Sabiduría 7, 7-11; Hebreos 4, 12-13; Marcos 10, 17-30

«Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme»

13 octubre 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Vivir en presente es el mayor regalo que me hace Dios y no estoy dispuesto a perder el sabor de la comida que pruebo, las caricias del viento, la ternura del agua que cae sobre mi piel»

Soy capaz de dar frutos gracias a mis talentos, a los dones que Dios me ha regalado. Hago el bien desde mi bondad. Ayudo a otros aprovechando mis capacidades. Doy fortaleza al débil cuando yo me mantengo fuerte. Y alegría al triste desde mi alegría. Sostengo al que se cae porque me mantengo en pie. Sonrío porque puedo sonreír. Y soy capaz de muchas cosas porque antes he recibido la capacidad para llevarlas a cabo. No dudo de esos talentos que Dios ha puesto en mí y que yo trato desde mi pobreza de hacerlos fecundos. A veces lo consigo y hay otros momentos en los que no soy capaz de lograrlo. Me quedo infecundo, no doy vida con los dones que Dios me ha regalado y me siento frustrado. Miro a los que Dios me ha confiado y de la misma forma que en mí, veo brillar en ellos talentos. Y pienso que tienen que explotarlos, dar vida con ellos. Y estoy en lo correcto. Es así, Dios me da un talento para que lo entregue, no para que me lo guarde y deje así que se marchite. Quiero jugar bien mis cartas y ponerlas al servicio de los hombres. Lo que Dios me ha dado gratis quiero entregarlo también gratis, sin exigir más, sin pedir más de la cuenta. Quisiera estar satisfecho con los dones recibidos y no vivir comparándome con los que tienen más, con los que logran más, con los que consiguen más cosas en su vida. Esas comparaciones me frustran y me amargan y así no soy capaz de avanzar. Al mismo tiempo Dios me pide que entregue luz y alegría, esperanza y vida desde mis heridas. ¿Cómo es eso posible? Normalmente escondo mi herida, la tapo, para que no me hieran de nuevo, para no sufrir más, para que no me hagan daño, para no sentirme humillado. A menudo la herida no ha sido sanada. Hay un perdón que no soy capaz de dar. No me reconcilio con mi pasado, con mi hermano, con aquel que me hizo daño incluso sin saberlo. Esas heridas no están sanas, supuran en su dolor. Es imposible sacar un bien de ellas. Es como si desde ellas sólo surgieran la envidia, la rabia y el resentimiento. Dios me pide que le entregue mi herida abierta. Que la ponga ante su mirada. Que espere a que Él pueda entrar dentro de ella para darme paz, consuelo y toda su misericordia. ¿Será posible sanar las heridas? Continuamente contemplo mis heridas y veo a tantas personas heridas a mi alrededor. ¿Cómo se curan las heridas? Me da miedo enfrentarlas porque duelen. Y uno sólo es capaz de exponer su herida ante aquel que lo ama. Porque sabe que esa persona no va a hacerle más daño. Sólo puedo contarte lo que me duele y asusta si confío en tu bondad, en tu amor hacia mí, en tu misericordia. Si albergo alguna duda esconderé mi herida para que no sepas que soy vulnerable. Porque la herida me ha hecho débil, frágil, incluso inconsistente. He notado que la herida que se infecta se llena de pus y duele. La escondo aún más y no dejo que nadie la vea, ni la huela, porque huele, ni la toque porque está sensible. No acepto mi herida, no la asumo. No reconozco que alguien un día me hirió y me dejó lleno de un dolor insoportable. Luego la vida continuó y yo seguí caminando con una discapacidad en el alma. La herida era como un peso insoportable que no me dejaba caminar con soltura ni amar con generosidad. Para poder hacerlo necesito aceptar que estoy herido. Y luego ser capaz de entregarle esa herida a Dios. Abrirla ante sus ojos, dejar que Dios la mire, la toque, la cure. Sólo cuando la abro, a Dios, a alguna persona a la que amo y me ama, dejo que la herida vaya sanando. Entonces la miraré sabiendo que duele menos. Incluso la tocaré y ya no habrá tanto dolor al tacto. Se estará sanando y no desaparecerá. Porque Dios quiere que dé vida desde mi herida. Parece imposible. En mi herida de desamor quiere Dios que aprenda a amar. En mi herida de no sentirme valorado quiere Dios que valore a todos. En mi cojera tan visible quiere que sane a los cojos. En mi incapacidad para hablar quiere que enseñe a muchos a hablar. En mi torpezas para darme en vínculos profundos quiere Dios que aprenda a crear esos vínculos que sólo Él puede hacer eternos. ¿Tengo clara cuál es mi herida? Desde mi herida de incondicionalidad quiere Dios que aprenda a amar de forma incondicional. En mi herida que no sé perdonar me pide Dios que perdone para enseñar a otros a hacerlo. Mi herida es una fuente de vida si la miro desde los ojos de Dios. Sólo Él puede sanar mi carne enferma y levantarme desde mi fragilidad. Me reconozco vulnerable para dejar que muchos puedan ver mi herida y mi dolor. Y esa herida dará una vida que no le pertenece.

La prudencia es una virtud que le pido a Dios siempre. Es una de las virtudes cardinales que desempeña un papel crucial en la toma de decisiones. Me ayuda a evaluar las situaciones con sensatez y actuar de manera cautelosa. Me permite ver las posibles consecuencias de mis acciones. Hoy escucho: «Supliqué y me fue dada la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos y a su lado en nada tuve la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa porque todo el oro ante ella es un poco de arena y junto a ella la plata es como el barro. La quise más que a la salud y la belleza y la preferí a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, tiene en sus manos riquezas incontables». La prudencia y la sabiduría van de la mano. Aprendo a vivir, a decidir, a actuar. Ser prudente es de personas sabias. Si soy prudente evitaré errores impulsivos. No tomaré decisiones apresuradas que podrían llevarme a consecuencias negativas. Me detendré a tiempo y reflexionaré antes de actuar. Una persona prudente no se lanza a la acción sin reflexión. Me gustaría ser siempre así y meditar los pasos que doy, las decisiones que tomo. Ser prudente logra en mí el equilibrio y la moderación. Evitaré los extremos que puedan causar daño o malentendidos. Conseguiré el equilibrio entre lo que realmente deseo y lo que es correcto. No todo lo que deseo es justo y está permitido. No todos mis deseos me dan paz y alegría. A veces perseguir lo que deseo puede llevarme a ser injusto y a hacer daño a quien no se lo merece. Con tal de conseguir lo que persigo puedo pasar por encima de las personas que son inocentes y no tienen nada que ver con mi objetivo. Simplemente estaban en el lugar equivocado en el momento más inoportuno. Cuando soy prudente no hago daño a nadie buscando mi propio interés. Hoy escucho: «La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas». Dios conoce lo que siento, sabe cuáles son mis deseos más inconfesables y me da la prudencia cuando se la pido para actuar en verdad y ser más justo en mis acciones. Cuando soy prudente en mis vínculos y amistades evitaré conflictos innecesarios y actuaré con responsabilidad y respeto hacia las emociones y expectativas de las personas a las que quiero. Seré prudente en mi trato, medido en mis palabras, justo en mis acciones. La prudencia se me da como don y al mismo tiempo la adquiero a partir de las experiencias del pasado. Aprenderé de los errores cometidos para no repetirlos. Porque repetir lo que daña a otros es un dolor que no quiero provocar en nadie. Seré prudente al decidir, aun sabiendo que toda decisión implica riesgos. Me puedo equivocar, puedo dañar al decidir algo que no es correcto. Ser prudente puede hacer que evite daños mayores y mis decisiones serán más seguras y responsables. Sé que siendo prudente llevaré una vida equilibrada y pacífica, donde mis acciones se correspondan con mis valores y con mi manera de vivir y enfrentar la vida y sus desafíos. No sé si siempre debo actuar con prudencia. Llevado al extremo, una excesiva prudencia, me puede volver temeroso y permanecer así inactivo. La prudencia me permite pensar, reflexionar antes de actuar para no dejarme llevar por mis pasiones desordenadas. Un corazón prudente actúa de forma comedida. No reacciona de forma desproporcionada. No responde a las acciones de los demás sin medir las posibles consecuencias. Toda acción conlleva una responsabilidad. Porque mis actos dejan rastros en mi historia. Lo que hago deja huella. Y esas huellas visibles u ocultas permanecen en el tiempo y pueden acarrearme males que ahora no vislumbro. Por eso es más sano no actuar de forma precipitada que dejarme llevar por la inercia o por lo que me grita el corazón. Ponerle cabeza a lo que estoy viviendo. Pensar, razonar, rezar. Darle vueltas a lo que estoy viendo y sintiendo. He rezado en el salmo estas palabras: «Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres. Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato». Un corazón sensato es un corazón prudente. Que peque de prudente antes que de temerario. Mis acciones tomadas sin reflexión pueden traer consecuencias irreparables. Luego puedo alegar que me precipité, que no pensé mucho, pero el daño ya está hecho. Y no tiene reparación. Puede creerme imbuido de una verdad absoluta y pensar que tengo razón en todo lo que pienso, digo o hago. No siempre es así, no en toda circunstancia tengo razón en lo que pienso, en lo que hago. No es así, soy frágil y me equivoco. Son errores que me duelen en el alma. No puedo dar marcha atrás una vez que he dicho lo que pensaba en ese momento o he hecho lo que creía que era justo. Me puedo equivocar y necesito asumir mis errores y aceptar las consecuencias. Soy responsable de todo lo que elijo, de mis actos. La madurez en mi alma se mide por mi prudencia. Es cierto que en ocasiones tendré que dejarla de lado si lo que me dicta en todo momento es no hacer nada, dejar de actuar y así olvidar lo que tengo que hacer. La prudencia guiada por el querer de Dios es el don que necesito. La prudencia unida a la paciencia para no vivir de forma precipitada, para no tomar decisiones aceleradas que me hacen daño. Ante grandes pérdidas no reacciono de forma desproporcionada. Soy prudente, medito y pienso antes de hacer nada.

No es sencillo ordenar mi desorden interior. Cada cierto tiempo descubro algunos cambios o algunas dimensiones en las que no había pensado. No es fácil mirar dentro de mí. No me doy ni el espacio ni el tiempo para descubrir lo que está pasando en mi interior. Necesito estar atento. Necesito callar y hacer silencio. La verdad es que nunca podré ordenar todos los aspectos de mi vida ni tener mi interioridad en un equilibrio absoluto. En el cielo sucederá. Al mismo tiempo cambio continuamente, estoy en movimiento. Eso hace que el orden total no lo alcance nunca. Cambian el trabajo, los hijos, la edad. Cambian mi salud, mis necesidades, mis gustos, mis aficiones. Y con todos esos cambios llegan nuevos desórdenes. Es importante encontrar un cierto orden. Es fundamental mantener en un cierto equilibrio mi vida. No sólo por mí, sino por los demás, por los que me rodean, por aquellos a los que tanto amo. Si no me conozco, ni acepto, ni trato de superarme, todas mis relaciones estarán en peligro y el amor se debilitará. Puedo donarme de verdad a otros sólo si me conozco y me quiero. En la medida en que soy dueño de mí mismo puedo amar con libertad. Si no me conozco, si no me valoro, si no sé por qué reacciono de una determinada manera, si no he aceptado mi fragilidad y mis límites, si no me reconcilio con mi historia y perdono todo lo que me ha dejado el alma resentida, no podré darme bien. Necesito sanar mi historia para vivir el amor. En la medida que pueda ir perdonando por las heridas recibidas en la convivencia podré madurar en mi mundo afectivo. Además, al perdonar mi historia, voy a poder sanar mi corazón para evitar así que esos resentimientos afecten mis relaciones. A mayor perdón, mayor sanación. A mayor sanación, mayor libertad. A mayor libertad, mayor capacidad de amar. A mayor capacidad de amar, mayor presencia del Espíritu Santo en mi vida. Necesito aceptar mi pasado, mi familia, mi forma de ser, mi temperamento. Mi cuerpo, mi edad. Mis debilidades, mis límites. Todo lo que soy, todo lo que tengo. La vida que Dios me ha regalado. Aceptar y comprender. Asumir y darle el sí a las cosas como son y no vivir de sueños que no se hacen nunca realidad. El amor de Dios me sana, porque es incondicional. Dios me quiere tal como soy. Dios no me ama a pesar de mis debilidades, sino que me ama precisamente porque soy débil, pequeño, vulnerable, necesitado. Mis debilidades, físicas o morales, son un imán para la misericordia y amor de Dios. La única barrera que tiene ese amor misericordioso es que yo le abra mi corazón. Un papá o una mamá no se escandalizan ante un bebé con caca en sus pañales. Al contrario, al ver a su bebé en esas condiciones de inmediato lo limpian con talco, con colonia y pañales nuevos. A Dios le pasa lo mismo cuando me ve en mi miseria, con los pañales sucios. Lo único que quiere es devolverme la dignidad y dejarme limpio. La única barrera para el actuar de Dios es que lo deje entrar en mi mundo interior, a veces desordenado y pecaminoso. He construido un muro para que nadie vea mis heridas. Y no deseo que el mundo conozca mi fragilidad y me trate de acuerdo con ella. Dios me ama conociéndome y yo sólo tengo que dejar que Él me vea, me mire sucio y se conmueva. Necesito dejar que me cambie los pañales. Necesito asumir mi debilidad para que pueda ser redimida. Lo que no se reconoce, lo que no se asume y no se acepta, tampoco es redimido ni se supera. Dios no vino a amar a gente perfecta, sino a hombres débiles y pecadores. Conocerme como soy, reconocerme pequeño y débil con humildad, y aceptarme tal como soy es el único camino para ser feliz y pleno. No quiero desconocer esa dualidad que hay en mi interior. Por un lado sueño con el cielo. Por otro lado me sumerjo en mis infiernos. No quiero meter la porquería bajo la alfombra. No deseo buscar compensaciones ni evasiones que me regalan tan solo una satisfacción momentánea, no una felicidad duradera. En Dios encuentro paz y orden, me siento amado como soy. Hablaba así el P. Kentenich de una oración en la que «todo está ordenado hacia Dios. Se trata de una ordenación total de todo mi ser hacia Dios. ¡Todo para el Uno!»[1]. Mi mundo interior abierto al mundo sobrenatural. Dejando que María, que Jesús entren en mi morada interior. El orden viene de Dios. Me da la paz que necesito y logra así que mi corazón descanse. Miro mi vida en su desorden y me reconozco en esas reacciones que a veces me asustan. Cuando surge la violencia sin haber una razón suficiente es que algo no está en paz dentro de mí. Miraré dentro, buscaré en mi historia, abriré camino en el alma para dejar que entre la luz de Dios.

El pasado forma parte de esa mochila con la que cargo. Mochila que alegra y duele a partes iguales. O tal vez hay más dolor que momentos de paz y de calma. Leía el otro día: «La memoria es un terreno sagrado. Pero también embrujado. Es el lugar en el que mi rabia, mi culpa y mi pena dan vueltas como pájaros hambrientos en busca de los mismos huesos viejos»[2]. Sagrado es lo que me pasa. Desconocido también porque no me atrevo a adentrar mis ojos en una maraña de emociones y sinsentidos. ¿Por qué viví esto o esto otro? ¿Por qué siento tanto dolor por aquello que pasó hace tanto tiempo? ¿Por qué no logro encontrar respuestas a viejas preguntas que me he repetido una y otra vez? «Tal vez la infancia sea el terreno en el que intentamos determinar cuánto importamos y cuánto no, un mapa en el que estudiamos las dimensiones y las fronteras de nuestra valía. Tal vez la vida sea un estudio de las cosas que no tenemos pero que nos gustaría tener y de las cosas que tenemos pero que nos gustaría no tener. Me llevó tres décadas descubrir que podía encarar mi vida con una pregunta diferente. No ¿por qué vivo?, sino ¿qué puedo hacer con la vida que he recibido?»[3]. Mirar hacia atrás es necesario para comprenderme mejor, para saber de dónde vengo y cuáles son las fronteras de mi mapamundi compuesto de viajes y límites, de sueños y decepciones. No sabría describir perfectamente el camino seguido porque seguro ha habido desvíos y desencuentros, o me he perdido y no me he encontrado. Brotan las lágrimas que no recuerdo. Y surgen las risas que había olvidado. Al desempolvar viejos recuerdos que pugnan por encontrar una salida. Me gustaría reinventarme partiendo desde cero, pero no es posible. Cosas que hubiera querido tener. Cosas que quisiera no poseer. Recuerdos buenos que me dan paz. Y otros difíciles que trato de colocar dentro del alma para que no me incomoden demasiado. O quizás es que tengo que cambiar mi forma de mirar para ver lo bueno sobre lo malo. Lo mejorable sobre lo que no tiene ya solución. Rabia, culpa y pena. Sentimientos que nublan la mirada y llenan de pesar el paso alegre de mis días. ¿Pesa tanto el pasado como para retener mis pasos? Es posible, todo depende de cómo me miro, más de cómo me mira el mundo, que casi ni me mira en realidad. Se ha formado una idea sobre mí y me mira de soslayo, casi con algo de indiferencia, me atrevería a decir. Y como siento que es así, ¿Por qué le doy tanto poder a los demás sobre mi vida? Sus palabras y silencios, sus miradas y ausencias, sus desprecios e indiferencias. No puedo construir un mundo feliz a partir de ese miedo mío a desentonar en medio de tanta belleza. La belleza de esta vida que Dios me ha regalado. La belleza de mi rostro, de mi alma, de mi historia. Merece la pena vivir, me repito mil veces para recordar cuánto me han amado. Quiero hacer cosas grandes con mi vida, he decidido. Mientras ordeno lo desordenado y quito el polvo a lo ya pasado. Continúa la autora de este libro: «Me encantaría ayudarte a experimentar la libertad frente al pasado, libertad frente a los fracasos y miedos, libertad frente a la rabia y los errores, libertad frente al remordimiento y el duelo no superado, y libertad para disfrutar plenamente del rico festín de la vida. No podemos decidir tener una vida sin dolor. Pero podemos decidir ser libres, escapar del pasado, nos suceda lo que nos suceda, y adaptarnos a lo posible. Te invito a que decidas ser libre»[4]. Quisiera ser más libre. Para enfrentar el día de mañana con un rostro alegre y tranquilo, sin miedo a lo que pueda suceder, sin angustias al pensar en lo que ya se ha ido. He recorrido muchos caminos, lo vuelvo a sentir cuando miro hacia atrás. No sé cuántos me quedarán aún, pero me siento libre. Libre de las expectativas del mundo, libre de mis culpas y miedos, libre del juicio del mundo. En el de Dios confío. Se grabó en mi alma una confianza ciega en su misericordia. Eso me salva siempre. Siento que su amor es tan grande que lo olvida todo nada más saberlo. Y me acoge igual sin importar cómo venga. Con miedo o con rabia, con pena o dolor. Viene a mí antes de que yo llegue. Se acerca corriendo y me repite que merece la pena vivir hasta que duela, mientras haya vida y amor, mientras haya esperanza. Vivir así en presente es el mayor regalo que me ha hecho Dios y no estoy dispuesto a perder el sabor de la comida que pruebo, las caricias del viento que me envuelve, la ternura del agua que cae sobre mi piel. No desprecio el abrazo que me sostiene y guardo en el alma las lágrimas propias y las ajenas, el dolor mío y el de otros que me conmueve en las entrañas. Sufrir con el que sufre es el regalo que me hace la vida. Y reír con el que ríe, y correr con el que corre. En esta misma vida que se me regala como un don inmenso que no quiero perder nunca, es inmerecido.

Soñar con el cielo, acariciar la tierra. Echar hondas raíces, volar alto con las alas de Dios. Son sentimientos que se mezclan en mi alma. Por eso la pregunta que tiene el joven rico me conmueve: «En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: – Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». ¿Qué hay que hacer para ganar la vida eterna? ¿Qué hay que hacer para tocar el cielo? ¿Qué hay que conseguir ser feliz eternamente? ¿Tengo que cambiar para poder entrar por esa puerta estrecha que Dios me muestra? ¿Cómo vuelvo a ser niño sin tener que nacer de nuevo del mismo seno de mi madre? ¿Qué hago para que Dios me perdone todos mis pecados y caídas, todos mis errores? ¿Acaso puede no perdonarme ese Dios que es misericordia? El anhelo del cielo vive en mi alma, sueño con la vida eterna. Quizás porque es demasiado pequeño el mundo que habito, la tierra que piso. O demasiados finitos mis miembros y mis ganas de vivir. Y al mismo tiempo infinito ese ansia que brota con fuerza dentro del corazón. ¿Qué tengo que hacer para alcanzar el cielo? Se hace mi corazón esa misma pregunta: ¿Qué tengo que hacer para pertenecerle a Dios para siempre? ¿Cómo vivir en su interior sin abandonarlo nunca? Me revuelvo en mi propio lugar, pensando si estaré haciendo lo correcto. ¿Será esto lo que Dios espera de mí, lo que Dios desea? Con ansia le pido a Jesús que me conteste igual que a ese joven rico, porque puedo ser yo mismo. Tengo miedo de que me diga algo imposible. Él ha puesto en mi alma un deseo de santidad, que a veces me parece demasiado grande para mi cuerpo. Demasiado extenso para mis ansias. Demasiado inalcanzable para mis fuerzas. Pero está ahí como una gota constante que cae sobre la roca, perforándola pasado el tiempo. Como un grito inaudible que resuena como una bomba en mi propio corazón, un chillido ahogado. Como una mano que presiona sin que yo pueda hacer nada por retenerla, por soltar sus dedos. Tengo en mi alma la necesidad de volar más alto y sin embargo, mis pies se arrastran por los suelos llenos de fango. Tengo el deseo de soñar más grande y por el contrario, mis sueños se convierten en sueños pequeños o en pesadillas. Y a veces me veo triste pensando en cosas tontas y pequeñas por las que no merece la pena sufrir, ni siquiera preocuparse un solo momento, porque no me incumben, porque no son necesarias. Y pierdo el tiempo sin darme cuenta. Y después, cuando me detengo, veo que resuena en mi corazón una voz que me vuelve a decir: no seas torpe, ¿acaso no quieres el cielo? Sí, le digo, le grito, le susurro. He recorrido demasiados caminos queriendo creer que por ahí estaba la respuesta. Y es verdad, a la larga he encontrado muchas respuestas. O el sentido de mi vida se ha desvelado con nitidez ante mis ojos por breves instantes o durante mucho tiempo. He visto que lo que yo podía hacer era precisamente lo que Dios quería que hiciera. A veces con torpeza y gateando, intentando alcanzar las cumbres más altas, arrastrándome por la tierra he luchado por hacer realidad esos sueños. Y he deseado ser perfecto, pretendiendo no tener pecado, como si fuera posible ser inmaculado. Y de nuevo me confronto con esa misma pregunta: «¿Qué haré para heredar la vida eterna?». O tal vez es esa misma frase que se convierte en otra distinta o parecida: ¿Qué tengo que hacer para ser feliz, para que mi vida tenga sentido? ¿Qué tengo que dejar o qué tengo que emprender para descubrir un camino que sea el mío, únicamente el mío? Sin tener necesidad de compararme con nadie porque es lo que Dios quiere para mí. Seguramente eso era lo que el joven rico quería saber. Si estaba haciendo las cosas bien o necesitaba mejorar, hacer las cosas de una forma distinta. Jesús le contesta al joven con una respuesta quizá demasiado sencilla: «Jesús le contestó: – ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Basta tal vez con cumplir los mandamientos, con hacer lo que Dios me pida, seguir sus caminos, ser dócil a su voluntad. Parece imposible, parece sencillo. El joven rico ya lo hacía y cumplía todo lo que le dice Jesús. A veces yo me siento que estoy en la misma situación. Es algo parecido. Como si yo también hiciera eso que me pide Jesús. ¿Acaso no cumplo los mandamientos? ¿Acaso no intento ser fiel en las cosas pequeñas? ¿No es verdad que trato de amar a los demás como Cristo los ama? ¿No intento con todas mis fuerzas levantarme cada día temprano para responder a su llamada? Me siento como ese joven rico que está dispuesto a ser fiel en lo pequeño. A dar su vida, sin importar a quién. Entregarlo todo sin que importe el dolor. Claro que sí, le digo a Jesús, todo eso lo cumplo. Todo eso lo intento cumplir. O todo eso me parece importante para ser santo. Se lo digo con este sentimiento de cierto orgullo y vanidad. Estoy tratando de ser fiel luchando con mis propias fuerzas, le digo algo satisfecho: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud. Jesús se quedó mirándolo, lo amó». Jesús me mira y sonríe, me ama. Me gusta que dice que lo ama cuando le muestra como un niño todo el bien que hace. Así me siento yo a menudo. Pero, al mismo tiempo, pienso que haciendo todo aquello que me pide que haga, todavía siento una sed de infinito que no se sacia. Tengo un anhelo del cielo que no me cabe dentro. Un ansia de eternidad que lo temporal no colma. Cumpliéndolo todo no soy tan feliz como quisiera. Y el cielo se me vuelve lejano y esquivo. ¿Qué tengo que hacer para alcanzar el cielo entonces?

Jesús me responde con esa sonrisa serena, con esos ojos del lago, con esa calma infinita, con esas manos grandes que me aguardan: «Él replicó: y le dijo: – Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». Me asalta una especie de pánico, o de ansiedad, ¿cómo es posible dejarlo todo y seguir a Jesús? Es imposible soltar mis seguros, mis bienes. Es imposible romper con aquello a lo que está atado mi corazón. Es imposible dejar mis adicciones y mis vicios. Mis dependencias y hábitos extraños que me hacen daño. Es imposible romper con la vida que llevo para llevar otra vida totalmente distinta. Simplemente es imposible dejar lo que tengo que es bueno para optar por algo que también es bueno. Ni siquiera mejor sino precisamente lo bueno para mí o lo mejor para mí quizá. Dejarlo todo. ¿Se lo dirá a Jesús a todo el mundo? Me asaltan las dudas. A lo mejor solamente a mí me quiere para dejarlo todo. O solo cree que yo soy capaz de hacerlo. Tiemblo. ¿Habrá seguido más tarde este joven rico a Jesús? ¿Habrá sido capaz de olvidar todos los tesoros que tenía para agarrarse cientos de pájaros volando que sólo le prometían la felicidad eterna? «A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico». No sé qué habrá hecho este joven después. Solo sé que yo me identifico mucho con ese joven rico. Con sus ansias de cielo. Con sus pies atados a la tierra. Con sus cadenas y sus brillos. Con sus ganas de tocar el cielo y sus ganas de permanecer quieto. Con su orgullo y su vanidad. Con sus sueños pequeños y sus sueños inmensos. Con su rabia y su vida con alegría y su nostalgia. Me identifico con ese joven lleno de emociones, que es capaz de decirle que sí a Dios en un momento y al momento siguiente, decirle que no, que mejor no. ¿Qué me pide el Señor a mí que haga, qué me grita en el corazón? «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas! ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». A veces sigo sintiendo una nostalgia de infinito en el alma. Cuando lo quiero dejar todo brota en mi interior una voz que me dice: Confía. Jesús me mira a mí con amor, con algo de pena cuando me siento cobarde, incapaz de dárselo todo. Tiene algo de nostalgia en sus ojos cuando no soy capaz de seguir sus pasos. Cuando decido que no tengo fuerzas suficientes ahora para escalar las montañas. Cuando quiero optar por algo diferente que sea más fácil. Cuando me da miedo arriesgarlo todo y dejar de ser quien soy en este momento. «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Me uno a la voz de los discípulos. Sigo escuchando una llamada profunda en mi interior, un deseo de infinito. Quiero dejarlo todo y seguir a Jesús en este día. No sé qué es lo que tengo que dejar para poder seguirlo con los pies ligeros y el alma aspirando a lo más alto. Quisiera poder decir que sí a Jesús. Agradeciéndole cuando me muestra el camino. «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». Dios es capaz de todo. Puede cambiar mi corazón y mi vida. Puede hacer eterna mi fidelidad. Sostener mi sí en medio de las tormentas. Hoy me uno a Pedro y le digo: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Se lo digo esperando su respuesta. Quiero tener certezas o seguridades. Jesús me lo aclara: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna». Lo tendré todo, el ciento por uno junto con persecuciones. No importa. El cielo y el infierno en la tierra. Y después la vida eterna, el gozo para siempre. Todo depende de Dios y de mi sí. Quiero ser capaz de renunciar a mucho para alcanzarlo todo. Tocar el cielo dejando atrás mis miedos. Si pudiera vencer mis reservas, mis deseos de permanecer sin arriesgar nada. Los tiempos de Dios no son mis tiempos. Yo me empeño en hacer planes y Dios me los desbarata. Como si todo fuera tan fácil. Le digo cuándo seguiré sus pasos, cuándo estará preparado para darlo todo y cuándo no. Le mostraré el camino mejor que he elegido. Le pediré que me diga lo que tengo que hacer pero cuando yo quiera. No, ese no es el camino. Quiero aprender a dejarlo todo cuando me lo pida, en ese mismo instante sagrado en el que su voz se hace clara en lo profundo de mi corazón y me grita. Déjalo todo y sígueme. Y yo quiero seguirlo, como los santos, como los discípulos, como los que lo han perdido todo por amor.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[4] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz