He pensado en el viejo cuento de la persona que, arrepentida, le dice a un anciano sabio que ha hablado mal de otra persona. «Bien, le dice el sabio, no lo hagas más. Pero como reparación a este error, ve, rompe un saco de plumas, espárcelas, y luego recógelas». El buen hombre pensó: «Qué fácil y liviana la reparación». Y así lo hizo: tomó un saco de plumas, lo rasgó y dejó que las plumas volaran. Pero, al momento se da cuenta que le será imposible recoger las plumas. Quizá algunas. Pero la mayoría se las llevará el viento.

Lo mismo pasa con las calumnias, rumores y pelambres varios. Quizá no llegan al nivel de delitos, pero «miente, que algo queda». Más aún si son comadreos anónimos, escondidos en la penumbra, de medio lado, esparcidos como estas plumas fáciles de soplar pero difíciles de recoger.

La verdad, para que sea tal, requiere la claridad del día, transparencia, valentía. Si no, no es verdad. O simplemente una caricatura de la verdad, que termina haciendo más daño que bien; hiriendo y debilitando la buena causa que la alimentó. La verdad debe ser dicha siempre de frente, sin tapujos, con franqueza, pero a través de los canales regulares y buscando que se repare un daño sin causar otro mayor: ajustada a los hechos reales, sin espacio a falsas interpretaciones ni acomodos.

Y con esto pienso en todas las situaciones de la vida, no solo en las eclesiales, que son las que han alimentado peligrosamente un mal ejercicio de la denuncia. Lo mismo que nos puede llevar a una caza de brujas de imprevisibles y peligrosas consecuencias. El daño que se puede hacer es enorme, casi incurable.

Y esto en todos los planos de la vida social: profesores, médicos, abogados. Todos quienes trabajan con personas pueden ser objeto de una comentario mal intencionado.

Acercarse a tiempo a quien necesita una advertencia, puede llevar a corregir varios errores a la vez. Tememos malas reacciones. Pero nos sorprenden las buenas. Es que las correcciones con caridad, son doble corrección.

Lo peor de la maledicencia es que finalmente destruye una muy buena intención, como es develar la verdad en dichos que pueden tener un asidero cierto. Muchas veces cuesta encontrar el tono y el modo. En ocasiones serán el sigilo y el secreto aliados prudentes. Pero eso no es excusa para atrincherarse en el anonimato y lanzar desde ahí, dardos cobardes que, insisto, terminan por agredir la causa de la verdad. Al final, nadie creerá nada. Nos llenaremos de suspicacias, desconfianzas y recelos. Cuando haya veracidad, será demasiado tarde.