08. María y el Humanismo

P. Rafael Fernández

María y el Humanismo

Los signos del tiempo indican claramente que Dios quiere que luchemos por la instauración de un auténtico humanismo. Lo que hoy está en juego es la imagen del hombre; ése es el centro de interés que atrae las miradas. Estamos en una época donde se proclama, desde todos los ángulos, la consigna del hombre nuevo y de la nueva sociedad. Nuestra era se ha definido, con razón, como una era marcadamente antropológica.

No es extraño, entonces, que Dios quiera que María resplandezca en el horizonte del nuevo tiempo como una aurora de esperanza. Quiere que miremos hacia “la Mujer vestida de Sol”, la “Gran Señal” (cf. Apocalipsis), inicio y caso preclaro de la criatura perfecta, creada según Cristo Jesús.

María es el ideal del humanismo, el modelo perfecto. En la “concebida sin mancha de pecado” fue plenamente vencido el hombre viejo que heredamos de Adán y Eva. La Virgen María, afirma Pablo VI, es “la primera y la más perfecta discípula de Cristo, lo cual tiene un valor universal y permanente”, por eso, “puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo” (cf. Marialis Cultus).

Desde el inicio el P. Kentenich se situó en esta perspectiva. Con claridad la señaló como la Señal de Luz y de Victoria que Dios hacía resplandecer ante un Occidente que se precipitaba a la ruina a causa de su alejamiento del Dios vivo. Era preciso luchar porque nuestra cultura se “marianizara” y, para ello, que la Iglesia fuese cada vez más nítidamente una imagen de la Virgen María. Lo que Dios inició en la persona de María, como anticipación escatológica de lo que va a venir, debía difundirse, universalizarse, hacerse progresivamente realidad en la Iglesia y en la humanidad entera, hasta que en el “Día del Señor” surgiese radiante la creación renovada y la creación entera se hiciera semejante a ella y tuviese a Cristo Jesús como Cabeza.

Leemos en el Apocalipsis:

“Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar (morada de la serpiente y símbolo del mal), ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y serán su pueblo y él, su Dios-con- ellos, será su Dios”.

María es esa nueva Jerusalén, la morada de Dios entre los hombres. El Espíritu Santo la cubrió con su sombra, y Cristo, el Salvador, habitó en su seno. Es la esposa ataviada como una novia para su esposo; la ciudad que el Señor edificó sobre el monte para que todos la vean y reciban los rayos de su luz; cuya claridad brilla en medio de las tinieblas hasta disiparlas por completo.

El P. Kentenich muestra una y otra vez cómo María encarna la criatura redimida, plenamente humana y plenamente divinizada por la gracia. Ella personifica el ideal del hombre libre, interlocutor de Dios, cuya vocación es amar y servir. En ella resplandece la armonía de lo natural y de lo sobrenatural. Ella muestra cuánto aprecia Dios al hombre y cómo lo reviste de dignidad y hace cooperador en su obra creadora y redentora.