Del terremoto pasamos a la preocupación por una hecatombe nuclear. Siguiendo las noticias, solo cabe esperar que se tomen buenas decisiones y se logre prevenir un desastre de proporciones. La lejanía del gran país asiático no nos permite desentendernos de un drama de contornos épicos; apocalípticos, como adelantaron varios.

El tema del terremoto da pie para una profunda reflexión, la que nos acompañará un buen tiempo. Por de pronto, es una invitación a decidirnos por políticas de desarrollo armoniosas y responsables para con el entorno. El cuidado de bosques, zonas costeras, lagos, no son un antojo de algunos fanáticos por lo verde, sino un imperativo del tiempo, del cual nos debemos hacer cargo antes de que sea tarde. La explotación indiscriminada de bosques, lagos, mares, trae consecuencias a largo plazo, muchas de ellas irreversibles.

Los terremotos no son una de ellas, lo sé. Pero sí podemos adelantarnos a sus consecuencias, como bien lo mostró en estos mismos días el pueblo japonés, preparado desde siempre para eventos dolorosos. Si bien los pilló desprevenidos – a quien no – es notable su resiliencia, capacidad de levantar cabeza, ponerse de pie, tomar con las dos manos el destino de una tragedia.

Un mundo cada vez más pequeño obliga a una relación armoniosa y sustentable con el entorno, que se pueda proyectar en el tiempo. Lo que pareciera ser ventajoso hoy, puede muy bien ser negativo mañana.

Las catástrofes naturales nos llevan a reconocer con humildad que somos aves de paso en un mundo que creíamos dominado. El respeto a la creación debe ir a la par con un aumento de la conciencia de ser comunidad, en que nos apoyamos unos a otros en las necesidades y tragedias. No es la desconfianza ni el temor al otro lo que debe primar en las relaciones humanas. Debemos ver en el otro un igual, hermanos de un destino común, alguien en quien confiar y a quien apoyar en caso de necesidad.

Lo propio del hombre es la solidaridad. Ante el dolor y la muerte, todos somos iguales, nos vemos desnudos y dependientes.

El mundo cristiano celebra cuaresma, 40 días de reflexión, mayor oración y solidaridad. 40 días para cambiar historias, la propia y la de los demás. La conciencia de la fragilidad ajena nos lleva a crecer en sensibilidad, a agradecer lo que tenemos, a reconocer mejor los errores propios y perdonar los ajenos. No hay dolor del que no se saque una lección positiva.

Suena duro decirlo, pero las desgracias – para sacar un provecho de su misterio – nos hacen bien, si aprovechamos sus lecciones. Nos recuerdan que no estamos solos, que hay otros iguales a nosotros a nuestro lado, que nos necesitamos unos a otros y que esta dependencia no es un estorbo sino un aliento para ser mejores.

La solidaridad comienza por casa. Y el primero que gana con ella, es un mismo. Dar no empobrece. Enriquece.