Génesis 15, 5-12. 17-18; Filipenses 3, 17 – 4, 1; Lucas 9, 28b-36
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»
16 marzo 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Necesito tocar la Gloria de Dios y recordar que el final no es la muerte. Necesito ese abrazo de Dios que me recuerda que valgo mucho, que soy su hijo escogido»
La cuaresma es una invitación constante a orar y guardar silencio. Una oportunidad para hacerlo en el interior de mi corazón, en el silencio de mi cuarto, sin que nadie sepa, guardando silencio. El silencio de la oración es bueno, me sana por dentro y me aleja de los ruidos y las voces que me aturden. Callar en mi interior es un seguro. Dejo de pronunciar las palabras innecesarias. Acallo los gritos y los reclamos del mundo. ¡Cuánto me cuesta callarme, calmar mis ansias, detener mis prisas! El silencio que anhelo es sagrado. Como cuando entro en un lugar santo y experimento una paz inmensa. El silencio de los que me escuchan con paciencia y atención. Sin querer que acabe pronto, sin exigirme el silencio a mí mismo. Escuchan en silencio, respetan en silencio. Ese silencio de voces impertinentes me salva. A menudo busco el ruido, el bullicio, los gritos, las voces, las risas. Buscar el silencio parece aburrido, excesivo. No puedo dejar de hablar y no siempre hablar es el camino. Ese silencio sagrado es el que aguarda la voz de Dios. Porque dentro de mí, en el silencio de mi alma, Dios puede hablarme y yo puedo escucharlo. Guardo silencio y evito palabras innecesarias. No necesito estar siempre conectado con el mundo. No preciso de música para tener paz. Guardo silencio y escucho, espero, aguardo a que suceda algo importante en mi corazón. No quiero decir palabras innecesarias, superficiales que no llegan a la hondura del alma. Orar es esperar, callar, estar. No consiste en solucionar problemas, aun cuando el mismo silencio calme los miedos y me llene de esperanza. Orar sin tiempo, sin prisas, dejando que el alma se ancle en lo profundo de la tierra. El Papa Francisco, al comenzar la Cuaresma, me dice: «Gracias al amor de Dios en Jesucristo estamos protegidos por la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme. En ella la Iglesia suplica para que «todos se salven» ( 1 Tm 2,4) y espera estar un día en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo. Así se expresaba santa Teresa de Jesús: «Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo» (Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)». La oración despierta mi esperanza. Es el ancla que me ata al cielo. Espero en lo que no veo, aguardo lo que sueño y deseo que Dios me regale todo lo que me falta para llenar y calmar mi ansia de infinito. Este silencio orante es sagrado. Hay otros silencios en mi vida que no me hacen bien. Son los que no me dejan compartir mi mundo interior con los que amo. El silencio que bloquea la comunicación y el diálogo. El silencio que no me deja decir lo que de verdad pienso. Hay silencios culpables que no defienden al inocente y aceptan que suceda la injusticia. Son silencios culpables porque esconden la verdad protegiendo la propia vida. Hay otros silencios que se revisten de negación, cuando me cuesta tanto aceptar las cosas como son y perdonar mi historia, mi pasado. Cuando me resisto a reconciliarme con mi hermano y callo. Cuando niego lo que siento en un silencio espeso que quita la alegría: «La negación es nuestro escudo. Todavía no sabemos que perpetuamos el daño al negar el pasado, al mantener nuestra conspiración de silencio. Estamos convencidos de que cuanto más encerremos el pasado, más seguros y felices nos sentiremos»[1]. El silencio de lo que me sucedió no me sana. Tengo que enfrentar la vida, mi historia, mi pasado. Lo que no es asumido por el hombre nunca es redimido. Lo que no acepto no es salvado. Me gustaría no guardar ese silencio que me hace daño. Quiero hablar para expresar y no reprimir lo que me duele. Decirle a Dios a gritos lo que tanto me cuesta vivir. Exclamar que necesito su abrazo para saberme amado. El verdadero silencio también tiene palabras verdaderas. Palabras que me hablan de mi vida. Palabras que llegan al corazón de Dios y allí se rompen todos los dolores. Tal vez no todo tenga que decirlo. Pero sí aquello que si lo callo me acabará llenando de sombras y rencores. Expreso el dolor y cómo me siento. No finjo, no escondo, no disimulo. Mi historia es como es y lo que siento siempre es valioso y válido.
En la Cuaresma recorro un tiempo sagrado, bendecido. Es una oportunidad para cambiar, para ser mejor, más de Dios, más humano. Porque al final se trata de ser más humano, más misericordioso, más compasivo, más sensible. El drama hoy es la indiferencia. Se mete en el alma de forma sigilosa. Me acostumbro a las desgracias de los hombres. No sufro cuando veo que sucede algo terrible. No me inmuto, no me preocupa. Estoy desapegado del dolor ajeno. Y ya no hago nada por remediarlo. Puede que en ocasiones sólo pueda rezar por el que sufre. Pero ni siquiera eso hago. Lo borro de mi lista de prioridades. El otro, el distante, el prójimo que no está próximo, deja de ser alguien relevante en mi vida. La Cuaresma es una invitación a cambiar, a mirar con misericordia a mi hermano. Es el deseo de hacer que la vida sea diferente. Yo puedo acercarme al que sufre, puedo consolar, sostener, levantar, ayudar. Puedo ser misericordioso con mi limosna. La limosna me lleva a dar, no lo que me sobra, sino aquello que valoro y es importante. La limosna exige que me parta, me done, me entregue. Quiero dejar de pensar sólo en mí para pensar en los demás. Comenta el Papa Francisco como motivación al comenzar esta Cuaresma: «Sería un buen ejercicio cuaresmal confrontarse con la realidad concreta de algún inmigrante o peregrino, dejando que nos interpele, para descubrir lo que Dios nos pide, para ser mejores caminantes hacia la casa del Padre. Este es un buen “examen” para el viandante». Pienso en los que no poseen lo que yo tengo. En los inmigrantes, en los que no tienen hogar, en los que sufren la pérdida de un ser querido, en los que están solos y se sienten abandonado. No tengo que buscar mucho para pensar en rostros concretos. Hay personas junto a mí que sufren, no son felices, están llenas de rabia y angustia. Sólo necesitan que alguien las mire de otra manera, con una misericordia nueva, distinta. Dice el Papa Francisco en una carta a los obispos americanos: «El acto de deportar personas que en muchos casos han dejado su propia tierra por motivos de pobreza extrema, de inseguridad, de explotación, de persecución o por el grave deterioro del medio ambiente, lastima la dignidad de muchos hombres y mujeres, de familias enteras, y los coloca en un estado de especial vulnerabilidad e indefensión. El verdadero bien común se promueve cuando la sociedad y el gobierno, con creatividad y respeto estricto al derecho de todos, acogen, protegen, promueven e integran a los más frágiles, desprotegidos y vulnerables»[2]. La inmigración es una realidad que me rodea. Hay muchos inmigrantes. Yo mismo puedo ser inmigrante. Mirar compasivamente al que viene de lejos es un acto de misericordia. Puedo justificar mi desprecio de muchas maneras, puedo decir lo que quiera para defender mi indiferencia. Pero no basta. Dios es misericordia y acoge a todos sin importar de dónde venga, cómo sean. La misericordia debería ser el adorno de mi vida. Quisiera no hacer distinciones en mi trato con las personas dependiendo de dónde vienen y quiénes son. Todos tienen la misma dignidad ante Dios. Quisiera comprenderlo y vivirlo cada día. En ocasiones hago distinciones. No acepto al que no es como yo, al que no procede de la misma parte de la ciudad, al que no estudió en los mismos colegios o fue a la misma universidad. Diferencio al que tiene estudios del que no los tiene. No los trato de la misma manera y acabo pensando que algunos tienen más dignidad que otros. Entonces la limosna se vuelve muy concreta. Consiste en amar a todos como Cristo los ama, en mirarlos con sus mismos ojos, en tratarlos con su misma benevolencia y amor. Me gustaría ser así en el trato con los demás y no lo logro. Enseguida hago distinciones y mi actitud es diferente. Por eso quiero preguntarme cómo es mi mirada hacia los demás. ¿Qué hago cuando alguien tiene un problema y me pide ayudar? ¿Cómo soy de generoso en mi respuesta? ¿Cómo trato a las personas que no piensan como yo, o no vienen del mismo estrato social, o no son de mi círculo de amigos más cercanos? Puedo llegar a poner barreras en lugar de construir puentes. Me alejo de las personas que ahora se llaman tóxicas, en lugar de procurarlas y darles algo de alegría y esperanza. Mi actitud salva vidas o las condena. Mi forma de amar levanta al que se cae o lo abandona al borde del camino. Pienso en esa parábola del buen samaritano y me veo pasando de largo ante el que sufre, ante el indigente, ante el inmigrante. No me preocupa tanto el mal de los demás mientras a mí no me afecte. Si alguien tiene un problema no trato de echarle una mano. Me refugio en mis miedos y preocupaciones. Pienso sólo en lo que yo necesito y mi yo se vuelve demasiado grande y exigente. Quisiera hacer el bien y no el mal. Regalar misericordia y no caer en la indiferencia. Mi limosna no son esas monedas que me sobran. No doy para que otros vean que doy, no soy generoso para que valoren mi generosidad. Mi amor lo ve Dios y Él en secreto me recompensa. Lo demás poco importa. Mi limosna es algo sagrado y quiero vivir pendiente de los que necesitan. ¿A quién puedo ayudar en esta Cuaresma? ¿Quién necesita mi amor y mi cuidado?
Pienso en el otro pilar que trata de fortalecer la Cuaresma. Se trata del ayuno. Y escuchando a Isaías, pienso que el verdadero ayuno tiene que ver con todo esto: «Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos. Serás un huerto bien regado, un manantial de aguas que no engañan. Tu gente reconstruirá las ruinas antiguas, volverás a levantar los cimientos de otros tiempos; te llamarán “reparador de brechas”, “restaurador de senderos”, para hacer habitable el país». El verdadero ayuno tiene que ver con un cambio del corazón. El ayuno me priva de algo que hago, que disfruto, que vivo, para tener más tiempo y capacidad para el bien, para el amor, para la entrega. En ocasiones veo el ayuno como algo duro y exigente, y lo es. Es la renuncia de lo que hago, de lo que disfruto, para amar más. Y renunciar siempre duele. Es dejar a un lado lo que me calma, lo que me excita, lo que me motiva y todo por un amor más grande. No renuncio simplemente por renunciar. Hay un amor que motiva mi sacrificio. El que ama de verdad sabe muy bien lo que implica dejar de hacer lo que quiere por un bien mayor. El amor matrimonial está lleno de renuncias. La familia, el cónyuge, los hijos. Cualquier vocación tiene muchas renuncias. Es parte de la vida renunciar por amor a otros, para que otros no sufran, para que tengan. Dejo de hacer lo que yo quiero para permitir que otros hagan y tengan lo que quieren. Esa actitud no es tan sencilla porque dentro de mí hay escondido un gandalla, como dicen en México. Quiero lo mejor para mí y trato de conseguirlo. La madurez en la vida tiene que ver con la capacidad de aceptar en la vida la renuncia con naturalidad. El que busca hacer siempre lo que quiere, sin importarle los demás, suele ser una persona inmadura, sin altura, sin muchos valores. El que vive para que los demás hagan cosas por él, no ha dado un salto en su crecimiento personal. Por eso el pilar del ayuno es una oportunidad para crecer en mi generosidad, para vivir descentrado, para no buscar de forma egoísta y obsesiva la satisfacción de todos mis deseos. La madurez espiritual tiene que ver con esta actitud interior. Renuncio a un bien para que otros estén mejor. En ocasiones siento que renuncio sólo por renunciar y que mi renuncia no la ve nadie. Suele ser así muchas veces. Esa renuncia va fortaleciendo mi espíritu, mi fuerza de voluntad. No elijo siempre el camino fácil, no opto por lo agradable cada vez que puedo hacerlo. Como el deportista que se exige para alcanzar la meta que está ante sus ojos. Renuncia a muchas cosas para estar más sano, para sentirse en forma. Me gusta esa mirada. El mundo de hoy cultiva la renuncia para tener un cuerpo sano. Y se olvida del alma sana. El ritmo de vida tan exigente no deja que el alma sea libre y crezca sana. En la búsqueda de la paz interior hay en ocasiones un cierto egoísmo. La renuncia se piensa como un bien para mi cuerpo, para mi vida. Hay poca proyección fuera de mí. El ayuno que vivo en este tiempo es más amplio, sale de mí, llega a mi hermano. El ayuno, como dice Isaías, está orientado a liberar a los que me rodean, a dar paz a los que viven en guerra, a saciar al afligido y dejar que una luz brille en mi interior para iluminar a otros. Reconstruiré ruinas, levantaré cimentos, restauraré brechas, abriré nuevos senderos. Me gusta esta imagen del que construye para que otros tengan más vida y esperanza. Me conmueve esta renuncia que me lleva a amar más a los demás y no me deja centrado en mis propios planes y deseos. Normalmente pienso en el ayuno como renuncia a mi comida. Dejo de comer lo que me gusta, como menos o me sacrifico en este aspecto. Y está bien porque educo el cuerpo. Aun así creo que hay renuncias mucho más importantes. ¿Cuánto tiempo pierdo en las redes sociales? ¿Cuánto tiempo invierto en hacer cosas que no me aportan nada a lo largo del día? ¿Cuánto tiempo me consumen ciertos pecados en los que caigo? Dejo de hacer aquellas cosas que no me hacen tanto bien. Este tipo de ayuno me beneficia. Dejo comidas y bebidas que no me ayudan en el cuerpo. Dejo a un lado hábitos que no me ayudan en mi vida interior. El tiempo del que dispongo no es mucho y a veces lo aprovecho mal. Si dejo de usarlo para aquellas cosas que no me hacen bien lo podré poner a disposición de mi hermano o de otras tareas que me ayuden como persona. Al mismo tiempo hay cosas en mi vida que están en orden y aun entonces puedo renunciar y ayunar. Puedo dejar de hacer cosas que son buenas por amor, para tener más tiempo para los míos, para cuidar a los que más me necesitan. Puedo unir a los que están alejados. Puedo hacer esa llamada incómoda que voy retrasando. Puedo empezar esa conversación que evito continuamente. Puedo acercarme al enfermo y visitar al que está solo. Puedo dedicar más tiempo a mis hijos, a mi cónyuge, a mi hermano, a mis amigos para hacerles un bien en medio de esta Cuaresma. Puedo regalarles más tiempo porque lo tengo al haber ayunado de aquello que era también bueno y consumía mi tiempo. ¿En qué tengo que ayunar en esta Cuaresma para que los demás tengan vida en abundancia?
Dios me promete una felicidad que ahora no tengo. Así hizo con el pueblo de Israel desde el comienzo: «En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: – Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Así será tu descendencia. Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia. Después le dijo: – Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte en posesión esta tierra». Le promete una descendencia infinita y una tierra maravillosa. Le promete que será feliz. Esa promesa siempre me conmueve porque en el corazón de todo hombre, en mi propio corazón, hay un anhelo de cielo, de infinito. De echar raíces y de fecundidad. Que mi vida sea fecunda, dé frutos, merezca la pena. Que mi vida sea un reflejo del cielo en la tierra. Las promesas de Dios siempre me conmueven. Y al mismo tiempo me asusta que no se hagan realidad. ¿Y si no todo sale bien y no hay una descendencia prometida? ¿Y si no logro retener la tierra que me hace feliz, desde donde logro mirar las estrellas infinitas? Surgen las dudas. También Abrán tiene dudas: «Él replicó: – Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?». Siempre surgen las dudas. ¿Seré feliz siempre? ¿Tendré paz en toda circunstancias? ¿Lograré alcanzar todas las metas que me propongo? ¿Perderé en alguna ocasión el sentido de mi vida? ¿Y si mis sueños se rompen o no sale todo tal como yo me había imaginado? ¿Y si me acarician con dolor la enfermedad y la muerte, a mí o a los míos? Surgen los miedos de lo hondo de mi alma. La promesa hoy brota con fuerza y quiero creer. Es un acto de fe lo que Dios me pide: «Aquel día el Señor concertó alianza con Abrán en estos términos: – A tu descendencia le daré esta tierra, desde el río de Egipto al gran río Éufrates». Hace un pacto conmigo para que no camine solo. Porque la tercera promesa, aparte de la descendencia y de la tierra, es su presencia junto a mí. Irá conmigo, no me dejará solo y me dará una intimidad con Él que calmará mis ansias. Sólo tengo que permanecer unido a Jesús en lo más hondo de mi alma. Tengo que estar a su lado para encontrar la paz verdadera. No quiero vivir con dudas y miedos y la única forma es vivir en el presente atado a Él, a su promesa. ¿Acaso no estoy yo aquí que soy tu Madre? Me recuerda María. ¿Acaso no está Dios en mi vida velando para que todo vaya bien y tenga la paz que necesito? Confío en su amor infinito, en su misericordia que me salva. Confío en su presencia que no se aleja nunca. Sueño con una felicidad que nunca pase, que permanezca anclada como un cimiento firme en mi alma. Comenta el Papa Francisco: «Pero, ¿qué es la felicidad? ¿Qué felicidad esperamos y deseamos? No se trata de una alegría pasajera, de una satisfacción efímera que, una vez alcanzada, sigue pidiendo siempre más, en una espiral de avidez donde el espíritu humano nunca está satisfecho, sino que más bien siempre está más vacío. Necesitamos una felicidad que se realice definitivamente en aquello que nos plenifica, es decir, en el amor, para poder exclamar, ya desde ahora: Soy amado, luego existo; y existiré por siempre en el Amor que no defrauda y del que nada ni nadie podrá separarme jamás»[3]. Esa es la felicidad que anhelo. El sueño que persigo. Un Dios que no satisface todas mis necesidades concretas, pero le da a mi vida una plenitud siempre anhelada. Vivir en presente tiene que ver con esa felicidad que sueño. ¿Qué espero de la vida? ¿Qué espero de las personas y de los días que pasan? ¿Qué les da sentido a mis pasos? Sigo soñando con una felicidad que colme todas mis ansias. La promesa de Dios sigue viva ante mis ojos. Dios me ha prometido el cielo en la tierra. La plenitud, la fecundidad, la estabilidad, las raíces firmes. Y en medio de mil problemas sueño con el cielo. No todo va a salir como yo esperaba porque las promesas de infinito serán totalmente reales en el cielo. Aquí en la tierra mis pasos serán imperfectos, llevan en su seno una semilla de temporalidad. No serán para siempre, no me harán feliz siempre. Anhelo el cielo mientras camino, mientras construyo. Pero la promesa de Dios le da sentido a mi vida. Ya ahora de forma imperfecta mi vida es fecunda. Veo frutos casi imperceptibles. Veo luz en medio de la oscuridad y brotes verdes en la sequía. Veo la esperanza dibujada en medio de la noche y me da alegría saber que ya estoy recibiendo aquí el ciento por uno. No dudo, no me duermo, no dejo de luchar. Sé que el cielo está a lo lejos invitándome a darlo todo, a confiar siempre, a no perder la alegría. La felicidad plena aquí y ahora no es posible, pero sí lo es vivir con un sentido, con paz, sin dejarme llevar por la angustia, sin sentir que la incertidumbre es algo terrible. Echo raíces en la tierra que Dios me regala. Siento que ya es mi tierra, ahora es mi tierra. Tiene algo de eterna y al mismo tiempo es caduca. Pero no me importa. La promesa de Dios sigue dándome vida. Él es mi tierra definitiva y tiene en su interior mis raíces verdaderas. Mientras tanto sigo amando y dándome en cada paso, en cada tierra que recorro. Es la tierra que Dios me regala para ser feliz en el presente, para hacer posible lo imposible. La única parte de la alianza con Dios que a mí me toca es la fidelidad. Permanecer al lado de Dios, cuidar ese amor que puso un día en mi interior. Dejarme amar por Él sin huir nunca. Y amarlo con todo mi ser, con toda mi alma.
A veces no es tan fácil comprender lo que Dios quiere. Los discípulos no comprenden nada de lo que Jesús les dice. Porque justo antes de subir al Monte Tabor les ha ido preparando para lo que va a venir. Les anuncia su próxima muerte y ellos no comprenden. Quisiera prepararlos para el final pero ellos no son capaces de entender nada. A mí también me pasa. Cuando me hablan de los peligros, de lo malo que puede suceder, prefiero no verlo. Cierro los ojos, sigo caminando. Es el peligro del hombre que cree que lo bueno nunca va a acabar. La muerte nunca va a llegar a su vida. Ni la muerte, ni la enfermedad, ni la pérdida, ni el dolor. Es mejor no entender, no pensar que el mal puede ser más fuerte que el bien en algún momento. Tal vez no sería capaz de soportarlo. El miedo de angustiaría y no lograría dar un paso. Es por eso más fácil esconder la cabeza, cerrar el corazón, callar y pensar que no es necesario preocuparme por el futuro incierto que me genera ansiedad. Así eran Pedro, Juan y Santiago cuando subían emocionados el monte Tabor con Jesús. Él los había llamado a ellos de forma especial, los amaba y los eligió para subir con Él. Estarían alegres y se olvidarían entonces de las palabras de Jesús. ¿Para qué angustiarse con lo que ha de venir cuando el presente es algo maravilloso? Me sucede cuando vivo cosas buenas, no quiero pensar en que algo malo pueda suceder. Cierro mis entrañas y me aferro como un náufrago a esa tabla de salvación. No quiero que pasen los días, no quiero que cambie nada en mi vida, no deseo que me quiten lo que tengo. No tengo esa libertad interior para cortar con lo que me hace feliz sin sufrir. Hago mías las palabras del salmo: «El Señor es mi luz y mi salvación. ¿a quién temeré? Él Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor». No quiero que Dios me esconda su rostro. No quiero que se apague la luz y surjan las sombras y la oscuridad. No deseo la noche, quiero la luz del día. No quiero la muerte, quiero la vida y la esperanza. Me gusta pensar en el Tabor. Desde ese monte que corona Galilea se ve toda la llanura. Desde lo alto los problemas parecen más pequeños. Cuando subo a la montaña me siento en paz, alegre, lleno. Desde allí se ve todo más pequeño, no hay sombras, no hay muerte, no hay temor. Me gusta pensar en todo lo bueno de mi vida y dejar a un lado las sombras que me amenazan. Claro que todo puede salir mal. No le doy muchas vueltas, subo a lo alto del monte y allí tengo paz y alegría. Los problemas son pequeños y prefiero no entender nada. En el Tabor Jesús quiso revelarles a los discípulos su gloria, su luz, su vida, su felicidad. No hay razones para el miedo porque la luz es más fuerte, y la paz, y la vida: «En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén». Se transfigura delante de ellos. Les muestra el cielo para que no se dejen llevar por sus miedos y angustias. Les hace ver que la victoria es de Dios. Pienso en todos los Tabores que he tenido en mi vida. Momentos en los que he visto el cielo abierto y he sentido el amor de Dios en mi camino. Esos instantes sagrados en los que he querido quedarme allí para siempre sin tener que irme a otro lado. Recuerdo encuentros, vivencias, conversaciones, aventuras, experiencias. Quisiera acumularlas todas en mi corazón para no olvidarlas nunca. Dios me habla en todo lo que me pasa. Especialmente en esos momentos de cielo que me recuerdan que estoy hecho para Él: «Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos». Soy un ciudadano del cielo y tengo que perseverar con Dios. Quedarme en su presencia, notar su Gloria y alegrarme de todo lo que Dios tiene pensado para mí. Los momentos de Tabor en mi vida me recuerdan que es el cielo lo que me espera. Que un día estaré con Él para siempre y ya no habrá miedos, ni soledad, ni dolor, ni rabia, ni rencor. Quiero guardar esa luz del cielo en mi alma para cuando vengan momentos oscuros, para esos días en los que el dolor sea enorme y la tristeza muy densa. Quiero escribirlos, grabarlos en imágenes, enraizarlos muy dentro de mí para no olvidarlos nunca. Igual que esas personas que son Tabor en mi vida. Me hablan del cielo con sus ojos, con su luz, con sus palabras. Quiero tener cerca de mí a esas personas que son Tabor y llevan el cielo en su alma. Me llenan de esperanza y de alegría. Y al mismo tiempo quisiera ser yo Tabor para todos los que están a mi lado. Que al compartir su vida conmigo sientan un poco más cerca el cielo.
No siempre es fácil comprender lo que me está pasando. En los momentos de Tabor en mi vida pienso que van a ser eternos, pero luego pasan. Quiero quedarme en ellos para siempre y que el tiempo se detenga. Me gustaría que lo bueno fuera constante. Así será el paraíso, el cielo prometido. Mientras tanto camino entre momentos de cruz y de resurrección, de angustias y de Tabor. Momentos en los que dudo y otros en los que creo con todas mis fuerzas. Momentos en los que río y muchos en los que lloro. Los discípulos contemplan la gloria y sueñan: «Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús: – Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No entienden que en esta vida el bien no es permanente. Que tengo que aprender a sacar cosas buenas de las malas y a reír bajo la lluvia. Que no siempre venceré en todas las batallas y que no todos los días veré la Gloria de Dios en todo lo que me pasa. Dudaré de las promesas y me olvidaré de lo importante. Y es que Jesús no se baja de mi barca en medio de la tormenta. Por eso hace falta algo más para que los discípulos entiendan. El cielo se abre ante los ojos de los discípulos y se manifiesta la misericordia de Dios: «No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: – Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo». Surge una voz desde el cielo para darle un sentido a todo lo vivido. Habían visto la luz de Dios, habían contemplado su rostro, ahora escuchan su voz. Todo tiene un sentido. La vida y la muerte, la paz y la guerra, el dolor y el consuelo, la pérdida y la recuperación, la soledad y el abrazo, la despedida y el reencuentro. Son caras de una misma moneda, rostros de una misma vida. Nada es indiferente para Dios que me recuerda, pase lo que pase, cuánto me quiere. Y eso es lo que hoy escuchan los discípulos y se conmueven. Dios Padre sostiene a su Hijo Jesús desde el cielo. Dios me sostendrá a mí en mis batallas, en mis luchas. Necesito tener momentos de Tabor para poder enfrentar el sufrimiento. Cuando esté solo y me sienta vencido una voz desde el cielo me levantará y hará posible lo imposible. Sostendrá mis pasos, levantará mi ánimo. Una voz que dice que me ama como soy, que sueña conmigo y respeta mis tiempos. Me gustaría creer en la misericordia de Dios siempre. Comenta el Papa Francisco: «Debemos preguntarnos: ¿poseo la convicción de que Dios perdona mis pecados, o me comporto como si pudiera salvarme solo? ¿Anhelo la salvación e invoco la ayuda de Dios para recibirla? ¿Vivo concretamente la esperanza que me ayuda a leer los acontecimientos de la historia y me impulsa al compromiso por la justicia, la fraternidad y el cuidado de la casa común, actuando de manera que nadie quede atrás?». Quiero vivir con la esperanza de la salvación viva en mi vida. Dios me ama y no me deja solo. Me mira con compasión, con misericordia. Y me recuerda que soy su hijo más amado, el predilecto. El hijo soñado por su padre. Doy gracias por ese amor incondicional que me sostiene. No me mira juzgándome. No desconfía de mi amor, del deseo que tengo de entregarle mi vida. Conoce mis debilidades y sabe cómo es la pureza de mi corazón. No importa el tamaño de mis pecados ni la oscuridad de mis intenciones. No desconfía de mis deseos, porque sabe que Él mismo los ha dejado nacer en mi interior. Sabe que quiero ser mejor cada día y por eso no deja de empujarme, de animarme, de ayudarme a crecer. Hoy hago mías las palabras que escucho: «Quédate conmigo, Señor, en la tribulación. Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti. No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre; me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré». Mi camino está en las manos de Dios. La voz del Tabor me ayuda a creer en lo que puedo dar, en lo que puedo amar, en lo que puedo llegar a ser. Esa fuerza me ayuda a bajar al valle y seguir mi camino, mi rutina, sin dudar. Un Dios misericordioso me ha levantado de mis miserias y me ha dado la fuerza necesaria para luchar cada día, para caer y levantarme, para soñar sin desfallecer. Necesito volver al Tabor cada cierto tiempo para no perder el rumbo. Necesito tocar la Gloria de Dios y recordar que el final no es la muerte. Necesito ese abrazo de Dios que me recuerde que valgo mucho, que soy su hijo escogido y que mi vida merece la pena. Ese abrazo de Dios es el que me da alegría cada día.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[2] Carta a los obispos americanos, Papa Francisco
[3] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco