Génesis 2, 18-24; Hebreos 2, 9-11; Marcos 10, 2-16
«Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios»
6 octubre 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«La fe es un don sagrado que no me corresponde a mí dárselo a nadie. Un don que a mí se me dio y que Él mismo se encarga de cuidar en mí para que no se apague»
Siento que el vacío del hombre de hoy no se llena de cualquier manera. Leía el otro día algo muy cierto: «En el corazón del hombre hay un gran vacío en forma de Dios y que solo Él puede llenar»[1]. Soy de carne y hueso. Tengo límites y mi vida se consume con el paso del tiempo. Llegará un momento en el que la certeza de la muerte será una realidad. Mientras tanto caminaré en esta vida sostenido por el ansia de vivir para siempre. ¿Qué hay detrás del último suspiro? La oscuridad más absoluta, dicen los que no creen, sólo la nada. Y mi corazón se resiste a pensar de esta manera. No puedo dejar de creer en un Dios cercano, próximo, que me habla al oído y no me deja solo nunca. Me dice que me ama y me busca cada día. Mientras yo sonrío y el tiempo transcurre de forma lenta e inexorable. Pasará la juventud, llegarán años de penas y dolores. Y el vacío estará siempre oculto bajo la piel del alma. Un vacío inmenso que sólo Dios podría llenar con su presencia, si yo le dejara entrar, si le abriera mi vida para que pasara. A menudo veo mucha rabia o desprecio hacia la Iglesia. Críticas justificadas e injustificadas. Generalizaciones que calman la conciencia. Responsable soy yo que puedo ser una puerta abierta para el que llega o cerrada. Puedo ser un testigo de esperanza o todo lo contrario. El corazón del hombre se ha cerrado a Dios y vive como si no existiera. Como si su voz ya no se oyera. ¿Acaso no sigue gritando con fuerza? Yo la oigo y siento su presencia. Pero me duele ver que no es así para muchos. Ya no lo oyen, ya no lo ven en sus vidas. Es muy difícil ser católico sin un encuentro personal con Jesucristo. Seguir sus pasos si no lo amo parece una quimera, un sinsentido. El desprecio a las incoherencias de los hombres que sí creen hace que dejen de creer en ese Dios al que dicen buscar. Tienen razón. Ellos quieren creer y mi pecado los aleja. Como si mis incoherencias fueran la prueba definitiva del ausencia de Dios. Aun así el vacío sigue existiendo. Y la falta de sentido. Y la noche oscura después de la muerte para ellos. «El curso de la vida de un hombre lleva en forma continuada hacia el vacío»[2]. ¿Cómo se llena el vacío que siento, cómo logro calmar mis ansias de cielo? El paraíso perdido clama en mi interior. Me gustaría tocarlo con mis dedos rotos. Incluso yo mismo puedo ver que no siempre dejo que Dios me calme, me llene, me haga sentir amado. Yo mismo me escapo de su abrazo y busco satisfacer tantas insatisfacciones. De cualquier manera, a cualquier precio. Quiero llenar mis ansias, calmar mis miedos. Abrazos humanos. Egoísmos que me hacen sentir hundido en ocasiones. Vacío y soledad. ese sentimiento que no abandona nunca. Como si la vida se jugara en el instante en el que decido qué camino seguir, qué ruta elegir. Duele en el alma ese grito que brota. Como si me raspara por dentro rompiendo mi carne. Creo, digo, con la voz callada, con el alma quieta. Quiero creer, me digo, mientras acaricio la aparente ausencia de su presencia. Veo sólo los hilos medio descompuestos que muestran la cara fea del tapiz. Esa cara que no expresa nada, no tiene belleza, sólo es algo rudo e informe. Por detrás no alcanzo a ver. No puedo ver el paisaje maravilloso o ese rostro precioso que reproducen los hilos de una forma que era aparentemente inconexa. Hay un sentido en esa bella imagen que se oculta a mis ojos. La veré en el cielo, me dice mi fe. Y creeré entonces o sentiré la certeza de su voz diciéndome: ¿Por qué has dudado? ¿Cómo lograré que otros no duden? ¿Cómo haré que se mantengan firmes en medio de su carrera si no todo va a salir bien, como ellos esperan? Hilos rotos, anudados, torpemente dispuestos sin mostrar ninguna bella imagen, ningún sentido. No hay lógica humana en la lógica de Dios. No hay una voz que me calme diciéndome que todo es muy bello. No veo, no escucho, no siento. ¿Cómo convencer a alguien de la existencia de Dios? La fe es un don sagrado que no me corresponde a mí dárselo a nadie. Un don que a mí se me dio y que Él mismo se encarga de cuidar en mí para que no se apague. Como la llama del pabilo vacilante que amenaza con morir sucumbiendo a la brisa más suave.
Me detengo a mirar la vida en el instante presente que me detiene unos segundos. Callo, no hago nada, me aburro, dejo pasar el tiempo, lo pierdo. Un instante solo, unos minutos, un suspiro mirando todo lo que se ha ido y todo lo que viene por delante. El otro día leía: «Me entristeció mucho ver tan poca alegría y risa. Incluso los momentos más insulsos de nuestra vida son oportunidades para experimentar esperanza, optimismo y felicidad. La vida mundana también es vida. Igual que la vida dolorosa y la vida estresante. ¿Por qué a menudo nos causa desasosiego sentirnos vivos, o nos alejamos de la posibilidad de sentir la vida plenamente? ¿Por qué cuesta tanto llenar la vida de vida?»[3]. No quiero vivir esperando a que algo grande suceda. Como quien espera el tiempo marcado en el reloj de una prisión cuando me han prometido mi libertad a una hora concreta. Vivo mi vida languideciendo, como si el futuro me hubiera prometido algo que nunca llega. Me angustio pesando en todo lo que puede pasar. En todo lo que puede llegar a suceder. Tengo miedo. el futuro siempre asusta. Hay decisiones grandes en la vida que dan miedo. ¿Tengo que decidirme ahora a hacer algo importante o mejor esperar? ¿Es necesario acabar lo que estoy haciendo antes de empezar algo totalmente nuevo? ¿Cuánto influyen en mis decisiones lo que los demás piensan sobre lo que estoy haciendo? ¿Tienen que estar todos de acuerdo con mi decisión para pensar que es la correcta? Quiero vivir cada momento con intensidad, con ansia, con pasión. Los momentos en los que no sucede nada. Y esos otros en los que el suelo tiembla y parece hundirse bajo el peso de mis leves pisadas. Como si todo estuviera construido sobre arenas movedizas que amenazan con succionarme. No sé cómo hacer para reinventarme en este mundo que parece esclavizarme con rutinas que me quitan la sonrisa. Exigencias de los demás y otra auto impuestas que parecen encadenarme a un presente sin futuro. Leía el otro día: «Si me preguntaran cuál es el diagnóstico más habitual de las personas a las que trato, no respondería depresión ni trastorno de estrés postraumático, a pesar de que esas afecciones son absolutamente habituales entre quienes he conocido, amado y guiado a la libertad. No, diría que es el hambre. Estamos hambrientos. Tenemos hambre de aprobación, de atención, de afecto. Tenemos hambre de libertad para aceptar la vida, conocernos y ser realmente nosotros mismos»[4]. Tengo hambre, sí, de libertad, de amor, de descubrir una isla maravillosa con un tesoro que me cambie la vida para siempre y haga posible lo imposible. ¿No me dice Jesús que lo siga sin hacer cálculos? ¿No me pide que no lleve dos túnicas, ni alforja, ni dinero y confíe? Tal vez lo que no tiene el hombre hoy es confianza. Y ante la primera dificultad duda, se baja de su supuesta decisión, claudica. ¡Cuánta gente hay a mi alrededor que no consigue mantenerse firme en sus decisiones! No sé qué necesitan para arriesgar la vida. Tal vez que el mismo Dios se presente en sus vidas y les regale una certeza que nadie les va a regalar jamás. Porque así es la vida. Por eso brotan la depresión y la ansiedad. El miedo a tomar decisiones importantes y la seguridad de mi orilla donde nadie puede cuestionarme porque no me salgo del camino trazado, por otros, por la vida misma o por mí. En ese camino normal, el de todos, el del mundo, nadie pone en duda mis pasos. Luego, si decido algo totalmente extraño y distinto, me lo dicen. Me piden que espere, que aguarde, que no me precipite. Me preguntan si lo estoy pensando bien y si asumo las posibles consecuencias. Entonces tiemblo. Me dicen que tengo un pájaro en la mano, como en el refrán y que todo lo demás de lo que hablo son pájaros volando a lo loco por el cielo. Y es cierto. Asumo que la vida está llena de peligros y me da miedo vivir. ¿Qué sintieron los discípulos cada vez que Jesús les recordaba que iba a morir? Miedo, incertidumbre, angustia, ansiedad. Sin duda se paralizarían. Pero no por ello dejaron de seguir a Jesús aunque no tuvieran alforja, ni una segunda túnica, ni armas para defenderse. No tenían asegurado el éxito de su empresa. Se lanzaron al mar sin saber volar, menos aún caminar sobre las aguas. ¿Por qué es tan necesario jugarse la vida? Nadie dice que sea necesario. Tal vez es que Dios se empeña en pedirles a los hombres pasos extraños, decisiones imposibles. Y ante el abismo el corazón tiene miedo de equivocar el camino, fracasar en la empresa, volver arrepentido después de haber creado expectativas en los que me vieron partir. El corazón humano no controla nada, sólo puede confiar. Incluso mis seguridades terrenas son sólo quimeras. Nada me da la seguridad. No hay promesa de eternidad que resista el tiempo. Sólo cabe abandonarse en las manos de Dios. soltar el timón y dejar que las velas henchidas por el viento me lleven. Sin querer retener a nadie. Sin querer desanimar los sueños de aquellos a los que amo. Dejar que vuelen. O yo volar. Y vivir luego cada momento con una sonrisa dibujada en el rostro. Solo Él sabe, yo no. Solo Dios tiene el poder, yo solo salgo a caminar sin seguros, sin dinero, sin certezas. Me gusta esta vida insegura que Dios ha pensado para mí. ¿Por qué tengo miedo si Jesús me ha dicho que no me soltará nunca de la mano?
La originalidad es el don que tengo desde que fui engendrado. No hay nadie como yo en toda la historia de la humanidad. Nadie con mi físico, mi forma de ser, mi historia, mis logros y conquistas, mis caídas y mis heridas. No hay nadie que tenga el mismo rostro, y la misma alma. Decía Karl Jung: «Todos nacemos siendo originales y morimos siendo copias». Me impresiona esta realidad. Soy original, distinto, único. Y aun así no siempre estoy contento con lo que ven mis ojos. Me cuesta querer lo original que veo en mí. me escandaliza mi pecado y me angustia mi fragilidad. Es original todo lo que veo y no siempre lo elijo antes que lo que admiro en los demás. Leía el otro día: «El encuentro con nuestra autenticidad más profunda no solo nos guía hacia una coherencia interna, sino que también se convierte en un faro que ilumina nuestro camino hacia la autoestima y de ahí hacia los demás. No podemos darnos si no somos auténticos»[5]. No basta con saber que soy original para emprender el camino hacia una vida auténtica y diferente a todas. Hay un miedo a no encajar, a ser rechazado. Si soy auténtico, si soy yo mismo, si dejo que fluya lo que hay en mi interior, tal vez el mundo no me acepte como soy. Me da miedo decirte quién soy, qué hay bajo la superficie de mi piel. Siento que se tambalean mis fuerzas cuando no soy aceptado, aprobado, amado, querido en mi verdad por aquellos a los que yo amo. Entonces corro el peligro de pretender agradar a todos, adoptar la forma que ellos me exigen y ser como ellos esperan. Renuncio a ser yo mismo para que me amen. Para que esto no suceda tengo que hacer un viaje hacia mi interior, bucear en las aguas revueltas de mi alma, encontrarme conmigo mismo, con mi nombre, con mi canto verdadero. Con esa persona que Dios ha amado antes de crearla, cuando la soñaba. Soy yo con mi verdad, con mi pobreza, con mi belleza. Yo con todo lo que Dios ha puesto en mi interior. Descubrirme es toda una tarea, demasiado grande, demasiado peligrosa. Compararme es la actitud que más envenena mi corazón. Al mirar a otros los veo mejores que yo y pienso que yo no valgo tanto, no estoy a su altura, no conseguiré lo que ellos consiguen. Brillan más, destacan más que yo y brota en mi corazón esa envidia que me hace pecar y alejarme de los demás, esconderme por miedo y disfrazarme para que me amen. Por eso dicen que corro el peligro de acabar siendo una copia de otros. Deseo adoptar su misma forma de vestir, su corte de pelo, su forma de pensar. Me parezco a ellos y así todo es más fácil. Me aceptan en un grupo de imitadores y consigo un sucedáneo de felicidad. Me integran en una familia en la que todos se parecen para no desentonar. Pensar lo mismo, hacer lo mismo, soñar con lo mismo. ¿No es peligroso buscar siempre la originalidad? ¿No correré el riesgo de quedarme solo, sin ninguna aprobación de los demás cuando soy auténtico, yo mismo? Pienso que la originalidad es importante, fundamental y luego cuando la veo en otros la desprecio, la juzgo, la condeno, deseo que cambien y se parezcan más a mí, a lo que espero de ellos. Me abruma sentir que la vida sea de esa manera. Si lucho por ser original me enfrento a un mundo que ansía la uniformidad. Si quiero respetar quién soy destaco y seré blanco para las críticas y los juicios, querrán que no brille. ¿Cómo se conjuga mi ansita de originalidad y mi anhelo de pertenencia? ¿Cómo puedo pertenecer a otros si soy demasiado original para que me acepten y así poder encajar? Conocerme es el camino. leía: «Aquellas personas que pueden expresar con libertad su estilo y originalidad en un ambiente de confianza se sienten empoderadas para desatar su creatividad. En este entorno no se sienten amenazadas ni limitadas en su autenticidad, por eso liderar en esta frecuencia es fundamental»[6]. Todos somos originales. Ser original no es un talento especial. Pero conocerme y aceptarme es una exigencia. Amarme en mi verdad y vivir feliz con la realidad que contemplo. Amarme de una forma como sólo me ama Dios es el secreto. Soy distinto, soy único, inimitable. Y eso me permite darme en toda mi belleza a los demás sin miedo a ser rechazado. Sin miedo a no ser aceptado. No veo amenazas al darme como soy, al mostrarme en mi verdad. Conocerme en primer lugar. Después aceptar mi verdad y mi vida como es. Descubrir las originalidades que hay en mí y amarlas. Esos talentos que a veces no exploto por miedo al rechazo. La creatividad es un don que hay escondido en mi alma. Si no lo potencio corro el peligro de vivir imitando lo que los demás hacen. La creatividad no es un don propio sólo de unos pocos hombres geniales. Eso es mentira. Dios ha puesto en mí una idea original y sueña con que se haga realidad en mi vida. Quiero ser creativo desde mi verdad, distinto a otros. Ni mejor ni peor, simplemente yo mismo. Dios me ama así, como soy. Y eso es algo maravilloso.
El deseo de Dios es que el hombre y la mujer no estén solos. Por eso le da Dios la mujer al hombre, para que se unan y sean una sola carne: «El Señor Dios se dijo: – No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude». Y Jesús lo aclara con más detalle: «Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne». Los dos serán una sola carne, como ese primer hombre Adán y esa primera mujer, Eva: «Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le sacó una costilla, y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán. Adán dijo: – ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será mujer, porque ha salido del varón. Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Los dos serán uno. Los dos se necesitan. Desde el comienzo el hombre se unió con la mujer. El Génesis no pretende dar una explicación científica e histórica de cómo fue la creación. Es todo una mirada mitológica. Un hombre primero, una mujer primera. Los dos como dos amigos que caminan juntos y conocen el mundo de la mano. Para no vivir la soledad, para no sentir el vacío en su corazón. Al mirar el matrimonio pienso que Dios hizo que en ese amor humano para siempre estuviera reflejado el amor incondicional de Dios por el hombre. El amor único y precioso de Cristo por su Iglesia. La incondicionalidad del amor es lo que yo busco, lo que necesito. En ese amor matrimonial se refleja mucho de esa incondicionalidad de Dios. No tengo derecho a que alguien me ame para siempre. No puedo comprar el amor de una persona. Es misericordia que alguien me diga que me amará siempre. Mucho más que cumpla su palabra y permanezca siempre a mi lado cuidándome, salvándome, sanándome. Veo muchos matrimonios en los que ese ideal que hoy escucho se hace realidad. Y pienso que algo fundamental para que eso sea posible es la amistad. Sin amistad no existe la eternidad. La amistad entre esposos es una necesidad. Y la amistad que no se cuida se enfría, desaparece, se desvanece. Una mujer escribía en su aniversario de boda: «Quince años compartiendo la vida con mi mejor amigo». Me pareció una forma muy delicada y tierna de expresar una gran verdad. La amistad entre esposos no es una opción, es la condición de perdurabilidad en el tiempo. Dos mejores amigos que comparten su vida, sueñan juntos, se acompañan en los momentos de dolor y en los de alegría, se abrazan con ternura, se complementan y se animan a ser mejores cada día. Una amistad que tiene su origen en el corazón de Jesús que me invita a darme por entero a la persona amada, a mostrarle mi alma sin tanto pudor y a dejar que su cercanía me llene de esperanza. Compartir las horas, los días, los años. Compartir los sueños que Dios puso en el corazón de cada uno. Quizás hay algo más, muy importante, que no se puede olvidar. Para que un matrimonio crezca en el tiempo y sea cada día más maduro necesita cada uno mirar con ojos de misericordia el corazón del otro. Sin compasión, sin misericordia, sin una mirada benévola es imposible amar para siempre. Sólo la misericordia me mantiene unido para siempre a mi cónyuge. Sólo una mirada llena del amor de Dios. Unos ojos que comprenden la fragilidad de aquel que Dios me ha regalado por compañera. Estoy llamado a vivir en mi amor la misericordia de Dios. Comprenderlo todo, respetarlo todo, pasar por alto muchas cosas, reconocer a Jesús en el rostro de la persona amada. Si así me ama, ¡Cuánto más me amará Dios que es todopoderoso! En ese lazo humano, en ese amor imperfecto, se refleja mucho del amor infinito de Dios, de su amor misericordioso hacia mí. Me perdona siempre, me acoge siempre, me espera siempre. Para que eso sea posible sólo me queda pedir la bendición de Dios, de otra forma es imposible: «Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida. Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Tu mujer, como parra fecunda. en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida. Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!». Necesito una bendición de Dios sobre mi amor frágil e imperfecto. Una bendición de Dios que saca lo mejor de mi corazón y me hace amar a mi cónyuge como Dios lo ama. Esa bendición protege el amor matrimonial como lo más sagrado y logra que pueda vivir la misericordia en ese amor imperfecto que Dios hizo nacer en mi corazón. Amistad y misericordia van de la mano. El amigo respeta al amigo amado. Juntos viven la misericordia de Dios en su vida y no pueden exigir nada porque todo es don. Cuando no exijo, cuando no pido, cuando no demando más de lo que ya tengo, soy más feliz. Dichoso el que se alegra de lo que ya vive. Aspira a más, pero no es injusto y valora como un regalo inmenso todo el amor recibido.
Dios le dio al hombre todo lo que necesitaba. Le dio en el paraíso la felicidad plena. Y creó junto a él a la mujer para vivir en plenitud: «Entonces el Señor Dios modeló de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo, y se los presentó a Adán, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que Adán le pusiera. Así Adán puso nombre a todos los ganados, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no encontró ninguno como él, que le ayudase». Hizo al hombre semejante a su esencia. Le dotó de amor, de bondad, de conciencia. E hizo que en la unión con la mujer para siempre se prefigurase en su carne el amor más grande que siente Dios por cada hombre. Pero el hombre endureció su corazón y se alejó de Dios y de sus preceptos. Hoy escucho que le quieren poner una trampa a Jesús para ponerlo a prueba: «En aquel tiempo, acercándose unos fariseos, preguntaban a Jesús para ponerlo a prueba: – ¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer? Él les replicó: – ¿Qué os ha mandado Moisés? Contestaron: – Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla. Jesús les dijo: – Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Jesús no entra en ese dilema y es claro en su afirmación. En realidad Dios no quiere que se separe lo que ha unido. ¿Por qué hay tantos divorcios y separaciones a mi alrededor? Habrá muchas causas, muchas razones. Habrá casos lógicos, otros sorprendentes. El hombre promete el amor eterno ante Dios, ante los hombres y luego las cosas cambian, él cambia. El corazón humano es tan limitado. Quiere abarcar lo que es eterno, llegar a lo más hondo del infinito y tocar a Dios. Y luego se confunde entrelazando sus manos en las zarzas de la tierra y no logra llegar muy lejos. El corazón se marchita y se ahoga en un intento por llegar lejos. El amor que un día vio que era profundo y verdadero va languideciendo y desaparece. La vida se acaba de golpe. Y nada parece tener sentido. Dios no quiere que se separe lo que Él ha unido. Y hoy hay tantas parejas que se aman en segunda unión. Hay algunas de esas uniones en la que los dos viven más unidos a Dios que en ese anterior matrimonio que se rompió. Difícil entrar en cada corazón y descubrir sus verdades. ¿Qué es la verdad? Pregunto como Pilato a Jesús. ¿Dónde está la verdad objetiva? En toda separación las dos partes tienen su responsabilidad. No hablo de culpa, hablo de ser responsables de lo que sucede. Puede que uno haya contribuido más a ese triste final. Es difícil mantener esa fidelidad hasta el final. Por eso cada vez que celebro el aniversario de un matrimonio me conmuevo. Después de tanto tiempo, de tantos aciertos y desaciertos, caídas y momentos de alegría, el corazón humano vuelve a pronunciar un sí para siempre. ¿Cómo se hace para ser fiel a lo largo de tantos años? No basta con la pasión del primer día, con ese aleteo de mariposas en el estómago, con soñar con el otro cada día el primer tiempo. El amor ha de ir madurando para que no sea algo temporal sino eterno. La estabilidad en el afecto es un signo de madurez. Decía el P. Kentenich: «No todo entusiasmo, no todo entusiasmo electrizado es auténtico y sólido: puede ser la prueba de que se trata de una persona capaz de entusiasmarse, pero sumamente cambiante»[7]. Ser fiel en el tiempo es un don de Dios, un milagro. La estabilidad en el amor consolidado. Mirando hacia atrás parece que han pasado los años como un suspiro. Mirando hacia delante hasta el paso de una semana me parece algo eterno, el tiempo pasa lentamente. Ser fiel en un sí sostenido. Sin desfallecer, sin caer. Las infidelidades no suceden de golpe. La primera infidelidad sucede cuando dejo de decirte te quiero y descuido el amor. Como decía una persona defendiendo su postura: «¿Por qué necesito decirle que la quiero? Ya se lo dije el día de nuestra boda y no he cambiado de opinión». No por sabido tengo que callarlo. Y si no lo digo y lo omito se pierde algo importante. El corazón necesita saber, escuchar que me aman con voz audible. No basta con saberlo en lo hondo del corazón. Hay que escucharlo y decirlo, comprender que la vida se juega en ese instante en el que te abrazo y te digo que sí, que te elijo de nuevo. Dejar de hacerlo ya es ir construyendo la infidelidad o destruyendo la fidelidad prometida. Los detalles, los gestos, los momentos importan mucho. Si descuido lo pequeño, ¿qué más queda? El amor se juega en lo cotidiano no en los grandes momentos de la vida. Lo que vivo en lo pequeño es lo que pasará en los momentos difíciles. Mi fidelidad se juega ahora en lo que hago o dejo de hacer. Te vuelvo a elegir cada mañana, no el día del aniversario. Opto por ti cuando esa elección supone para mí dejar de hacer otras cosas que me gustan, que hubiera elegido de no haber habido un amor más grande que me hizo anteponerte a todo lo demás. En mis elecciones cotidianas se muestra el amor que te tengo. En el deseo de construir la vida contigo, cada día, en cada acción. Cuando prefiero otras cosas me pregunto si no estaré siendo infiel en lo pequeño. Descuidando lo que de verdad alimenta el amor. La intimidad se construye cada día. La intimidad que es diálogo con palabras y con gestos, pero siempre con palabras. Decirte lo que me sucede, lo que pienso y siento es muy importante. Escucharte y saber lo que hay en tu corazón, comprender tus miedos y preocupaciones. Acogerlo todo como un niño, con inocencia, sin juzgarte por sentir lo que sientes. El amor que no se cuida muere. El amor supone sacrificio y renuncia. Sin esa experiencia el amor no es verdadero. No todo es fiesta y alegría. Habrá momentos duros, de tormenta, en los que renunciaré por amor a ti y sostendré tu vida por encima de la mía. No es una lucha de poderes. No es un desaparecer para que tú brilles. Es caminar juntos y construir un mundo nuevo unidos. Sin miedo, confiando siempre en el amor que me tienes para que así confíes en el amor que te tengo.
Hoy Jesús me invita a ser como un niño: «Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: – Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos». Si no me hago pequeño no entraré en el reino de los cielos. Si no me dejo hacer por Dios. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «En lugar de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad». Es cierto. Dios me ha creado para ser santo, para vivir cerca de Dios, para mantener puro mi corazón e inocente mi mirada. Él podrá hacerlo en mí porque yo solo no puedo. La vida de esta santa me enseña ese misterio. Dios no puede negarse a sí mismo. No puede crear un deseo que quede tan insatisfecho como ese. Deseo el bien y hago el mal. Quiero optar por la virtud y elijo el pecado una y otra vez. Si fuera como un niño, me dice Dios y yo he crecido y ya no soy un niño, no tengo su inocencia, su pureza en la mirada. Experimento mi fragilidad para hacer lo imposible en mi vida. Me gustaría poder llegar más alto, más lejos, más dentro. Añade la santa de los pequeños: «Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud». Es cierto, no pide que haga cosas inimaginables. Sólo me pide abandono y gratitud. Confianza y alegría. Dejar hacer a Dios en mi vida y no ponerle trabas. Dejarme hacer más que hacer. Tendré que aprender a soltar y dejar ir. Ser más niño y menos un adulto que confía sólo en sus fuerzas. Quiero hacerlo todo bien y no me doy cuenta de lo imposible que resulta. No lo hago bien, fallo, caigo, no avanzo. Y entonces pienso en el ascensor de Dios. Dice Santa Teresita: «Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un caminito muy recto y corto, por un caminito totalmente nuevo. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. El que sea pequeñito, que venga a mí». Quiero ser pequeñito para ir a Dios. Él me tomará en sus manos como en un ascensor y me subirá. No seré yo escalando por la montaña. No yo con mi poder y mi perfección, con mi pureza y mi alma inmaculada. Seré sólo un niño confiado, un niño que sabe que no puede hacer nada sin su Dios. Un niño sin fuerzas, sin grandes capacidades. Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis. Dejad que suban a lo alto de la escalera llevados en las manos de su Dios. Esa mirada es la que me salva. El caminito de Santa Teresita me da mucha alegría porque puedo vivirlo cada día. Jesús me lo recuerda hoy de nuevo. No puedo impedir que los niños se acerquen hasta Dios. Yo mismo soy ese niño que necesita molestar a Jesús con sus problemas pequeños, con sus necesidades pequeñas, con sus angustias y sus miedos. El niño que no tiene el poder para salvar su propia vida y llegar a las cumbres más altas. El niño que no puede hacer las cosas a la perfección porque está lleno de imperfecciones. Me gusta esa mirada y esa actitud de los niños que miran al cielo confiados. Quiero que Jesús me toque, me abrace, me suba sobre sus hombros como a esa oveja perdida. Me consuele con palabras de misericordia. Me levante cuando esté a punto de desfallecer. Me mire conmovido y me diga que la vida que vivo merece la pena. Siento que puedo llegar más lejos, más alto sólo cuando soy consciente de mi debilidad, lo espero todo de Dios y le agradezco por todo lo que me ha regalado. Decido soltar y confiar, decido abandonarme. Los miedos permanecen en el alma y le pido a Dios la actitud del niño que confía ciegamente en el poder del padre.
[1] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[2] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[4] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[5] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[6] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[7] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.