Cuando se llega al lago de Genesaret o Mar de Galilea o de Tiberíades, uno puede comprender por qué toda esa zona fue tan querida para Jesús.
Cuando se llega al lago de Genesaret o Mar de Galilea o de Tiberíades, uno puede comprender por qué toda esa zona fue tan querida para Jesús. Se puede llegar por diversos puntos, uno de los más lindos es desde el Monte Arbel, una cadena montañosa escarpada que llega al lago. Hay un sendero que une Nazareth con Cafarnaum: “The Gospel Trail”, que parte desde el desfiladero desde el cual se quiso despeñar a Jesús (porque su pueblo y su gente no le reconocieron), luego atraviesa zonas desérticas, pueblos, campos y kibutz, hasta llegar al lago. En el último tramo está el Monte Arbel con el lago en el horizonte. Un lago que uno se imagina más grande cuando se habla de mar, pero se pueden ver todas sus orillas, atravesarlo en embarcaciones o circundarlo en autobús, en bicicleta y, con tiempo y ciertos resguardos, a pie.
Mucho tiempo y acontecimientos de la vida pública de Jesús sucedieron allí: el llamado y aprendizaje con sus discípulos, innumerables milagros, mensajes entrañables como el de las Bienaventuranzas, su cercanía y compasión con la gente como en Tabga donde multiplica panes y peces, el compartir la cotidianeidad de la vida de los pescadores, del pueblo y sus seguidores, las dudas y suspicacias de los fariseos, letrados y sacerdotes. A orillas del lago está Magdala, la tierra de María Madgalena, en quien se expresa tan nítidamente su evangelio de perdón y misericordia, de dignificación y comunión, especialmente con los débiles y pecadores, con los necesitados y pobres. Está Cafarnaum, hogar de Pedro y su familia, y el espacio para muchos signos, enseñanzas y encuentros.
Será en esa tierra donde llamará a Mateo, donde sanará al siervo del centurión, donde poco a poco él mismo tomara conciencia creciente de la universalidad de su mensaje.
Volvamos al lago, porque atrae como un iman y cautiva como música para los oídos. Es interesante permanecer un tiempo largo en la pequeña playa de la «Mensa Christi», observar a los peregrinos de todas partes del mundo quienes, despues de la foto de rigor, ceden a la atracción del lago y sus orillas. Se produce un fenomeno increible: todos empezamos a buscar y a recolectar piedras, conchitas, con la secreta esperanza de un hallazgo arqueológico o un signo palpable de hace 2000 años. Sin embargo, ese mar, esas orillas, esas piedras, cual menos cual más, recibieron las pisadas, las palabras, la vida abundante en Jesús.
Si hay tiempo, cronológico y climático, es imposible no resistir a la posibilidad de meter los pies en el agua, de sentir que allí Jesús también me llama a mi personalmente y que al seguirlo, no hay vuelta atrás: de ahora en adelante no solo los pies, sino la vida, en el agua de su abundancia, de su enseñanza, de su conducción y de su esperanza. Permanecer largo tiempo, escuchar las aves, el rumor del agua, el bullicio y el silencio de las personas… es entrar en la escuela de la amistad con Jesús tal como lo hicieron sus discípulos. Leer los pasajes del Evangelio de tantos acontecimientos testimoniados desde ese lugar, hacer propias las palabras, las dudas, las preguntas y la sorpresa de quienes seguían y también dejaban a Jesús en estas orillas. Observar respetuosamente los movimientos y actitudes de quienes se detienen: alguien reza en silencio, otros cantan, algunos se retiran a repasar los acontecimientos sobre una roca solitaria. Los niños juegan con las piedras, las mujeres buscan entre los despojos de la resaca, se escuchan arengas en idiomas impenetrables, gritos de sorpresa, indiferencia o pudor ante estas aguas milagrosas. Sí, son milagrosas, porque nos vuelven a colocar en «modo amistad» con Jesús. Es imposible no sentirse llamado, formado, interpelado, perdonado, animado, levantado y sanado por Él.
A este lugar pude volver. Volver después de Jerusalén, del Monte de los Olivos, del Cenáculo, del Gólgota y del Santo Sepulcro. Volver, repasando en el corazón las palabras del Resucitado y su ángel: «avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán». Volver al lugar del primer llamado. El lugar donde entre milagros, multitudes, curaciones, misericordia y bienaventuranzas, no era difícil seguirlo y comprometerse con su misión. Después del Gólgota, aunque la Resurrección era y fue, las inseguridades poblaron los pensamientos y sentimientos, porque no solo hubo pasión y cruz, sino también miedo, cansancio, tristeza, traición, huida y negación.
Volver al lugar del llamado para ser confirmados, ya no en la fuerza y en la autoafirmación del «te seguire donde quiera que vayas», sino en la fragilidad y en la contradicción del instrumento. Esa realidad, al volver, remece: la confirmación de la vocación personal, «apacienta mis ovejas» y del envío, «sigueme», una vez que nos ha conocido y amado por completo, también en la fisura de nuestra débil naturaleza, en las heridas que nos hacen huir o buscar migajas de cariño, en la necesidad de perdón, sanación y valoración, en medio de nuestro precario equilibrio…es liberador.
Allí Jesús confirma a Pedro con su traición, a Tomás con sus dudas, a Natanael con su suspicacia, a los hijos del Zebedeo con su pusilanimidad uno y las ansias de poder en el otro y así, a cada uno. A todos, como un mosaico del género humano.
El llamado y el envío a ser portadores de su misericordia en el mar del mundo, pasa necesariamente por ser sujeto de esa misericordia primero, de lo contrario el amor es pura teoría o sentimentalismo o ganas o energía. El verdadero amor está en amar también lo que no luce, lo que no cuenta y nos cuesta en nosotros y en los demás. Pero primero hay que dar el paso, tan difícil muchas veces, de reconocer que junto a todo lo que sé, tengo, creo y quiero, están mis dudas, errores y necesidades. Qué liberador es sentirse llamado, amado y enviado también allí, cuando pareciera que sólo cabe lo que resulta, lo que está bien o es virtuoso. «No se puede ocultar una luz bajo la cama», pero tampoco podemos ocultar frenéticamente el polvo bajo la alfombra, llegará un día en que sencillamante tropezaremos y caeremos, y el dolor será más grande en esfuerzos defensivos y justificatorios, que si hubiéramos aprendido a vivir cara a Dios y a los demás con generosidad en lo que somos, humildad en lo que no y solidaridad de unos con los tros, porque nos necesitamos.
Jesús volvió al lago no para quedarse en la placidez y la seguridad de la orilla, sino para enseñarnos a ir mar adentro en la vida.