La mesa, este utensilio tan normal en nuestra vida, tal útil y sencillo a la vez, cobra una trascendencia mayúscula cuando pensamos en la mesa familiar. Para todos estar a la mesa, tener un lugar en la mesa, ser invitado a compartir la mesa, representa acogida, pertenencia, encuentro, dignidad y familiaridad. Por eso, que Jesús se sentara a la mesa y compartiera la mesa no sólo con sus discípulos, sino con aquellos que eran considerados indignos de compartirla, es sustantivo.
«Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando»
(Lc 24, 30).
El pasaje del camino a Emaús tan conocido y querido, tan gráfico de lo que es nuestro propio camino de vida y de encuentro con el Dios de nuestra vida, nos interpela a meditar los acontecimientos que vivimos desde una perspectiva providencialista, es decir, desde la conducción del Dios de la historia que da sentido de fe a lo que vivimos y a lo que sucede a nuestro alrededor. Dios no habla fuera del tiempo, desde la Encarnación se introdujo en la historia de manera más radical y ya nada de lo que pase o suceda puede ser mirado sin ojos de fe. Aún los desafíos y dolores más grandes, con Cristo crucificado, muerto y resucitado, podemos enfrentarlos, asumirlos y transformarlos en caminos de encuentro, de reconciliación y comunión.
La mesa, este utensilio tan normal en nuestra vida, tal útil y sencillo a la vez, cobra una trascendencia mayúscula cuando pensamos en la mesa familiar. Para todos estar a la mesa, tener un lugar en la mesa, ser invitado a compartir la mesa representa acogida, pertenencia, encuentro, dignidad y familiaridad. Por eso, que Jesús se sentara a la mesa y compartiera la mesa no sólo con sus discípulos, sino con aquellos que eran considerados indignos de compartirla, es sustantivo.
En torno a ella realizó milagros de sanación, de reconciliación y de perdón maravillosos. En torno a ella fue ungido. En torno a ella se ató la toalla y lavó los pies de sus discípulos sin excepción, como antesala del amor llevado al extremo por todos. En torno a ella y sobre ella partió el pan y sirvió la copa, compartiéndose él mismo como pan partido y compartido, como uva triturada y fermentada, perpetuándose esta presencia real y sacrificio de amor en la mesa eucarística.
La mesa es decidora para hacernos sentir parte, donde todos tenemos un lugar y somos familia. Y es una imagen que no ha dejado de acompañarme en esta peregrinar: la mesa de la comunidad y de mi comunidad, la mesa de los amigos y las comunidades en Tierra Santa, la mesa de los peregrinos camino a Javier, la mesa de los monjes y los huéspedes en Monserrat y Saint Gervais, la mesa de la diversidad en Manresa, la mesa de la esperanza en el Cenáculo de Reus, la mesa familiar con mi sobrino y las familias que me han acogido, la mesa de la comunión y de la universalidad en Taizé, la mesa del Evangelio y de la amistad en Sevilla.
Estos días participé de una experiencia en torno a la mesa: un retiro que ha tenido mucha fuerza aquí en Madrid, el nombre y la imagen hablan por sí solos, Emaús. Es el pasaje pascual que da horizonte a esta crónica y que revela la pedagogía de Dios en torno al camino y a la mesa, como los espacios donde suceden los acontecimientos más importantes en la vida de Jesús y, como consecuencia, para la humanidad en general y para cada uno de nosotros en particular. Es un retiro que por su naturaleza no podré desvelar en su contenido, eso nos desafía a replicarlo en nuestra patria.
El altar también es una mesa, simboliza el sacrificio de amor de Jesús por nosotros, pero también el que sea un sacrificio compartido para y por todos. A la mesa familiar se la llama también “mesa de pan y dolores”, podríamos agregar de sabores y sinsabores, porque a la mesa llegamos con todo lo que traemos en la mochila de la vida. Muchas veces la mesa no sólo es lugar de alegrías y fiesta, de escucha y diálogo, también es lugar de luchas y rupturas, de gritos y silencios, de marginalidad y discriminación.
La mesa representa toda una escuela espiritual ya desde el Antiguo Testamento, basta pensar en una sola de sus mesas: Abraham compartiendo la suya con los tres peregrinos. La respuesta a su acogida será la bendición de una descendencia numerosa.
Quiero detenerme en una de las mesas compartidas, lo hago con pudor y sencillez, colocándome en un segundo plano aunque ocupé el primero al comienzo, luego ese espacio fue ocupado por aquellas para quienes estaba preparado. Me refiero a la mesa del Jueves Santo, esa mesa que simboliza lo que ocurrió en torno a la Última Cena: “Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…” y el gesto, antes de la traición, de la Pasión, de la Muerte y de la Resurrección, será tomar la toalla y lavarle los pies a todos sus discípulos sin excepción como gesto de amor, pero también como signo radical del abajamiento e identificación de Jesús con nosotros: tomó el lugar del último eslabón de la escala social, para mostrarnos el camino del auténtico encuentro y de la auténtica comunión con los demás.
La mesa estaba preparada por y para las Hermanas Adoratrices, por y para sus chiquillas. Antes de compartir lo que había sobre la mesa, fui invitado a ceñirme la cintura con una toalla y lavarle los pies a las chiquillas, luego ellas tomaron la jofaina y la toalla, y nos lavaron las manos a todos nosotros. Para mí como cura y como ser humano, fue algo que no calibré en su total dimensión hasta que, sin parar y silenciosamente, comenzaron a correr las lágrimas por mis ojos. Esa comunión humana tan natural, tan cercana, tan evidente. Me sentí como Pedro ante ellas… ¡no sólo las manos, todo en mi necesita ser lavado! Hasta ese momento no había experimentado en mi vida lo que literalmente significa una mesa para todos y por todos.
Detrás de este milagro de fraternidad y que corona tantas mesas fraternas que Dios me ha regalado a lo largo de mi vida (partiendo por la primera en el vientre de mi madre y siguiendo por la provista siempre con cariño por mi padre en la casa familiar), estaba una mujer excepcional: Milagros, la superiora de la casa de Acogida. Ella junto a sus hermanas son los instrumentos de estos milagros diarios, no siempre fáciles cuando hay tantas heridas en las invitadas a compartir su mesa y en los prejuicios de los comensales.
Por esta vivencia es imposible no pensar en la mujer y en la Mater, cuando pienso en la mesa del pan partido y compartido por Jesús. Me la imagino a ella amasándolo, y no sólo porque en esa época era tarea de la mujer hacerlo, sino porque ella con su exquisita sensibilidad es capaz de captar la intensidad del momento, preparándolo todo para que sea posible.
La mujer que en su capacidad de acoger la vida, es capaz de sentir y acoger, nos enseña a nosotros los varones a mirar más allá de lo práctico y abstracto, de lo normal y aparente, de lo útil y prescindible…
Ayer pude visitar una exposición de la Guernica de Picasso, son las posibilidades increíbles que se abren en estos lares. Era especial, porque reúne todo el material previo y el proceso interior del artista antes de la obra, así como las consecuencias que dejó para su vida (un verdadero artista no sale indemne de lo que logra plasmar). Se llama: “Piedad y terror en Picasso, el camino a Guernica”.
Mi acercamiento a su obra había sido limitado: limitado a su época azul y rosa, con mucha dificultad para entender su pintura cubista. Acercarme ahora a este cuadro y su contexto, teniendo como eco las imágenes de Alepo, los desgarros de la humanidad, la expresión sensible de la marginalidad del ser humano, las experiencias vividas en el camino, permitió que la pintura se revelara en su actualidad.
Picasso comenzó a deconstruir la figura humana cuando dejó salir sus propios fantasmas, sus temores y angustias de infancia, cuando rompió la comodidad de las cómodas paredes de su estudio y de su vida. El encargo de Guernica lo puso a bocajarro con la oscura realidad de la humanidad. De allí en adelante será más gráfico ese desmembramiento de los cuerpos y de los rostros.
En la exposición había frases impresionantes del artista y de otros autores sobre el proceso de su obra. No todas las pude retener y el catálogo era muy caro, sin embargo dos frases las escribí por decidoras:
“En un rectángulo blanco y negro, tal como se nos aparece la tragedia antigua, Picasso nos envía nuestra esquela: todo lo que queremos está a punto de morir y por eso hay que resumir todo lo que queremos, con la intensa emoción de la despedida, en algo tan hermoso que nunca podamos olvidarlo. Esta pintura es la gran escena trágica de nuestra cultura” (Michel Leiris).
“Las mujeres del Guernica lloran lágrimas que apuñalan sus ojos, tienen lenguas que semejan cuchillos, sus pechos han mutado en proyectiles, gritan desconsoladas de dolor mientras abrazan a sus hijos muertos…estas Mater dolorosas, estas piedades modernas, tienen cuerpos de mujer convertidos en armas” (Anne Warger).
La mujer puede hacer suyo el dolor desgarrador de la humanidad porque es madre y porque aunque no lo fuera, lleva en sus genes la capacidad de serlo ante la vida que Dios le confía o pasa ante sus ojos.
El rostro de Jesús acogiendo la precariedad de nuestra humanidad, inclinándose ante nuestra dignidad muchas veces pisoteada, asumiendo el grito de dolor por tanto abandono y tragedia, llena la historia de aliento de vida, de esperanza, porque la fuerza de su amor llevado al extremo, transformó el dolor en una experiencia de Amor más grande.
El grito de dolor por el hijo muerto lo hizo suyo Dios en Cristo y María permaneció en pie para contarlo.
Jesús ¿lo aprendiste de tu madre? esa madre que es ante todo mujer, y como mujer es niña, madre, esposa, amiga, compañera, aliada… humanidad.
La misma que seguramente amasó el pan para que en la mesa, en el altar, en la cruz y en nuestras vidas, fueras pan partido y compartido.