Cuando se visita Ein Karem, la tierra de Isabel, sorprende el recorrido que tiene que haber hecho María desde Nazareth: son 144 km por senderos empedrados y no carreteras, lugares inseguros y solitarios, sequedad y sinuosidad, hasta llegar a esta zona montañosa, muy linda y verde, pero lejos. Su traducción es «fuente del viñedo» y bien lo representa por la belleza de su paisaje fértil.
«Surgió María y se encaminó presurosa a la montaña»
(Lc 1, 39).
Es hermoso encontrarse en Tierra Santa con la presencia de María, no sólo en los lugares y en virtud de los acontecimientos que allí sucedieron, sino porque en las calles circula la mujer de estas tierras. Cada mujer lleva el don, la tarea, el misterio y el desafío de ser portadora de vida. Una realidad que hoy se pone en pregunta, cuando el feminismo duro y la ideología de género, quieren separar la auténtica imagen de la mujer por una caricatura. Por supuesto que todavía queda mucho por recorrer para dignificar a la mujer y afirmar su lugar de igualdad en dignidad y en oportunidad, pero no puede ser a costa de su originalidad.
Portadora de vida no sólo en el sentido engendratorio, sino en la capacidad de ser sensible a la vida en todas sus manifestaciones. En Tierra Santa también se percibe que queda mucho por caminar en esa perspectiva: aún sorprende la mujer cubierta, no sólo la musulmana, sino también la judía ortodoxa que se cubre el pelo, viste de largo y camina detrás de su marido. Esas podrían ser sólo formas externas, pero representan también una manera de entender a la mujer, del lugar que ocupa y la forma como lo vive. Podríamos suponer, positivamente, que se trata de una forma de relacionarse con el mundo externo y que, al interior, en sus hogares y círculos conocidos, se desenvuelven con total libertad. Sin embargo, el mundo necesita a la mujer no sólo en la intimidad, sino también en la complementariedad de todo lo humano y gran parte de lo humano sucede afuera.
Por eso, que rítmico y dinámico es ese «surgió María y se encaminó presurosa…». Se puso en camino, salió a compartir con el mundo de afuera la Buena Nueva y, aunque no dijera nada, llevaba consigo al autor de la vida y eso se irradia, se manifiesta, sale por los poros. Así se entiende el diálogo de María con su prima Isabel: el niño saltó en su vientre al contacto con Jesús y la madre expresó, lo que la pura presencia de María despertó.
Surgió, salió, se puso en camino. Una mujer valerosa y consciente de sí misma.
Cuando se visita Ein Karem, la tierra de Isabel, sorprende el recorrido que tiene que haber hecho María desde Nazareth: son 144 km por senderos empedrados y no carreteras, lugares inseguros y solitarios, sequedad y sinuosidad, hasta llegar a esta zona montañosa, muy linda y verde, pero lejos. Su traducción es «fuente del viñedo» y bien lo representa por la belleza de su paisaje fértil.
María representa a esa mujer auténtica, libre, valiente, que sale, que no se queda. Sale para servir y compartir con su prima Isabel, pero también para vivir su misión en total colaboración con el Niño que lleva en su vientre. Es su Madre, pero también su colaboradora, para que todo lo que Él significa y realiza, sea posible. No es un mero instrumento pasivo, como si la mujer estuviera hecha para engendrar y criar sin más. Ella conoce, alienta, anima y hace posible la plenitud de la redención de Cristo, que pasa en primer lugar por asumir plenamente su condición humana y ella lo es, lo vive y se lo enseña.
Por eso, María está en todas partes en esta Tierra, no por la omnipresencia femenina que sabe todo y está en todas, sino porque en su naturaleza está el vivirlo todo, el unirlo todo, el animarlo todo, el humanizarlo todo. Está en la mujer que silenciosa escucha, pero también en la que, con total seguridad, señala lo que hay que hacer. Está en la que medita las cosas en su corazón, pero también en la que se pone en camino junto a Jesús para entrar en la vida, para acompañar, para mostrarnos con su vida como se es discípulo del Maestro y misionero de su Evangelio. Es la mujer fuerte, al pie de la cruz y también la mujer de la esperanza en el dolor. Es la mujer consciente de la necesidad de los novios y, a la vez, de la misión de su Hijo, dejándolo hacer. Es la mujer que anima y alienta en el Cenáculo, transformando la inseguridad de los apóstoles en promesa real de envío.
Y para eso hay que salir, salir de sí mismos, salir del espacio seguro y cómodo, salir del propio yo para regalarse colaborando, compartiendo y complementando. Salir también para enriquecerse con los demás, para recibir el don de los demás y ser personas más completas, porque complementables. Hay que creer en la propia dignidad y en la propia misión, en el valor de lo que somos no para enfrentar a los demás, sino para enriquecer a los demás y enriquecerse con los demás.
El abrazo de María con su prima Isabel expresa esa complementariedad del género humano, que permite que la vida que portamos alcance su plenitud a través del encuentro. Esa complementariedad será aún más completa con Jesús Hijo de Dios, Redentor del mundo y Hombre en plenitud.
Salir presurosos a encontrarnos con la vida que Dios pone ante nuestras narices en personas, lugares y acontecimientos, es el desafío que nos plante María-Mujer. Vencer el pudor y el temor, los prejuicios y las inseguridades que impiden el encuentro.
Jesús no solo dignificó a la mujer, en María la elevó a su lugar más autentico en dignidad, dones y desafíos. Nada ocurre (u ocurre limitadamente) sin esa presencia de la mujer en María.
Un signo novedoso, de esa presencia y protagonismo, está en dos imágenes del Cenáculo en la escena de la Ultima Cena: una en el «Pequeño Cenáculo», una capilla cerca del Cenáculo original, otra en el refectorio de los Franciscanos en la Ciudad Vieja de Jerusalén: en ambas imágenes (una escultórica, la otra pictórica), está María presenciando y asistiendo el momento que se vive. Y no se trata de la curiosidad femenina (de la que los varones también somos portadores, si no, no escribiría lo que observo…es gracias a mi curiosidad), se trata de la realidad de esa presencia femenina en todo, para que todo alcance su plenitud.
Por eso, seguir confrontando a la mujer con el varón o viceversa o desconocer el valor del genio masculino y el femenino, no sólo limita y estrecha nuestra mirada: nos deshumaniza, porque algo de lo humano queda empobrecido sin esa colaboración y complemento.
María, como signo para toda mujer, salió del terreno seguro, personal y afectivo, para realizar grandes y pequeñas cosas, y nos enseña a nosotros varones, a enriquecer nuestra mirada con el soplo de la vida que ennoblece lo que somos y hacemos.