores y dolores.

El lenguaje simbólico siempre es una ayuda para comprender más a cabalidad lo que queremos expresar, de allí que me valdré de tres símbolos para sintetizar las vivencias en esta tierra de esperanza: el agua, el corazón y la luz.

El agua está omnipresente en Lourdes: fue el signo escogido por la Virgen para expresar de manera sensible su manifestación en este lugar. La gruta está al lado de un caudaloso río, en primavera el agua se deja caer desde el cielo sorpresiva y abundantemente, el agua de la vertiente de la gruta es accesible de diversas maneras: podemos beberla, lavarnos, llevarla y hasta bañarnos con ella.

El agua es expresión de nuestro bautismo: ese paso a la vida nueva en Cristo que nos permite renacer o nacer por primera vez a una vida más plena por la fuerza del amor de Dios que limpia, libera, sana, reconcilia. Es signo del amor de Dios que sacia nuestra sed de un amor más personal y gratuito, que limpia nuestra humanidad herida muchas veces por nuestras carencias y rebeldías, que hace crecer la semilla de la vida en nuestras propias vidas para compartirnos con los demás.

El agua no sólo tiene el germen o la posibilidad del milagro extraordinario, es milagrosa porque expresa nuestra intención de renacer, de lavarnos, de saciarnos, de compartirnos. El paso por estas aguas, como fue aquel otro paso veterotestamentario, manifiesta nuestra decisión de recomenzar y reconciliar, reconociendo humildemente nuestra necesidad de purificación.

El corazón. En las paredes de la Basílica de la Inmaculada Concepción hay cientos y cientos de corazones de metal, incluso con muchos de ellos se han escrito frases en las paredes, alusivas al lugar y a sus acontecimientos. Era la forma como los peregrinos expresaban sus peticiones, su gratitud y, sobre todo, sus ofrecimientos. En muchos de ellos hay mensajes en su interior.

Todos sabemos lo que significa la ofrenda del corazón: significa entregar lo más íntimo que poseo, mi corazón como símbolo de todo mi mundo interior, de lo más propio en posibilidades y límites, en amor y en desamor, en vida y heridas, en fortalezas y debilidades, en dolores y amores, en pobreza y riqueza. Entregar el corazón significa para que quien lo recibe, recibir lo más propio y personal, lo más auténtico y honesto de quien se entrega.

Y son corazones que expresan la universalidad de nuestro género humano, en ese sentido me emocionó leer el remitente de algunas ofrendas de fines del siglo XIX: junto a la  ofrenda de un Marqués, la de una joven madre soltera. Ante Dios y ante la Virgen somos todos iguales en la necesidad de sentirnos acogidos.

Eso es lo maravilloso de los lugares de peregrinación, se rompen los esquemas y jerarquías, límites y prejuicios, diferencias  sociales y culturales. Todos, sin excepción podemos llegar, con la única condición de abrir nuestro corazón en toda su belleza y precariedad.

Esta riqueza del corazón humano fue lo que en concreto percibí en mi servicio como confesor: en el corazón de Dios cabe con igual dignidad desde la santa a la prostituta, desde el buen padre de familia al esclavo de los vicios más oscuros. Sólo es condición un corazón dispuesto a ser tocado para empezar un camino de sanación y purificación, de reparación y reconciliación, de conversión y humildad, de confirmación y renovada generosidad. Acercarse con el corazón contrito es otro milagro, es reconocer la necesidad de sanación y amor que todos tenemos, para seguir viviendo y no sólo sobreviviendo.

La luz. Cientos de velas encendidas. Signo de las millones de velas encendidas en todos estos años, desde la primera ofrecida por la misma Bernardita en la gruta de las apariciones. La luz expresa que caminamos en la esperanza pascual y que la irradiamos en el camino. La luz expresa la comunión de los peregrinos, porque congrega y reúne en torno a sí a los que caminamos. Es la luz pascual que no se ha apagado desde la noche de las noches: la de la Pascua de Jesús, fuente de toda nuestra esperanza.

Es una luz que se comparte cada noche en la procesión de las antorchas, como un firmamento caminante, como una corriente pascual. Al compás de los cantos vivamente animados y de las cuentas del rosario en los más diversos idiomas, caminamos en la oscuridad con la certeza de la luz que portamos en nuestras antorchas y en nuestros corazones.

Los peregrinos regresamos a casa, especialmente motivados por la fuerza de los peregrinos enfermos con enfermedades externalizadas y la solidaridad  tan explícita de los hospitalarios.

Regresamos  con la alegría del milagro compartido en Lourdes: vivir en la fe es amar, amar es sanar, sanar es vivir para amar.