Tema 26 – 3 de Diciembre – Oración inicial del Mes

«Perseveraban en oración unánimes con María»
Texto: Hechos 1, 12-14

Meditación P. Rafael Fernández

Cuando nos referimos a las tres personas de la Santísima Trinidad, nos resulta relativamente fácil imaginarnos al Padre y al Hijo: sin embargo, no sucede lo mismo en relación con el Espíritu Santo. El es descrito en la Sagrada Escritura como el hálito de vida, el agua, el viento, el fuego. En el bautismo de Jesús aparece en forma de paloma, símbolo del amor y de la simplicidad. Todas estas imágenes nos quieren hacer comprensible y cercano el misterio del Espíritu.

Existe, no obstante, otro símbolo personal que nos hace presentir quién y cómo es el Espíritu Santo; a la mujer y, más específicamente, María, la «Mujer vestida de sol».

Cuando tomamos contacto con la mujer nos acercamos a un misterio de interioridad; junto a ella entendemos que la carne no es meramente carne, que detrás de la materia y más allá de la materia, hay vida y alma y que el mundo de lo invisible es más real que el de lo visible. La mujer nos enseña la actitud de dependencia, de apertura, de simplicidad filial ante el Padre Dios. Ella no se avergüenza de ser y darse como niño, como el Señor lo pidió. Ella nos pone en contacto con la realidad del amor personal, todo en ella es personal, y más que el hombre, «es amor» así como Dios es amor.

La mujer tiene por misión ser vínculo de amor entre el padre y el hijo. Y ésa es nada menos que la misión del Espíritu Santo en la Trinidad de Dios. Por eso, la mujer, y sobre todo María, es símbolo del Espíritu Santo, es decir, de Dios que está en lo más íntimo de nuestra intimidad, haciéndonos «hijos en el Hijo»; de Aquel que como una madre nos conforta y no nos deja huérfanos, de ese Espíritu por el cual el amor ha sido difundido en nuestros corazones, el Espíritu que es vida y da vida.

Quizás hemos tenido la gracia de encontrar en nuestro camino una mujer que haya sido para nosotros un poco como el Espíritu Santo. Sin embargo, está tan deformada la imagen de Dios en su criatura que esto no sucede tan a menudo, así como no son muchos los padres en los cuales sus hijos pueden contemplar el reflejo de la faz del Padre Dios. Por eso, tal vez, Dios quiso asegurar que en alguien tuviésemos una imagen y una presencia simbólica y sacramental del Espíritu Santo, en forma inconfundible y directa, y nos dio a María.

Entre la Santísima Virgen y el Espíritu Santo existe una unión singular. Cuando el ángel la saluda, la llama «llena de gracia» y con ello ya se nos señala el misterio de su personalidad, llena de Dios, plena del Espíritu Santo. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el pdoer del Altísimo te cubrirá con su sombra». Así como el arca de la Alianza se llenaba de la presencia de Dios, ella también sería envuelta por la gloria de Dios. «Morada de Dios entre los hombres», «Mujer vestida de sol», la llama el Apocalipsis. (Apoc.12 y 21)

María, la «llena de gracia» es portadora de Cristo a quien le ha sido dado el Espíritu sin medida (Jn 3,34). Por eso María, al entregarnos a su Hijo, nos entrega también el Espíritu.

«Al oír Isabel el saludo de María, nos relata el evangelista Lucas, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 41 s.). Bastó el saludo de María, tan llena estaba ella del Espíritu de Dios, para que Isabel y el niño en su seno sintiesen de inmediato la presencia del Espíritu en ellos.

Y si nos trasladamos a la primera comunidad de los creyentes en Jerusalén, en ella encontramos a María, que hecha un solo corazón con los apóstoles, implora la venida del Espíritu Santo. Era necesaria su presencia silenciosa y maternal para confortar y animar a aquel grupo de hombres que el Señor había elegido, pero que no supieron responder a su amor, que habían sido cobardes y lo habían abandonado en el momento crucial de su pasión. Sólo ella y Juan, el discípulo a quien Jesús amaba, habían estado junto a la cruz del Señor. María ahora ejercía todo su poder de imploración: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos». (Hech 1,14)

María será siempre paras la Iglesias símbolo de apertura y disponibilidad a la acción del Espíritu. Si ella está presente, descenderá el Espíritu Dios, el Verbo se hará carne y surgirá la creación renovada. ¿Nos hemos preguntado por qué nuestro mundo está tan lejos de Cristo, por qué nuestra cultura es tan ajena a la gracia del Señor; por qué somos tan materialistas y hay tan poca alma en las cosas? ¿No significará que María, que la mujer, está poco presente, que el Señor no encuentra dónde descender Para llenarnos con su vida? ¿No nos falta la receptividad, la pobreza, el silencio de María para seducir al Espíritu Santo? Quizás, si nos abriéramos a su visita, como Isabel, sentiríamos también nosotros su poderosa acción en nuestra alma.

Tal como los apóstoles en Pentecostés, también nosotros quisiéramos hacernos un solo corazón con María, en la oración y la súplica. Entonces, el Fuego de Dios nos podrá coger desde lo más hondo y transformará nuestra miseria y cobardía, para hacer de nosotros alegres heraldos de la Buena Nueva.

La Iglesia, más que nunca, necesita un nuevo Pentecostés, una nueva irrupción del Espíritu Santo. Nuestra Iglesia, sometida a tantas tensiones, debilitada en los vínculos de su unidad, desvalida ante la inmensa tarea de ser levadura de una sociedad insensible a la Palabra y reacia al Espíritu, esta Iglesia nuestra, necesita convertirse cada día más en una Iglesia del Espíritu Santo. Para que esto sea posible, necesita convertirse en una Iglesia cada día más semejante a María, su imagen perfecta e ideal acabado.

¡Que así sea!

Oración Final del Mes de María