El P. Rafael Fernández escribió en 1999 el siguiente texto. Su lectura puede ayudar a clarificar un tema que hoy es muy actual en la Familia de Schoenstatt.
«¡No puedo dejar de predicar!», decía el P. Kentenich en su memorable plática del 31 de Mayo de 1949, después de haber ofrecido a la Santísima Virgen, sobre el altar del Santuario de Schoenstatt en Bellavista, la primera parte de su respuesta a las observaciones que hiciera el Visitador. «No puedo hacer otra cosa, debo esgrimir la palabra -continuaba‑. Ustedes deben comprender cuán grande es esta gigantesca tarea para nuestro desvalimiento. Tenemos que pensar en David enfrentándose a Goliat. Pienso en el salto mortal que me atreví a dar en 1942 (ida al campo de concentración de Dachau) y estoy consciente de que esta vez se repite”.
Muchos se preguntan qué sucedió en relación a la visitación apostólica; por qué el P. Kentenich fue separado de su obra durante 14 largos años y relegado al exilio, lejos de su patria, por disposición del Santo Oficio; qué había hecho o predicado que mereciese tan drástica determinación.
Al regreso de Dachau, el P. Kentenich se esforzó por dar a conocer, en forma más amplia y profunda, su Obra a los obispos en Alemania. Estaba convencido de que los tiempos que se avecindaban serían difíciles para la Iglesia. Por otra parte, veía que, en un cambio de época de profundas conmociones históricas, Dios había usado su Obra como un pequeño laboratorio de análisis del tiempo y para proponer soluciones; y que ahora era preciso entregar los resultados de esa experiencia a la Iglesia, a fin de ayudarla a enfrentar fecundamente los nuevos tiempos y su arribo a «las nuevas playas».
A esto se sumaron las críticas y resistencias respecto a Schoenstatt, las que se intensificaron, especialmente de parte de algunos obispos, quienes hicieron sentir sus reparos ante la Conferencia Episcopal alemana. Gestiones ante el obispado de Tréveris ‑diócesis a la cual pertenece el lugar de Schoenstatt en Alemania‑ dieron como resultado que se determinase llevar a cabo una visita canónica. El mismo P. Kentenich ‑quien se encontraba en ese momento en Argentina‑ ya había escrito al obispo de Tréveris que, si servía al esclarecimiento de la situación, tuviese a bien enviar a Schoenstatt un hombre de confianza con el encargo de estudiar en el mismo lugar toda la Obra.
La visita canónica se realizó entre el 19 y el 28 de febrero de 1949. El P. Kentenich había iniciado sus viajes al extranjero en marzo de 1947. En América Latina había visitado Brasil, Uruguay, Argentina y Chile; además, Sudáfrica y Estados Unidos. El Obispo Auxiliar de Tréveris, quien había hecho la visita canónica, le envió su informe requiriéndole tomara conocimiento del mismo y le manifestara su opinión.
En la alocución de clausura, el 28 de febrero, el Visitador se había manifestado en forma notoriamente favorable a Schoenstatt. Entre otras cosas, expresó en aquella ocasión: «Un resultado importante, quizás el más importante de la visitación se puede esbozar sucintamente como sigue:
1. Esta visitación ha reafirmado y profundizado en mí, y puede reafirmar y profundizar también en ustedes, el convencimiento ya existente: Schoenstatt es una obra y un instrumento de la Santísima Trinidad y de la Santísima Virgen. Yo les pido que esta frase la tomen como una afirmación inequívoca del representante oficial de la Iglesia.
2. El universo teológico de Schoenstatt, al igual que el del Rvdo. P. Kentenich, es ortodoxo y eclesial. Además, no se puede dudar del sentido eclesial, del amor y la fidelidad de Schoenstatt y, con ello, tampoco del Rvdo. P. Kentenich, hacia la Santa Iglesia Católica».
Sin embargo, en el informe escrito enviado al P. Kentenich, el Visitador formulaba ciertos reparos que se situaban más bien en el orden pedagógico: hizo observaciones respecto a la práctica de la obediencia, de la libertad, al hecho de considerarse una Obra especialmente querida por Dios; a la forma de vivir la infancia espiritual, etc. Buena parte de sus críticas se centraban en la relación entre el P. Kentenich y los suyos. A su parecer, existía una relación «demasiado intensa y estrecha», que quitaba la independencia y autonomía, produciendo una filialidad «primitiva», que se apegaba indebidamente a «la fascinante personalidad» del fundador.
Cuando el P. Kentenich recibió el informe del obispo, sintió que para él llegaba la hora de hablar, de proclamar su carisma, lo que Dios le había regalado para bien de la Iglesia y de nuestra cultura. Por fin se habían concentrado las críticas a Schoenstatt en el nivel en el cual éste quería ser juzgado y valorado: en el ámbito pastoral ‑pedagógico que toca el modo de relación de las criaturas -las «causas segundas»- con su Creador -la «Causa Primera»-. «Nunca quisimos ser ‑afirma‑ un movimiento dogmático, filosófico o sicológico sino sólo oficial de enlace entre la ciencia y la vida. Nuestra ascética y pedagogía debieran ser aplicación de la dogmática, la filosofía y la sicología». (Semana de octubre de 1948). Schoenstatt había querido ser, marcadamente y desde el inicio, un Movimiento de educación y de educadores y, como tal, quería ser juzgado por la historia.
La mentalidad mecanicista
Para el fundador de Schoenstatt, los grandes desafíos de la Iglesia en relación a la cultura actual se situaban precisamente en este plano. Las críticas del Visitador le permitían abordar una problemática más de fondo. Por eso, cuando encomienda a la Santísima Virgen la primera parte de su respuesta, manifiesta al pequeño grupo que lo acompañaba en el Santuario de Bellavista (que sólo días antes había sido bendecido): «Se trata de desenmascarar y de sanar radicalmente el germen de la enfermedad que aqueja al alma occidental: el pensar mecanicista. Tengo bastantes razones para suponer que Dios ha impuesto, en este sentido, una carga pesada a nuestra Familia». (31 mayo de 1949)
Según el P. Kentenich, la mentalidad mecanicista es heredera del racionalismo e idealismo filosófico alemán. Esta mentalidad, o modo de pensar, amar y vivir mecanicistas, se caracteriza por su dificultad para entender procesos vitales; reflexiona sobre la realidad como si ésta fuese una suma de piezas armadas mecánicamente, sin poseer una interrelación ontológica y vital: desgaja las partes del todo y atomiza la realidad.
Este tipo de pensamiento, reforzado por la influencia protestante, separa a Dios («el enteramente distinto») de la criatura; abre así un abismo entre naturaleza y gracia; no comprende cabalmente el lugar y la función de los representantes o «intermediarios» entre Dios y el hombre. (Recordemos que la reforma protestante se desentendió del papado, del sacerdocio ministerial en la Iglesia y que, en la misma línea, minimizó el papel de la Virgen, de los santos y de los sacramentos en la economía de la salvación). Separa también lo espiritual de lo sensible y corporal: está enfermo de un racionalismo que gusta de lo ideológico y se aparta de la vida.
La mentalidad mecanicista, por otra parte, encuentra una tierra fértil en ciertas tendencias dentro de la espiritualidad cristiana, marcadas en su origen por una influencia neoplatónica y maniquea: se acentuaba la trascendencia de Dios de tal modo que la criatura y su actividad propia no eran suficientemente tomadas en cuenta. Además, las consecuencias del pecado original tendían a situarse preponderantemente en el plano de lo sensible, en todo lo que pudiese estar relacionado con la concupiscencia. Resultaba entonces difícil conciliar lo espiritual con lo material.
Para el P. Kentenich, la mentalidad mecanicista o separatista era la epidemia que estaba invadiendo Occidente, la que estaba generando, desde sus mismas raíces, una cultura laicista, materialista y secularista; la que había conducido a la utopía del humanismo ateo, del individualismo liberal y del colectivismo marxista. Según su opinión, esta mentalidad mecanicista amenazaba ahora desde dentro a la misma Iglesia y obstaculizaba enormemente su capacidad de ser alma de un auténtico humanismo, donde todo estuviese impregnado por la armonía de naturaleza y gracia y se diese de verdad una síntesis entre fe y vida.
Porque el P. Kentenich considera que las críticas hechas a Schoenstatt por el Visitador en su fondo reflejaban este tipo de mentalidad, se decide a escribir su «Epistola perlonga», su carta extraordinariamente larga (aproximadamente 300 páginas), como respuesta a las observaciones del Visitador.
Quien tiene una misión ha de cumplirla
Las críticas a la relación del fundador con la Familia no eran las primeras que habían surgido respecto a Schoenstatt. Ya antes (1935) se habían hecho serios reparos respecto al marianismo que Schoenstatt predicaba. ¿No obstaculizaba esa entrega a María la relación con Cristo? ¿No se anteponía su persona a la del «Unico Mediador»? ¿Se podía hablar de una «alianza» o de un «contrato bilateral entre nosotros y la Santísima Virgen? Además, ¿por qué dar tanta importancia a un lugar de gracias concreto?
El P. Kentenich había respondido denunciando la mentalidad o «espiritualidad» mecanicista. A esta mentalidad le costaba comprender la vinculación «orgánica» a una creatura ‑como es María‑ y ver en ella el camino «más rápido, más seguro y expedito» para llegar a Cristo; le parecía que un hondo afecto filial y un gran amor por María restaban fuerza al amor a Cristo y a Dios; que había una indebida detención en los «intermediarios», en lugar de centrarse en lo esencial: Cristo, Iglesia, la liturgia…
Ahora, las críticas se desplazaban a otro ámbito: a la relación paterno‑filial. Pero, en el fondo, surgían de la misma mentalidad.
El P. Kentenich sabía que su decisión de enviar una respuesta amplia, clara y científica al informe del obispo, podría costarle caro. Si embargo lo hace:
«Quien tiene una misión ha de cumplirla, aunque un salto mortal siga a otro. La misión de profeta trae consigo suerte de profeta ‑afirma el 31 de Mayo de 1949‑. Tenemos que contar con que este trabajo hiera nobles corazones allá en la patria, que despierte una violenta indignación y haga que en respuesta se nos den fuertes y duros contragolpes. No nos admiremos si se forma un poderoso y unido frente común de hombres influyentes en contra mía y de la Familia. Humanamente considerado, tenemos que contar, por último, con que nuestro intento fracase completamente. Y, sin embargo, no podemos sentirnos dispensados de correr este riesgo».
Más tarde, en 1954, encontrándose ya en el exilio, en Milwaukee, es-cribe:
«Quiéranlo o no, debía apurar el trago amargo de escribir una respuesta oficial. Así se puso en marcha el engranaje. Escribí señalando continuamente que el Occidente cristiano corría el peligro de ser socavado por el espíritu colectivista. Escribí sobre la misión de la Santísima Virgen de salvar al cristianismo. Lo hice exhaustivamente, con claridad científica y franqueza responsable, llevado por una seria preocupación por el futuro de la Iglesia. Califiqué el pensar mecanicista como el ‘obstáculo más grande’ para el actuar de la misma y de ‘precursor’ del enemigo universal del cristianismo. Un modo de pensar que invadió amplios círculos dirigentes católicos, el cual puede y debe ser vencido por el pensar orgánico, tal como éste se presenta en la pedagogía de vinculaciones».
La fidelidad a su encargo profético le lleva a hablar. Expone largamente su pensamiento a los obispos, sabiendo que con ello se arriesgaba a sí mismo y a su Obra. Pero la responsabilidad ante Dios y ante la historia lo llevaban a esgrimir la palabra.
Sus explicaciones no fueron comprendidas o no lograron convencer y su franqueza fue mal interpretada. Como había previsto, su respuesta desató una tormenta. Los obispos acudieron a Roma, lo cual culminó con el nombramiento, de parte del Santo Oficio, de un Visitador Apostólico.
El nuevo visitador, el P. Sebastián Tromp, jesuita holandés, profesor de la Universidad Gregoriana y Consultor del Santo Oficio, acababa de poner término a una visitación en Holanda, a una doctora ‑la Dra. Teruwe‑ a la cual algunas personas le reprochaban estar bajo la influencia del sicoanálisis de Freud. Esta doctora tenía bastante influencia dentro de la Iglesia y en la formación de los seminaristas. Por eso, el Visitador llegó a Schoenstatt ‑un movimiento de educación y de educadores que necesariamente toma en cuenta la sicología humana para que la gracia penetre al hombre entero‑ examinando su espiritualidad y pedagogía con un prisma determinado. Tendía a encontrar el sicoanálisis de Freud en las consideraciones sicológicas del mundo de Schoenstatt. Como profesor de teología dogmática, su especialización no era la del campo pedagógico sino doctrinal; campo en el cual no se situaban los problemas que había señalado el primer visitador de Tréveris.
Por otra parte, desde un comienzo, el nuevo Visitador tuvo una actitud de rechazo al P. Kentenich; ni siquiera quiso vivir en la misma casa en la cual habitaba el fundador. En su proceder actuó de un modo marcadamente autoritario. Desde un comienzo, su actitud fue sumamente crítica frente al P. Kentenich.
En julio de 1951, el Visitador dicta una serie de decretos, entre los cuales el del 31 de julio exonera al P. Kentenich de su cargo de director del Instituto de las Hermanas de María. El del 30 de septiembre determina que el P. Kentenich no puede permanecer en Schoenstatt. En un decreto del l° de diciembre del mismo año, se decide que el P. Kentenich ‑quién en ese momento se encontraba en Roma‑ debe abandonar Europa. Por último, en enero de 1952, el Santo Oficio lo relega a Milwaukee, Estados Unidos.
La cruzada por el pensar, amar y vivir orgánicos
¿Por qué arriesgó tanto el P. Kentenich? ¿Por qué se expuso a los «fuertes contragolpes» que siguieron a su ataque contra el pensar mecanicista y a su defensa del pensar orgánico o de lo que él denominaba «la doctrina del organismo de vinculaciones en la teoría y en la práctica»?
Ante sus ojos estaba el destino de Occidente: la posibilidad de gestar una nueva cultura que encarnase la armonía entre la naturaleza y la gracia. Según el P. Kentenich, esto requería la puesta en marcha de una cruzada por el pensar, amar y vivir orgánicos y al vencimiento de la mentalidad mecanicista. Se trataba de salvar la relación de Dios y la criatura, de la naturaleza y de la gracia. En otras palabras, de desarrollar una espiritualidad y una pedagogía de la fe que permitiese al hombre actual encontrar a Dios en medio del mundo.
Afirmaba: «Desde el inicio, Schoenstatt nunca se quedó sólo en Dios (dando importancia sólo a su trascendencia), sino que puso en primer plano al Dios de la vida (al Dios inmanente). Quisimos buscar, encontrar y amar a Dios en todas las cosas y en todas las personas; no sólo a él en sí mismo, sino tal como él se acerca a nosotros, como él nos capta para sí, como él nos sale al encuentro en todas las cosas creadas. Si viviésemos esto en la vida cotidiana, encontraríamos una extraordinaria solución a los problemas que aquejan a nuestro tiempo».
«Schoenstatt nunca se ha desviado de esta senda. Elaboró hasta en sus más mínimos detalles un camino para la santidad de la vida cotidiana, que posibilitara al hombre moderno mantener su vinculación con el Dios vivo en todas las situaciones. El santo de la vida diaria quiere unir todo, estrecha y férreamente, con la persona del Dios vivo, no sólo en la teoría o en la iglesia, sino en la vida cotidiana».
El pensar orgánico
Una espiritualidad especialmente apta para el laico que vive en medio del mundo, supone un pensar orgánico. La mentalidad mecanicista se caracteriza por ver a la criatura en sí misma, desligada de Dios. No sólo niega el lazo que la une al Dios vivo, sino que termina negándolo a él mismo. La visión orgánica, en cambio, ve a la criatura esencialmente en relación al Dios creador y redentor; la ve como imagen suya, y, por otra parte, como un instrumento libre que está llamado a ser cooperador activo del Dios que guía la historia,
La criatura es imagen de Dios; es una idea de Dios encarnada, una huella y reflejo suyo, un pequeño profeta de Dios que nos trae sus mensajes y nos permite conocerlo, “porque ‑argumenta San Pablo‑ lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rom 1, 20). Y el prefacio de Navidad canta que el Verbo, para hacerse cercano a nosotros, tomó carne: «Porque, gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible».
Si el laico quiere encontrar a Dios en medio del mundo, constantemente debe remontarse a él partiendo de lo creado; debe desarrollar el hábito de ver a Dios en el hombre. El hecho que el pecado deforma y desvirtúa la imagen de Dios dificulta este proceso, pero no lo imposibilita, ya que «lo que fue creado de modo admirable, más admirablemente fue redimido» (Oración de la liturgia).
Cuando la razón es iluminada por la luz de la fe, la visión orgánica alcanza una nueva profundidad: la persona aparece ante nosotros no sólo como imagen natural de Dios, sino también como imagen del Dios Trino: es hijo de Dios, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. La revelación nos devela toda la grandeza del hombre. Por eso Juan Pablo II afirma que sólo Cristo es capaz de revelar el hombre al hombre. (Redemptor Hominis, 10).
Junto con ver a la persona como huella e imagen de Dios, la visión orgánica la considera también en su carácter de instrumento libre o de causa segunda. No existe únicamente una relación “estática” de la creatura con Dios, sino también una relación «dinámica». «Dios gobierna al mundo a través de causas segundas libres», es el axioma con el cual santo Tomás de Aquino definía esta realidad. Dios no deja su huella en la creación para luego retirarse a su cielo trascendente; permanece actuante en la misma, es el Señor de la historia que gesta historia en y con el hombre. No se limita tampoco a impartir principios de moral individual o social, o los ideales que plantea el Evangelio, según los cuales la persona debe regir su comportamiento. No. Llama al hombre a ser un instrumento libre en sus manos.
Si vemos a la persona como un instrumento libre en manos de Dios, tampoco tendremos dificultad para reconocer en ella un representante suyo o alguien que lo transparenta, como es el caso de los padres para sus hijos (éste es el sentido del cuarto mandamiento: «honrarás padre y madre»); del ministerio sacerdotal en la Iglesia y de la legítima autoridad.
Reflejo del Padre Dios
Considerando lo expuesto, podemos imaginarnos que para una mentalidad mecanicista resultase difícil comprender por qué la Familia de Schoenstatt consideraba al P. Kentenich como «transparente del Padre Dios» e «instrumento predilecto» en sus manos.
En su defensa del pensar orgánico, el P. Kentenich muestra que para una auténtica visión cristiana, es evidente que la criatura está llamada a ser instrumento de Dios y que, por lo mismo, es igualmente evidente la obediencia filial a la legítima autoridad como camino de entrega al Dios vivo. Obediencia que no separa la ley del legislador ni al legislador de quien éste debe hacerse enteramente dependiente: Cristo Jesús, Pastor y Cabeza de la Iglesia y Señor de la historia.
Su defensa de la visión orgánica de la realidad es clara y hasta vehemente, porque sabe que más allá del caso mismo de Schoenstatt, lo que estaba en juego era la capacidad de percibir la profunda dignidad del hombre y el fundamento de la actitud que adoptemos ante él. Si se le ve en la perspectiva de Dios, como hijo suyo y colaborador libre, se neutraliza la creciente tendencia actual a reducirlo a una pieza desechable de la maquinaria productiva o una fase anónima del proceso revolucionario de la historia. Ya no puede ser utilizado y denigrado a nuestro antojo. Por otra parte, la mentalidad orgánica impone el deber, a aquel que desempeña el papel de causa segunda o de autoridad, de cultivar la más estrecha unión y dependencia de Dios y la tarea de asemejarse a él en todo su ser y actuar.
Sin embargo, a pesar de este esfuerzo, es consciente de que también como criatura es un reflejo limitado e imperfecto de Dios. En este sentido, el P. Kentenich acostumbraba decir que las criaturas poseían una función de atracción, de desengaño y de conducción. Nos atraen porque reflejan sus perfecciones; pero también nos desengañan, porque son limitadas e imperfectas. Su opacidad y pecado hacen que constantemente nos desilusionen. Esta realidad, no obstante, es un nuevo modo de encaminarnos hacia Dios: impide que las erijamos en un absoluto o las «idolatremos». Por eso san Agustín decía: «inquieto está nuestro corazón hasta que no descansa en ti, Señor».
Las constantes desilusiones a las que estamos normalmente sometidos no deben infundir en nosotros un pesimismo o escepticismo paralizante, sino que deben convertirse en acicate y en un trampolín que nos lance hacia Dios, para volver siempre de nuevo, desde su corazón, al amor de los hombres y de todo lo creado.
Ser instrumento o representante de Dios impone, por lo tanto, la tarea de asemejarse a él y hacerse enteramente dependiente de él. Quien debe reflejar al Señor sabe que también desilusionará a los suyos a causa de sus limitaciones y deficiencias. Pero incluso así conduce a Dios, pues «obliga» a mirar más allá de él mismo hacia Aquel que representa. Además la manera de enfrentar su propia debilidad debe ser un ejemplo para los suyos. Estos, al mismo tiempo, deben llegar a comprender que la Providencia divina conduce la historia a través de instrumentos imperfectos, y que los desengaños y desilusiones humanas nunca deben sumirnos en un derrotismo pesimista que desconfíe de los hombres “porque pueden fallarnos” .
El amor orgánico
El pensar orgánico está estrechamente unido al amar y vivir orgánicos. El uno condiciona al otro. Si existía dificultad para ver al fundador en el lugar que se le asignaba como “cabeza y padre» de la Familia, esos mismo reparos se dirigían al vínculo espiritua1 hondamente afectivo que ligaba a los suyos a su persona. Se hablaba de «culto a la persona” y de «infantilismo y masificación a un nivel superior».
Sabemos que en numerosos manuales de ascética tradicional se tomaba distancia y se desconfiaba de los vínculos personales afectivos, por las posibles desviaciones que podían darse en ellos. Se favorecía el contacto directo con Dios, y por eso se abogaba por el «desapego y desprecio de todo lo creado». Esta posición se basaba en un cierto pesimismo ante la naturaleza humana y en múltiples experiencias negativas a lo largo de la historia. Por eso, su opción era evitar lazos, cortar y reprimir, más que aceptarlos, cultivarlos y encauzarlos.
Una tal perspectiva, reforzada por un intelectualismo racionalista, prefería ver al sacerdote como un «señalizador en el camino» más que como alguien que abría su corazón para despertar y recibir el amor, espiritual y natural, que brotaba en los suyos, para conducirlos, en su corazón, al corazón de Dios.
El P. Kentenich no podía aceptar ser únicamente «un señalizador en el camino», alguien que predicaba la verdad, sin comprometer con ello su propio corazón:
“La Santísima Virgen, expresa en su memorable plática del 31 de Mayo de 1949, nos ha regalado el uno al otro. Queremos permanecer recíprocamente fieles: el uno en el otro, con el otro, para el otro, en el corazón de Dios. Si no nos reencontrásemos allí, sería algo terrible. Allí debemos volver a encontrarnos. No deben pensar: vamos hacia Dios, por eso debemos separarnos. Yo no quiero ser simplemente un señalizador en la ruta. No, vamos el uno con el otro. Y esto por toda la eternidad. ¡Cuán errado sería ser sólo señalizador en el camino! Estamos el uno junto al otro para encendernos mutuamente. Nos pertenecemos el uno al otro, ahora y en la eternidad; también en la eternidad estaremos el uno en el otro. ¡Es éste el eterno habitar del uno en el otro propio del amor! Y entonces, permaneciendo el uno en el otro y con el otro, contemplaremos a nuestra querida Madre y a la Santísima Trinidad”.
Con esto, el P. Kentenich plantea un nuevo estilo de espiritualidad, una nueva acentuación en la educación de la fe y en la pastoral, distinta a la que se practicaba tradicionalmente: el amor orgánico ama a Dios, a Cristo Jesús, en los hombres, no de un modo general, sino concreto.
«Este es el grandioso sentido de nuestra vida ‑afirma el P. Kentenich en una plática de 1963‑; así nos lo debemos imaginar: vengo del amor eterno para sumergirme en el amor eterno. Soy llevado y arrastrado por un inmenso torrente de amor. Llevado por él, debo pasar por todas las estaciones señalizadas en este torrente. Debo aprender a amar y a madurar en el amor. Debo aprender a conocer y a vivir todas las formas del amor y a desarrollar en mí todos los tipos de amor».
«Todas las formas de amor: trátese del amor filial, del amor maternal, del amor paternal o del amor fraternal. Para eso he venido a este mundo, para eso estoy aquí: para amar».
«Debo aprender a amar pasando por todos los grados del amor, comenzando por el amor primitivo y llegando al amor pleno y maduro»
(…) «Si amamos, si amamos de verdad y en forma auténtica, entonces vivimos; entonces nuestra vida natural llega a su plena madurez. Pero si no aprendo a amar, si no llego a ser un artista del amor en toda la línea ‑también en el plano natural‑ siempre seré un pobre hombre, un fragmento, un ser infeliz. Por cierto, tiene que ser un amor verdadero. ¿Qué entendemos por ‘amor verdadero’? No es egoísmo, no es la mera ebullición emocional, no es ese tipo de sensualidad inferior que grita desenfrenadamente como ladran los perros cuando tienen hambre. No, el verdadero amor es ese impulso que nos hace anhelar la unión interior con un tú personal, humano y divino. El amor no descansa hasta haber logrado la fusión de corazones, el intercambio y la complementación de los corazones, hasta lograr la plenitud de la propia persona en la entrega a un tú personal. En esto consiste la gran y elemental fuerza del amor. Sin amor, me quedaré como un ser híbrido, sea cual sea mi nombre…» (Pláticas de Milwaukee).
Desde el punto de vista sicológico y dentro de un proceso de crecimiento, el amor sensible al tú humano puede ser incluso más intenso que el amor sensible a Dios y, por eso, aparentemente mayor. Pero, de hecho, estimativamente, el amor a Dios ‑para quien ama en forma orgánica‑ será mayor. Si llegase un momento en que hubiese que decidirse por uno de ambos amores ‑supuesto el caso que el amor humano concreto nos separase de Dios y de su voluntad‑ entonces, nos decidiríamos por el amor a Dios, aunque por ello debiésemos pasar por sobre nuestro propio corazón.
Amar «orgánicamente» no opone amor a la criatura y amor a Dios. Tampoco tiene dificultad en amar a Dios en su «representante», entregándole a éste lo que en definitiva pertenece a Dios: obediencia, servicio, fidelidad y el propio corazón.
El amor humano: expresión, camino y garantía del amor a Dios
Esto es lo que el P. Kentenich quería fomentar en todos los ámbitos: personas capaces de amar, que hubiesen vencido en sí mismas el colectivismo, personas que amasen orgánicamente, es decir, que, amando al tú humano, en él amasen a Dios. Tal como la esposa ama a Cristo en su esposo y el amor a éste no resta nada al amor de Dios; tal como el niño ama a Dios Padre en su propio papá y con ello no roba nada al amor de Dios; tal como el profundo amor a María no significa dejar de lado el amor de Cristo. Al contrario, estos amores humanos son camino y garantía de un auténtico amor a Dios y a Cristo.
Con razón afirma el P. Kentenich en un escrito de 1951: «Si queremos educar personas sanas o sanar personas enfermas, entonces, es evidente: debemos vivir uno en el otro y ambos en un tercero. Este es el organismo espiritual que hemos desintegrado. Personalmente, estoy convencido de que si queremos rescatar las áreas superiores de la religión, a la larga sólo lo lograremos, en el tiempo actual, si estamos arraigados en las áreas inferiores: para poder arraigarme en Dios y en María, he de estar arraigado en los hombres» (…) «Porque ya no vemos ni amamos a Dios en el hombre, o porque ya no captamos espiritual ni vitalmente al hombre en su dimensión natural y sobrenatural respecto a Dios, no sólo pulverizamos la sociedad humana, sino también, en cierto sentido, a Dios mismo. Es decir, separamos al hombre de Dios y cortamos el lazo que une el orden natural con el sobrenatural. El último eslabón de este proceso es la separación entre religión y vida, es la secularización de la vida, es la peste del laicismo, es un acentuado naturalismo. Llegará un tiempo en que con Nietzsche habremos de lamentar: “Dios ha muerto, nosotros somos sus asesinos; nosotros y ustedes lo hemos asesinado».
La instauración de una pedagogía y espiritualidad de las vinculaciones es, para el P. Kentenich, requisito claro de los signos de los tiempos. Es un hecho que nuestra civilización, a pesar de sus múltiples conquistas y de su poder, aparece ante nuestra vista como una civilización cada día más inhumana, llena de odio, división y violencia. El pensar mecanicista genera un mecanicismo en cuanto a la capacidad de amar. Lo genera, y a la vez, es retroalimentado por él mismo. El resultado es un tipo de hombre sin alma, interiormente vacío y sin corazón. La incapacidad de contacto ‑señala el P. Kentenich‑ «no es una enfermedad contagiosa de tipo corriente, sino que debemos catalogarla como una tremenda epidemia que penetra en todas partes, causando daño no sólo en las relaciones interpersonales sino también en el seno sacrosanto de la familia. ¡Cuán a menudo hay que reconocer que los padres de hoy son ya hijos de padres que cuentan con una capacidad de amar perturbada!” (Mi filosofía de la educación, pág. 38)
Integración de la afectividad
La meta del P. Kentenich es vencer el colectivismo masificante. “Vivimos, afirma, en las garras del colectivismo. Un mundo nuevo está surgiendo. ¿Cómo podemos defendernos contra ese espíritu colectivista? La única respuesta es ésta: en tanto cuanto aprendamos a amar en una forma íntimamente personal. El hombre actual ya no sabe amar; incluso el hombre religioso ya no sabe amar. No sabemos ir de lo natural a lo sobrenatural.
Por eso encontramos tanta mediocridad y tanto derrumbe. En nuestras propias filas tenemos un número considerablemente mayor de lo que pensamos, de hombres contagiados por el colectivismo. Es algo distinto tener el colectivismo como sistema y otra cosa constatarlo como actitud espiritual”. (1952)
El tipo de cristianismo reinante a fines del siglo pasado y en nuestro siglo no poseía la fuerza suficiente para contrarrestar los efectos de esta enfermedad y promover una auténtica «civilización del amor». No se veía en el amor personal (hondamente espiritual y afectivo, natural y sobrenatural) el puente necesario ‑desde el punto de vista sicológico‑ para alcanzar un sano y profundo amor a Dios. Esto trajo como consecuencia una religión cada día más intelectual y formalista: entonces, la persona de Dios se esfuma; el cristianismo pierde su fuerza y capacidad de conquista; la vida cristiana se centra en un doctrinalismo lejano de la vida, en normas o disposiciones jurídicas, en el culto exterior o en una piedad sentimentalista, o en imperativos de carácter social o político desligados del contacto personal con el Dios personal. Por último, la religión termina siendo una superestructura que fácilmente es arrasada por la corriente secularista, sin que sea capaz de oponer una resistencia considerable, ni menos de crear una contracorriente.
En este contexto, el P. Kentenich proclamó una cruzada por el amor orgánico -o la instauración de un sano organismo de vinculaciones naturales. Por «vínculo» entiende un lazo de amor personal estable, cargado de afecto, que brota desde el interior de la persona, que capta no sólo las esferas superiores (su voluntad e inteligencia), sino también las esferas inferiores (su sensibilidad y su capacidad de amor instintivo).
El mecanicismo reduce el amor a lo pasional instintivo o a un espiritualismo desencarnado. En la espiritualidad, la ascética y la pastoral, se había descuidado la captación y educación del afecto sensible; se desconfiaba de todo lo que pudiese fomentar la «concupiscencia de la carne», viendo por todas partes peligros de sentimentalismo y sexualismo. Por eso, prácticamente todo se centraba en la educación ‑o «ilustración»‑ del intelecto y en el fortalecimiento de la voluntad, a la vez que se inhibía la vida afectiva.
En 1949, afirmaba el P. Kentenich: «El afecto que no fue considerado ni educado, que no fue asumido y formado por la religión y por el amor de Dios, se orientó sólo hacia los objetos sensibles y siguió únicamente sus voces, aquello que le permitía el máximo de satisfacción sensible. De este modo, en muchos lugares de Occidente, progresivamente se produjo un abismo infranqueable entre lo espiritual-sobrenatural y el amor sensible; entre el amor espiritual y el amor sensible. Con ello se abría ampliamente las puertas para una desenfrenada y victoriosa carrera del amor sensual y carnal. Se generó una eterna lucha entre la voluntad y el afecto. La vida religiosa llegó a perder así su brío, la gran inspiración; decrecieron la audacia y la magnanimidad. El fin de la canción fue un amor anémico y el empobrecimiento de la personalidad. De este modo se explican los débiles logros, tanto en el campo de la vida interior como del apostolado. San Francisco de Sales valora el afecto en la vida religiosa de un modo enteramente distinto. Mostraba gran admiración ante la grandeza de una sana unión entre voluntad y amor afectivo. Exigía que el afecto se atase al carro del amor espiritual de modo que, cual briosos corceles, lo impulsara vigorosamente hacia lo alto. De este modo, el afecto proporcionaba alas al amor, le daba al carácter plenitud, equilibrio y una noble amabilidad y encanto».
La meta que persigue el P. Kentenich es la plena integración y mutua fecundación del amor instintivo, del amor natural y del amor sobrenatural. Le preocupa especialmente captar y “bautizar” el calor y la energía que brotan de la afectividad instintiva, pues, “lo que no es asumido no es redimido”. (san Irineo).
La fuerza del amor que surge de la voluntad y de la caridad sobrenatural recibe así toda la riqueza que entraña la afectividad; pero, a su vez, la purifica, perfecciona y enaltece. Sólo entonces podemos decir que cultivamos un amor a la vez plenamente humano y sobrenatural; que amamos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra fuerza (cf. Deut 6, 5).
Ese era el amor que palpitaba en el alma del fundador de Schoenstatt, el que lo hacía sentirse «íntima» y «entrañablemente» solidario en Cristo con los suyos. Por eso podía rezar:
Estoy tan íntimamente ligado a los míos,
que yo y ellos nos sentimos siempre un solo ser:
de su santidad vivo y me sustento y, aún, gustoso estoy dispuesto a morir por ellos.
Estoy tan entrañable
y fielmente unido a ellos,
que desde dentro una voz me dice siempre: en ellos repercuten tu ser y tu vida,
deciden su aflicción y acrecientan su dicha.
(Hacia el Padre, pp. 153)
El P. Kentenich sabía que el amor natural y la afectividad requerían educación, que sin la necesaria poda la vid no daba fruto abundante; pero se precavía de que esa educación fuese realmente orgánica y no destructora. Por eso defendía la necesidad de dar tiempo a que el amor madurase. En otras palabras, defendía la necesidad de dar lugar en la ascética y pedagogía al amor imperfecto o «primitivo».
Tal como puede dañarse el proceso de crecimiento de la persona o de la comunidad, provocando un traspaso prematuro del amor del tú humano al tú divino, así también, en la ascética y pedagogía de la fe, con el pretexto de alcanzar pronto un amor más «espiritual», se puede inhibir el amor primero que es necesariamente primitivo, es decir, un amor que mira ante todo el propio provecho y no el del tú, o que se apega a éste en forma «desiquilibrada», sin lograr aún una armonía con el resto de los vínculos personales. Al inhibirlo indebidamente, se daña la misma capacidad de amar en forma sana y se logra lo contrario de lo que se pretendía. No es raro que justamente los más «espirituales» terminen, muchas veces, en el más craso sexualismo o en una considerable atrofia y desarticulación de la propia personalidad.
Amor y sacrificio
Por cierto, todo amor verdadero se fortifica y acrisola en el dolor y la renuncia, pues no hay humanismo sin cruz. Sin embargo, la renuncia debe estar siempre orientada al ennoblecimiento de la naturaleza y nunca a su mutilación.
La acentuación de una visión positiva de la criatura y del cultivo de los vínculos personales, no debe entenderse como un dejar de lado o un dar menor importancia a la dureza de la renuncia y del sacrificio. Amor y sacrificio aquí en la tierra van siempre unidos; pues amar significa salir de sí mismo; renunciar al yo que tiende constantemente a replegarse sobre sí, siguiendo sus inclinaciones desordenadas y egoístas.
Amar de verdad requiere un total desasimiento; no es un simple romanticismo que se agota en palabras; significa mostrar en hechos, por las obras, que de verdad se tiene el corazón abierto al tú y la voluntad dispuesta para dar.
En la perspectiva de la redención, amor y sacrificio están indisolublemente unidos: «Aquí en la tierra, afirma el P. Kentenich, cada amor debe ser elevado a la cruz. Allí debe sangrar y desangrarse, para ser liberado y redimido de sí mismo y para llegar de este modo a poder fundirse y fusionarse en forma efectiva con el tú. Esto vale tanto para el individuo como para la comunidad ( … ) Un amor que no es clavado en la cruz y que no permanece allí voluntariamente y con alegría, suspendido junto con el Amor Eterno, crucificado, no debe esperar una profunda liberación de sí mismo ni una abundante fecundidad» (ver Carisma n. 13, pág. 68).
El vivir orgánico
El restablecimiento del organismo de vinculaciones comprende, además del cultivo de los vínculos personales, todos los ámbitos del amor: la vinculación a los ideales, a las cosas, al trabajo y al terruño. Es decir, el cultivo de una red de vínculos en el orden natural que son expresión, camino y seguro o garantía de los vínculos personales en el orden sobrenatural. No nos detendremos ahora a explicitarlos, porque nos llevaría demasiado lejos hacerlo. Agreguemos, sin embargo, que esta red de vínculos tiende intrínsecamente a generar estructuras y formas de vida. En otras palabras, el pensar y amar orgánicos se manifiestan en un vivir orgánico. La conjunción de estos tres aspectos es lo que constituye la nueva cultura o lo que llamamos la «civilización del amor».
En una visión netamente católica, el P. Kentenich destaca la prioridad del pensar y amar orgánicos, es decir, la importancia de la mentalidad y de la actitud de la persona. Esto tiene gran importancia en el contexto de la pregunta sobre la prioridad del cambio de las estructuras o del cambio y conversión de la persona; de la relación entre forma y vida.
Quien llega a poseer un pensar y amar orgánicos, necesariamente establecerá estructuras (sociales, políticas y económicas) y formas de vida (personales y comunitarias), concordes con ellos. Estas estructuras y formas de vida reforzarán y fomentarán, a su vez, la mentalidad y actitud de la persona. Se da, entonces, un enriquecimiento y protección mutuos. Tal como la corteza que, sin ser ella lo principal, protege la savia y la vida del árbol, de modo semejante, formas adecuadas protegen la red de vínculos interpersonales: sin éstas no se podría desarrollar sanamente la vida.
Ahora bien, un amor orgánico reclama un sacrificio orgánico; es decir, una renuncia y heroísmo que no tienen un fin en sí mismos o desligado del amor, sino que brotan del amor y están orientados a su mayor crecimiento, purificación y fecundidad. En la visión cristiana, la cruz está siempre unida al amor. Desde que Cristo murió en ella, es símbolo de un amor que se entrega y derrama su sangre por amor: «Porque nadie tiene mayor amor que aquel que da su vida por sus amigos», dice el Señor (Jn, 14, 13).
Pero sería errado acentuar las estructuras y formas ‑entiéndanse leyes y normas‑ pretendiendo que ellas generen la vida. Si se produce un desequilibrio en esta ecuación, pronto la vida, la savia misma perderá su fuerza por falta del cauce necesario, o bien un dañino formalismo paralizará el desarrollo de los vínculos de amor.
Un punto neurálgico: la relación paterno-filial
Hemos dicho que los reparos del Visitador se concentraban básicamente en la relación paterno‑filial entre el P. Kentenich y la Familia. La respuesta del P. Kentenich es una defensa y proclamación del pensar, amar y vivir orgánicos, de la pedagogía y espiritualidad de las vinculaciones o de las «causas segundas».
Ahora bien, el establecimiento y cultivo del organismo de vinculaciones depende, según el P. Kentenich, de dos puntos neurálgicos: de la vinculación a la Santísima Virgen y de la vinculación paterno‑filial. Ambos vínculos son para él las vigas maestras de la nueva cultura.
Conocemos el lugar y la importancia que ocupa la Santísima Virgen en el programa del P. Kentenich. Aquí nos referiremos a su lucha por el «renacer del padre» y de la filialidad. Durante los catorce años del exilio en Milwaukee, esto fue, sin duda, el gran escollo y la piedra de escán-dalo.
En su respuesta al obispo, el P. Kentenich se extiende largamente en la explicación y fundamentación de la vivencia filial, de la obediencia, del sentido de la autoridad paternal y del lugar que ocupa en su obra el así llamado «principio paternal». Lo hace no porque quisiera defender, en primer lugar, su propia persona o su obra, sino, como repetidas veces lo manifiesta, porque ve en esto una clave decisiva para la Iglesia «en las nuevas playas».
Capitalidad del vínculo filial a Dios
El relieve que da el fundador de Schoenstatt a la vivencia de la autoridad paterna y de la filialidad, se debe a que este vínculo, en el orden natural ‑desde la perspectiva pedagógico‑pastoral‑ condiciona profundamente la relación con Dios. Ahora bien, esta relación al Dios vivo es el eje de la cultura: de ella depende la suerte del hombre y de la sociedad. “Lo esencial de la cultura ‑afirmará más tarde el Documento de Puebla‑ está constituido por la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios, por los valores o desvalores religiosos… De ahí que religión o la irreligión sean inspiradoras de todos los restantes órdenes de la cultura ‑familiar, económico, político, artístico, etc.‑ en cuanto los libera hacia lo trascendente o los encierra en su propio sentido inmanente». (DP, 389)
El P. Kentenich enfatiza claramente que la pérdida del sentido filial ante Dios es la raíz de la cual surgen las herejías antropológicas de nuestra época. La mayor tragedia del hombre actual es precisamente haber abandonado la fuente de agua viva: «Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que el agua no retienen» (Jer. 2, 13). Si se corta el cordón umbilical con el Creador y Redentor, esto acarrea deshumanización y desintegración en todas las esferas de la existencia. La raíz de los problemas socioeconómicos, del creciente atropello de los derechos humanos, de la injusticia social que clama al cielo, de la violencia y de la total falta de respeto por la vida, del abuso del poder y de la frialdad de una tecnocracia que aplica modelos de desarrollo inhumanos, de la pobreza y la miseria; la raíz que origina toda esta enervante situación, yace en el cercenamiento del vínculo personal con el Dios de la vida. Los grandes problemas socioeconómicos, políticos y culturales que vivimos, son consecuencias de esta ruptura. Si no se lucha consecuentemente por el saneamiento de este mal de fondo, podremos afanarnos por cambiar unas estructuras por otras, pero en las nuevas no tardarán en aparecer pronto los mismos signos de descomposición: otras injusticias, otras manipulaciones, otro tipo de violencias y miserias, igualmente inhumanas o aun peores.
La vinculación con Dios es la columna vertebral de todo el organismo de vinculaciones. Desligado de Dios, el hombre enturbia su mirada respecto del hombre, se denigra a sí mismo, se convierte en Caín. Cercenado el vínculo con Dios, pierde la fuente de su energía liberadora y redentora. Desvinculado y desarraigado de Dios, no puede sino crear sistemas de vida y de trabajo inhumanos y enajenantes. «Un humanismo sin Dios conduce a la brutalidad y llega hasta la bestialidad»; «apostasía de Dios significa desintegración y descomposición», repite una y otra vez el P. Kentenich. De allí que, como hemos señalado, resulte vano el cambio de las estructuras sociales si éste no está acompañado de una real conversión del hombre al Dios vivo. La urgencia por dar soluciones inmediatas a la problemática actual no debe dejar de lado lo más importante, so pena de estar siempre edificando sobre arena movediza y ver cómo nuestras esperanzas se derrumban una tras otra.
Por eso, para el P. Kentenich, la pregunta capital es cómo poder hacer nuevamente receptivo para Dios a un hombre radicalmente ateo, desdivinizado, escéptico e indiferente.
Preámbulos vitales de la fe
El objetivo último es por eso claro: la reconquista del ser hijo ante Dios; la incorporación a Cristo Jesús que nos reconcilia con el Padre.
La estrategia pedagogico‑pastoral es también definida: para el P. Kentenich, la cuestión fundamental no es de orden intelectual u organizativo, sino que se juega básicamente en el orden pedagógico: en la pedagogía de las causas segundas.
Para comprender su posición, es preciso remontarse a lo que se denomina «preámbulos de la fe».
Normalmente se distingue, en este sentido, los «preámbulos intelectuales» de la fe, es decir, las razones que prueban la existencia de Dios y la posibilidad de la Revelación; y los “preámbulos morales o ascéticos», es decir, las actitudes ‑tales como la veracidad, la pureza de corazón, etc., ‑ que permiten una apertura al Evangelio. El P. Kentenich habla, además, de los “preámbulos vitales o afectivos de la fe” . Piensa que en el momento actual debe darse a éstos una atención particular.
Las apologías, los argumentos racionales o las exigencias morales, difícilmente constituirán un camino apto para conducir a Dios al hombre actual. En un tiempo donde ya no existe una atmósfera cristiana, cuando vivimos un cristianismo de diáspora, es preciso destacar que la verdad de la fe no la recibimos en una «tabula rasa», en un intelecto desprovisto de predisposiciones negativas o positivas, o en una voluntad libre de toda influencia. La recepción de la verdad revelada se lleva a cabo en una persona que tiene afectos, pasiones y un rico subconsciente. Es preciso tomar en serio las vivencias que marcan nuestro subconsciente y nuestro afecto. Estas facilitan o dificultan decisivamente, como predisposiciones u obstáculos, el encuentro vital con Dios y nuestra apertura al Evangelio.
Esta realidad adquiere particular urgencia cuando se trata de la recepción del mensaje central del Evangelio: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos en Cristo Jesús.
Intentar convertir gozosamente a alguien a la Buena Nueva de Jesucristo, si no ha experimentado antes, en el nivel humano, la riqueza y la alegría de tener un padre y de haberse sabido un hijo amado entrañablemente por él, resulta una empresa extraordinariamente difícil. Si las palabras «padre» e «hijo» no encuentran un eco positivo en la propia experiencia, quizás se podrá aceptar intelectualmente la verdad revelada, pero el corazón no sentirá ni actuará conforme a esa verdad.
Y es esto lo que sucede a la mayoría de los hombres actuales ante la imagen de ese Dios que nos llama a ser sus hijos y a sentirnos hermanos. La palabra «padre» no es capaz de llegarles al corazón porque no despierta allí ninguna resonancia feliz o liberadora. Ello se debe en gran medida a la situación de deterioro de la familia, donde ya no es posible hacer experiencias profundas de amor y, principalmente, de un amor paternal verdaderamente liberador y enaltecedor, experimentado como fuente de vida, de cobijamiento y de seguridad. La misma realidad puede afirmarse de la experiencia que tiene el hombre actual respecto de la autoridad. En tales circunstancias, faltan los puntos de apoyo sícológicos o experienciales para abrirse a la gracia de Cristo como filiación; hay una grave carencia, un extraordinario escollo en relación a los preámbulos vitales o afectivos de la fe.
«A jóvenes frustrados, heridos por el padre ausente o por el padre déspota ‑afirma el P. Hernán Alessandri‑ no podemos decirles: “ven, te tengo una buena noticia: Dios es Padre y te ama”. Puede ser que tal anuncio les produzca náuseas; o que los deje absolutamente indiferentes. Cada vez son más los jóvenes que intentan huir de su padre. Primero buscaron un padre de verdad, porque todo corazón humano fue creado para anhelarlo. Pero, ante la falta de respuesta, el anhelo se convierte en rechazo. En consecuencia, sicológicamente, la ‘Buena Noticia’ de que Dios es Padre, se convierte también para ellos en “una mala noticia”. Con razón afirma el P. Kentenich que vivimos en una cultura en ‘estado de fuga de la casa del Padre’, como el hijo pródigo. El problema del ateísmo moderno, en su opinión, no se debe tanto a inadecuadas presentaciones teológicas de la imagen de Dios, sino, en primer lugar, a la crisis de la familia y de la autoridad: cada vez resulta más difícil creer en un Dios con rostro de Padre, porque cada vez hay menos hombres con corazón de hijo, lo que, a su vez, se debe a que hay menos hombres con corazón de padre en los hogares de la tierra».
«También aquí ‑continúa el P. Alessandri‑ reside la causa más profunda de la crisis de la autoridad, tanto en la sociedad como en la Iglesia. En el fondo, se trata del rechazo a una autoridad que identifican con el propio padre y que, por lo mismo, ya a priori consideran abusiva. La rebeldía generalizada ante la autoridad, incluyendo la del ateísmo, como rechazo de un ser todopoderoso, no es el fruto maquiavélico de ideologías revolucionarias. Su caldo de cultivo principal es el deterioro de la autoridad familiar. Es en el hogar donde el hombre hace sus primeras experiencias de opresión y tiranía y donde empieza a desarrollar sus tendencias anárquicas y rebeldes. Para quienes ya van por tal camino, es evidente que el anuncio de un padre providente, que siempre nos está viendo y que con poder infinito nos tiene al alcance de su mano, será la peor y más oprimente noticia que puedan escuchar. Tal vez algunos acepten intelectualmente que tal Dios existe, pero esta verdad difícilmente les será una fuente vital de liberación y crecimiento» (Carisma N’ 12, Artículo: «Preámbulos vitales de la fe», pp. 20 y ss.).
En el escrito sobre su filosofía de educación, el P. Kentenich expresaba así esta realidad:
«Según la ley de la transmisión de sentimientos, una experiencia negativa de paternidad en relación al transparente humano, condiciona esencialmente la relación con Dios. Por eso puede afirmarse con propiedad que tiempos sin padres son tiempos sin Dios. Casi necesariamente tales tiempos están condenados a engendrar, en gran escala, ateos de todo tipo. Al revés, también vale la afirmación de que tiempos plenos y ávidos de paternidad son tiempos plenos y ávidos de Dios. Si mantenemos esta perspectiva ante nuestra mirada, comparándola con la posición que ocupa el padre en la cultura moderna, no es difícil formular la importante aseveración: la tragedia del tiempo actual es, en el fondo, la tragedia del padre. En forma creciente vivimos y nos movemos en un tiempo sin padre (…) De este modo ‑continúa el P. Kentenich‑ podemos comprender por qué la preocupación por hacer nacer de nuevo al padre constituye una de las tareas más centrales de toda la educación» (Mi filosofía de la educación, pp. 3 7 ‑ 3 9).
El P. Kentenich se juega por entero por este renacimiento del verdadero ser y actuar del padre, o por la vivencia de un nuevo tipo de autoridad concebida como poder de amor, que engendra y fomenta la vida: «Recuérdese, una vez más, que, según el curso ordinario de las cosas, el amor filial sobrenatural exige experiencias de hijo en el orden natural (…) Si éstas no existen o son de carácter negativo, despertando con ello una elemental contradicción y resistencia ante la idea del padre, entonces falta el puente natural hacia el Padre Dios, y nos hallamos de nuevo ante la tragedia del padre. Esta realidad, como se ha mostrado, depende esencialmente de la realidad del ser niño ante Dios y ante su representante humano. Las palabras de Cristo: ‘Si no os hiciereis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos’ (Mt 18, 3), alcanzan su pleno sentido y su plena validez cuando se las considera a la luz de lo dicho». (Ibidem, pp. 43).
Caminos alternativos
Junto con señalar que, según el curso ordinario de las cosas, el amor filial ante el Padre Dios exige la experiencia filial frente al padre en el orden natural, el P. Kentenich agrega que si ésta es negativa, existen otros caminos que suplen esta deficiencia. En primer lugar, se refiere a la así llamada «posvivencía», que es el camino más seguro, pero a la vez el menos frecuente. Se trata en este caso de una vivencia filial positiva ante una persona ‑normalmente un educador o un sacerdote‑, que encarna una auténtica paternidad. De este modo se puede recuperar aquello que faltó a la primera vivencia. Existe, además, la posibilidad de una vivencia de contraste. Esta se refiere a que la persona, partiendo de su propia vivencia negativa, se hace más sensible a la imagen del Dios que revela la Biblia: el Padre rico en misericordia, poderoso y fiel, por contraste, penetra más profundamente en ella. Algo semejante sucede cuando tiene la oportunidad de observar, por ejemplo, en una sana vida familiar, relaciones positivas de paternidad y de filialidad. Sin embargo, esta vivencia de contraste debería ser complementada por la vivencia posterior, para que sicológicamente logre captar de modo más pleno la vida afectiva y se haga posible una vivencia honda de entrega filial al Padre Dios.
Una tercera posibilidad se da en la vivencia de sustitución o de complementación. Esta se refiere a que la persona, cargando ella misma con una deficiencia en su capacidad de amar filialmente, cuando posee un cargo paternal ‑de educador o de autoridad‑ se esfuerza por dar a los suyos un amor auténticamente paternal, obteniendo como respuesta de éstos un cariño y entrega filial. Al experimentar esta realidad, es impulsado afectivamente a vincularse con Dios Padre de un modo semejante,
Más allá de estos procesos sicológicos ‑y en el mismo proceso como tal‑ se debe considerar la eficaz acción de la gracia que, por obra del Espíritu Santo ‑que es Espíritu de amor y de adopción filial‑ penetra y sana las profundidades de nuestro ser. La función maternal de María juega aquí un importante papel salvífico, como instrumento predilecto del Espíritu Santo. Como dice Puebla: «María Madre despierta el corazón filial que duerme en cada hombre. En esta forma, nos lleva a desarrollar la vida del bautismo por el cual fuimos hechos hijos» (295).
Comunión paterno-filial
La reconquista del sentido filial plantea, especialmente al varón, la tarea de comprender de modo diferente el ejercicio de la autoridad.
«El renacimiento del padre equivale al renacimiento de la autoridad paterna (…) Tener autoridad significa ser autor u origen de vida desbordante (…) Dicho más exactamente: la fuerza interior y el peso de la autoridad paterna emanan de la fuerza creadora del amor paternal, de la sabiduría paternal y del cuidado paternal» (Mi filosofía de la educación, pág. 46).
Estas actitudes engendran un tipo peculiar de relación entre el padre ‑o la autoridad- y los suyos: «El amor paternal se manifiesta esencialmente como una entrega personal al tú personal, hecho a imagen de Dios; tal amor se inclina reverente, con profundo respeto, ante su modo de ser, su destino y su misión personal. Se expresa en una confianza inagotable y ennoblecedora. Esto quiere decir que, en todas las circunstancias, cree en lo bueno del otro y que nada le impide servir desinteresadamente la misión del educando. Ejemplo vivo de esto es el ideal del Buen Pastor que vive con los suyos una misteriosa bi‑unidad espiritual ‑en forma semejante a como Cristo vive con su Padre‑, a tal punto que el educador, imagen del Buen Pastor, puede decir en verdad con el Señor, aunque de un modo inmensamente más débil: ‘Conozco a los míos y los míos me conocen a mí, así como el Padre me conoce y yo conozco al Padre` (Ibidem, pp.47). De este modo, la verdadera paternidad y autoridad engendran una estrecha comunidad, son el soporte y la garantía de la verdadera fraternidad.
«Este conocimiento mutuo ‑continúa el P. Kentenich‑ no es un mero saber abstracto. Encierra en sí, simultáneamente, un estar en, con y para el otro, misteriosamente profundo y lleno de amor. Como el Buen Pastor, también su imagen sabe de una fidelidad de pastor o paternal, que puede decir de sí mismo: “El Buen Pastor da su vida por sus ovejas».
El P. Kentenich está consciente de la dificultad que entraña tal ideal. Sin embargo, no escatima esfuerzos para realizarlo.
«En el futuro urge que la pedagogía del amor domine y anime toda la educación y la enseñanza. En una plantación en tierra virgen, no corrompida, esto se puede realizar más fácilmente y más a fondo que en una tierra ya gastada, en donde la capacidad de amor no solamente no se ha despertado y desarrollado lo necesario, sino simplemente ha sido reprimida, empobrecida y, finalmente, extinguida. Por este reino ideal luchamos desde 1914 con una consecuencia inexorable y con la mirada puesta en las playas de los más nuevos tiempos». (Ibidem, pp. 54).
Una vivencia hecha misión
Este programa que propone el P. Kentenich no es simplemente una consideración ideológica: es el resultado y el reflejo de una experiencia vivida. Estaba convencido de que el don que había recibido él y su familia trascendía ampliamente los márgenes del propio círculo. Lo que en ella se había dado no era sólo en beneficio propio, era para la Iglesia Dilexit Ecclesiam ‑ Amó a la Iglesia, éste fue el epitafio que escogió para su tumba, mientras estaba en el destierro. Es decir, Dios le había regalado una vida que, de algún modo, debía ahora florecer en forma analógica en todos los campos: urgía la conquista de una auténtica paternidad y de un nuevo tipo de autoridad en la familia natural, en la Iglesia y en las diversas esferas del orden sociopolítico y, por consiguiente, urgía el renacimiento de una nueva experiencia de obediencia y de amor filial.
En su paso por Argentina, justamente camino al exilio que lo separaba de su familia, expresó este testimonio de su misión y de la misión de Schoenstatt:
«Cuanto más fuimos conducidos a la Santísima Virgen, tanto más fuertemente ella nos condujo a Cristo y en Cristo al Padre Dios (…) ¿Qué cosa necesita más la época actual que una corriente del padre y una corriente de filialidad? ( … ) Desde un comienzo fue mi ideal conducirlos a todos ustedes a María Madre, y ella los tomó de la mano y los condujo al Padre Dios. No olviden: el Padre Dios es siempre lo último, lo más profundo; el Padre es el principio y el fin de toda la historia de salvación ( … ) En nuestra manera de pensar sencilla, que siempre considera naturaleza y gracia como un todo, vemos cómo Dios cuida de que en nuestro camino encontremos transparentes del Padre Dios. Si la Santísima Virgen quiere crear desde sus Santuarios una profunda renovación del mundo, entonces tiene que preocuparse también de que los transparentes del Padre Dios ‑el padre humano como reflejo del Padre eterno‑ sean nuevamente el punto de reposo aquí en la tierra (…) Parece ser una de las tareas más esenciales de la Madre y Reina tres veces Admirable de Schoenstatt, crear desde sus Santuarios esta doble corriente patrocéntrica. Desde hace años, venimos diciendo que uno de los mensajes centrales de Schoenstatt es el mensaje de Dios Padre, es el mensaje de su imagen terrena, del transparente de Dios, y éste como el medio más importante y vital para que se dé en forma viva y eficaz una profunda e íntima filialidad frente al Padre Dios».
«( … ) Cristo declara: ‘He manifestado tu nombre a los míos’. ¿Saben cuál es ese nombre? Es el nombre del Padre que hoy ya no se escucha más. ¡Cuántos millones de hombre no tienen padre! ( … ) ¿Cómo suena hoy la palabra padre? Millones y millones de hombres no tienen idea de los rasgos paternales de Dios, porque nunca han percibido el reflejo de este Dios en los rasgos paternales de su padre humano. Ustedes saben cuán profundamente impulsado me he sentido a sacrificar todo para que se tornase realidad este orden salvífico de Dios. Como ustedes saben, esto sucedió incluso donde hubo que chocar con costumbres tradicionales y donde se tuvo que llegar a prácticas que no eran usuales» (19 de marzo de 1952).
Confirmación de Juan Pablo II
Han pasado casi cuarenta años desde el comienzo de la gran prueba a la que sometió la Iglesia al P. Kentenich. En una obediencia ejemplar, nunca se rebeló ante el Santo Oficio. Nunca, tampoco, dejó de manifestar a la autoridad eclesiástica lo que consideraba urgente encargo de Dios para nuestro tiempo. Después de los catorce años de exilio en Milwaukee, Paulo VI, al concluir el Concilio Vaticano II, lo rehabilita y así pudo regresar a Schoenstatt. Tres años después, el Señor lo llamó a la Casa del Padre, en la fiesta de Nuestra Señora de los Siete Dolores.
La rehabilitación iniciada por Paulo VI ha recibido su sello y consagración con Juan Pablo II. Primero, en su visita a Alemania, en la homilía durante la misa para los sacerdotes, diáconos y seminaristas, celebrada en la catedral de Fulda, el 17 de noviembre de 1980, se refirió a él como una de las grandes figuras sacerdotales de los últimos tiempos. Ultimamente, al celebrarse los cien años del nacimiento del P. Kentenich, Juan Pablo II no sólo lo nombra como una gran figura sacerdotal, sino que manifiesta un reconocimiento explícito, de parte de la jerarquía máxima de la Iglesia, a su carisma. Sus palabras responden a un anhelo largamente deseado del P. Kentenich. Entre otras cosas, el Santo Padre afirma:
«Es necesario crear unas estructuras sociales más conformes a la dignidad del hombre. Pero no será posible sin una profunda renovación religioso‑moral. Este desafío histórico nos llama a aunar esfuerzos para que el hombre ‑y, a través de él, las culturas‑ asuma en libertad el conjunto de vínculos humanos y religiosos con que Dios lo unió a sí, a la familia humana y al mundo, de tal manera que viva y actúe según su vocación y dignidad de hijo de Dios, hermano de los hombres y señor de la creación. En ese conjunto de vínculos, vuestro fundador acentúa la importancia de la experiencia del vínculo paterno‑filial y del cultivo del espíritu de familia como medios privilegiados para la vivencia del mensaje revelado: Dios es Padre, Dios no es una soledad, sino familia» (Osservatore Romano 29.9.1985).
El Santo Padre exhortó al Movimiento de Schoenstatt a una «íntima adhesión espiritual a la persona del fundador y a la fidelidad a su misión», como «fuente de vida abundante para la propia fundación y para todo el pueblo de Dios». «Vosotros habéis sido llamados ‑afirma el Santo Padre‑ a ser partícipes de la gracia que recibió vuestro fundador y a ponerla a disposición de toda la Iglesia» (ibidem).
Es normal que el carisma de un fundador pase por la prueba de fuego de la incomprensión y de la cruz. No menos difícil es su realización en el tiempo que sigue a su muerte.