En estas fechas se celebraron los 150 años de la publicación «El origen de las especies» de Charles Darwin, donde aborda una de las grandes preguntas del hombre: de dónde venimos. Antes que resultados, Darwin deja más interrogantes que respuestas, las que confirman el gran misterio detrás de la Creación: que ésta apunta al hombre, como su centro y sentido; que es un misterio insondable para el que se fue preparando desde siempre un hogar. Su misteriosa evolución, desde la ameba que salió de las profundidades del mar hasta el mono que comienza a erguirse lentamente, es signo elocuente de que hubo un plan preparado lentamente para el ser humano. Las teorías de la evolución no han logrado despejar una gran incógnita: que aquí no nos encontramos ante un simple «salto evolutivo», que no somos un eslabón más o menos complejo en esta seguidilla de mutaciones. En efecto, Darwin y sus seguidores no han podido – y quizá no se podrá nunca – despejar la gran incógnita: en qué momento se produce un salto no solo cuantitativo sino cualitativamente mayor que lleva a que el más inteligente de los mamíferos esté a años luz del más simple de los humanos. Porque a pesar del evidente parentesco entre nosotros y el resto de la creación, el hombre no es solo un producto más complejo, un ser algo más perfeccionado: Somos infinitamente «otros» y a su vez infinitamente semejantes. Toda la creación tiene como único sentido el hombre, la única creatura querida por si misma. A Darwin le debemos la constatación de algo evidente. Que no hay contradicción entre el discurso de la fe, que afirma un Dios creador del hombre y la evolución de éste. Ambos aspectos son absolutamente compatibles y hablan de la infinita grandeza de un Dios que prepara su gran creación, el Hombre, «a fuego lento», por pura gratuidad y Amor. Sí, resultan preocupantes las lamentables consecuencias de una falsa lectura de las teorías darwinianas. La acentuación unilateral de algunos puntos, particularmente el de la «selección», lleva a conclusiones aberrantes y a ajenas su pensamiento. Ello revela falta de inteligencia y, en último término, menosprecio por el ser humano, racismo y estrechez de miras. De hecho, buscar teorías de superioridad en su pensamiento es signo de debilidad. A Darwin le debemos el que haya confirmado con su ciencia lo que la intuición del hombre de fe nos dice hace milenios y que se confirma en Cristo: que somos todos hijos de un mismo Padre y Creador común, iguales en dignidad y derechos, que el más pequeño, enfermo y limitado de los hombres vale tanto como el más grande, fuerte e inteligente; que no hay diferencias de razas, colores ni aspectos; que formamos una única gran familia, donde es infinitamente más lo que nos une que lo que nos separa. Por eso, ¡gracias Charles!