06. Una Iglesia mariana es una iglesia vital
P. Rafael Fernández
Una Iglesia mariana es una iglesia vital
Las formas no deben ahogar el espíritu. Por eso, la Iglesia debe superar en ella el predominio de lo organizativo, de lo formal y ritual; de lo puramente doctrinal e ideológico por sobre la vida. De otro modo, menguamos y debilitamos en ella la fuerza del Espíritu.
Anhelamos una Iglesia viva, poseída por el ímpetu del Espíritu Santo, donde lo primario sea el contacto vivencia] con la persona del Señor y la vitalidad de una comunidad de fe animada por el espíritu de las bienaventuranzas. Las formas y las organizaciones deben expresar, asegurar y fomentar esa vitalidad.
María da la garantía para que así sea. Ella salva el carácter de acontecimiento de la Iglesia, pues nos pone en contacto directo con el acontecer salvífico, con el Cristo que se encamó, que vivió y resucitó. Por su pobreza y pureza, nos ata a la persona de Cristo Jesús que es la fuente de la vida.
María fue pobre. No tenía donde dar a luz a su Hijo; sólo pudo entregar en el templo dos palomas como ofrenda; tuvo que andar fugitiva y sin hogar; vivió y compartió la suerte de los humildes en Nazareth. Pero ella, por sobre todo, estaba interiormente animada por una profunda pobreza de espíritu: estaba convencida que Dios se fijó en ella sólo por ser pequeña. Su pobreza era apertura a la Palabra, docilidad y obediencia alegre a la voluntad del Padre. Sólo quería que en ella se cumpliese su voluntad.
Esta pobreza de María es la que atrajo al Espíritu Santo, la que contuvo al Verbo hecho carne en su seno.
Hacernos partícipes de la pobreza de María nos abre también a nosotros las puertas del reino y asegura la vitalidad de la fe de la Iglesia.
La Inmaculada eligió la virginidad para ser toda e indivisamente pertenencia del Señor. Consagrada a él, vivió para su persona y para su obra. Fue su fiel compañera; amó y sufrió con él para ganarmos la vida sobrenatural y regalarnos la dignidad de hijos y hermanos. Inmaculada y pura puede ver a Dios en la fe (cfr Mt 5,8). Con razón su prima Isabel la proclamó bienaventurada porque creyó (cfr Lc 1,45). Y su fe no le fue fácil; debió pasar por el Mar Rojo y por el desierto; debió gustar la amargura de la cruz para gozar la victoria de la resurrección.
Por esto, cuando la Iglesia hace suyos el espíritu virginal de María y su pureza, ve florecer en sí misma la vivencia de Cristo. De allí que la misma Iglesia cante de la Virgen con alegría: «Quien me encuentra, encuentra la vida y obtiene del Señor la salvación». (Prov. 8, 35)