Ss. Cornelio, Papa y Cipriano, Obispo y Mártir

Evangelio según Lucas 7, 1-10

Lunes de la semana vigesimocuarta del tiempo ordinario

 

Jesús entró en Cafarnaúm. Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a sanar a su servidor. Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: “Él merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga”. Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: “Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo –que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes– cuando digo a uno: ‘Ve’, él va; y a otro: ‘Ven’, él viene; y cuando digo a mi sirviente: ‘¡Tienes que hacer esto!’, él lo hace”. Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: “Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe”. Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.

 

Meditación de Francisco Bravo Collado

 

“Jesús se admiró de él”

 

Es como si Jesús me dijera: “Qué admirable fue conocer a este hombre, cómo me conmovió su fe, cómo me impactó su forma de razonar tan sencilla y tan profunda a la vez. Y tú, Francisco, ven y admírate conmigo ante la fe de este centurión romano. Y aprende. Aprende de este soldado en el exilio, de este invasor que se ha dejado conquistar y que ha abrazado la idiosincrasia judía y que, incluso, ha construido una sinagoga. Tú, también, déjate conquistar. Porque la fe tan grande de este hombre no es por su propia grandeza interna, sino que por la candidez y apertura con la que se dejó conquistar por los demás.”

 

Me impresiona este texto. Jamás me imaginé que Jesús fuera a admirarse por alguien. Me impresiona, además, que el centurión de quien Jesús se admira no es judío, sino que romano. No puedo evitar compararme y sentir celos de este romano: ¿cuándo Jesús se va a admirar de mí? No parece muy probable. Cuando imagino mi alma desnuda frente a la mirada del Señor, me siento fracturado y ridículo. Este texto me tranquiliza, porque la grandeza de este centurión no es su entereza y claridad, ni su santidad, ni sus logros apostólicos… es su fe, ¡su fe sencilla! Yo sé que el Espíritu Santo me puede regalar más fe… una fe sencilla y profunda como la de este centurión.

 

Jesús, regálame la candidez que necesito para enamorarme de todo lo que me rodea. Enséñame que mi misión no solo es conquistar y dominar, sino que también dejarme inundar y transformar por aquello que me rodea. Como el centurión en Israel. Que mi familia me conquiste, que mi mujer me siga conquistando, que mi trabajo me enamore. Que mi país, su gente, los agricultores, los comerciantes, las señoras de los packing, los viejos de los cuarteles, los camioneros y los cargadores que me ayudan todos los días a trabajar llenen mi corazón y me permitan descubrirte a Ti en ellos. AMÉN