Este capítulo de las crónicas del padre Rovegno, fue escrito desde uno de los lugares más importantes de la cristiandad: El Santo sepulcro donde el Señor resucitó.

«Si Cristo no resucito, vana seria nuestra fe»
(1 Cor 15, 14).

Creemos en la Resurrección y Tierra Santa es un signo elocuente de esa realidad, nada de lo que vemos y vivenciamos tendría sentido sin ese hecho único e insólito: ¡Jesús ha resucitado, el Señor resucitó!. Vivimos de la Pascua en cada acontecimiento de nuestra vida y en cada expresión de nuestra fe. El que esta ciudad haya sido muchas veces arrasada, el que el lugar del sepulcro haya sido destruido y se haya vuelto a levantar una y otra vez, es claramente un signo de la fuerza y fe pascuales.

Antiguamente la cúpula del Santo Sepulcro estaba abierta, simbolizando esa ruptura del orden natural de las cosas, esa manifestación extraordinaria del poder y del amor de Dios.

Hoy, la pequeña capilla en el centro de una construcción mayor, aparece como un sencillo espacio, anacrónico por fuera (una especie de torta rusa, construida bajo el patrocinio y los fondos zaristas) y la radical austeridad del interior: una piedra pulida en un lugar estrecho y bajo. En la pedagogía divina sólo cabe hacerse pequeño ante los misterios más grandes, solo así se puede traspasar el umbral hacia el sepulcro sin golpearse en la cabeza de los razocinios, que en nada podrían explicar este hecho extraordinario: realmente Jesús resucito.

Allí no hay nadie: el cuerpo no se desintegró con el paso de los siglos ni fue robado por cazadores de tumbas. Él no está porque resucitó, porque venció a la muerte por la fuerza del amor: el amor de Dios en Jesús entregado por nosotros y el amor de Dios que levantó a su Hijo desde las sombras y la oscuridad, y lo elevó a la altura pascual. Sólo una vela encendida, una simple vela encendida recuerda el acontecimiento: como en la noche de Pascua, cuando al bendecir el fuego nuevo y encender el cirio pascual, revivimos el acontecimiento central de nuestra fe con el símbolo de la luz.

Antiguamente y todavía en griego, a esta iglesia se la llamaba Basílica de la Resurrección. Mas que un sepulcro, uno visita el sepulcro abierto, el signo sensible de la Resurrección, pero el signo más sensible esta al salir de allí y a nuestro alrededor: todas esas manifestaciones de fe, todos esos peregrinos que por siglos se han puesto en camino, más aún toda la vida a nuestro alrededor que se ha alimentado de esa fe pascual, de esa realidad pascual. Podríamos criticar los mercados alrededor del lugar santo, el bullicio de tantas culturas, las expresiones de fe distintas a las nuestras, las tensiones de los custodios de esta Tierra, pero ¿no es acaso la vida que una y otra vez vuelve a surgir el signo más elocuente de la Pascua? Jesús afirmó que el templo lo destruiría y lo levantaría al tercer día, hablaba de su Cuerpo, pero acaso ¿el templo y la ciudad no fueron arrasados y se ha vuelto a levantar la llama de la fe una y otra vez?
Ha sido la fe, la fe sencilla y generosa, la fe renovada en la pequeñez del peregrino, y por sobre todo el amor pascual que se dirige incluso al enemigo, el que ha levantado esta ciudad y sus templos innumerables veces.

Por eso es admirable el testimonio de los cristianos en Tierra Santa, las comunidades de consagrados y las comunidades laicales. No es fácil volver a levantarse, vivir con la presión política y religiosa que arrincona muchas veces al cristiano de la calle a espacios limitados. Ser cristiano en Tierra Santa es un desafío, se es minoría y en un territorio disputado. Incluso en las cercanías (Siria está a escasos kilómetros), se escucha la voz de los mártires y de los perseguidos a causa de nuestra fe, en pleno siglo XXI. Si no hubiera Pascua, hace mucho tiempo que no sólo la arena del desierto, sino la avalancha cultural circundante, hubieran sepultado cualquier vestigio de cristianismo. Si no hubiera Pascua, nuestros propios errores históricos como iglesia, especialmente como estructura e institución, hubieran arrasado con todo y con todos.

Insisto, la expresión más linda y real de la Pascua es la fe de los peregrinos que llegan y la fe de los cristianos de esta Tierra. Todos creemos sin haber visto, pero creemos porque hemos sido amados y ese amor que buscamos y hemos encontrado, se llama Jesús. Él es nuestra Pascua. Si el cristianismo se hubiera construido solo sobre la base de la perfección y la virtud, del temor y del deber, de la influencia y del poder, hace rato que sólo seríamos un objeto de estudio histórico y una pieza de museo. Si sigue vivo y nuevo siempre, es por la Pascua y su manifestación más sensible: el amor, el amor como Cristo nos amó y nos enseñó a amar.

Esta crónica la acompaño con manifestaciones de esa fe y esa vida de peregrinos y habitantes cristianos en Tierra Santa, ellas son el mayor signo de que realmente Cristo resucito.

Estos relatos han sido desde mi mirada, he escogido algunos tópicos, me quedan más en el tintero de la memoria y del corazón, que darán a la luz después. Ahora sigo mi camino y serán nuevas las vivencias para compartir. Serán los «ecos del camino».