Tema 20 – 27 de Noviembre – Oración inicial del Mes
«Vida Oculta en Nazareth»
Texto: Lucas 2, 39-40; 51-52
Maditación P. Rafael Fernández
A un alma juvenil le encantan los llamados a vivir heroicamente y a protagonizar grandes gestas. No importa que las exigencias sean duras; al contrario, mientras más duras, mejor. Pero siempre que se trate de una cosa realmente grande y, ojalá, espectacular. Sobre todo eso: espectacular. Capaz de generar espectáculo. Algo que los hombres puedan ver con asombro y aplaudir con admiración.
Es lícito suponer que a María le fascinó la perspectiva cierta de ser Madre del Redentor. Ella no pudo ignorar que en su persona y por su indispensable cooperación, iba a hacerse carne la milenaria esperanza de Israel y de la humanidad. Tan consciente estaba de ello, que se atrevió a declarar que todas las generaciones la llamarían dichosa. Se daba cuenta perfectamente de que su nombre quedaría ligado al de la mayor epopeya del mundo, al acontecimiento más regocijante de la historia. Y esto, lejos de abrumarla, era para ella una fuente de indisimulada alegría: maravillas hizo en mí el Poderoso», y daba gracias al Altísimo por fijarse en ella y escogerla en su pobreza para una misión que la convertía en Reina.
María se enteró de esto cuando tenía, aproximadamente, 16 años. Justo la edad para soñar lindos sueños: los más generosos y puros, por cierto. Nueve meses más tarde nació Jesús, sin que prácticamente nadie, nadie importante, influyente, se percatara; sin que la vida normal de Israel se alterase para nada. Cuarenta días después un profeta le confirmó su misión, acentuando el aspecto doloroso: Ella tendría que sufrir la suerte de su hijo, signo de contradicción. Una espada atravesaría su propia alma. Pero en fin; seguía siendo una de esas misiones por las que vale la pena vivir, y aun morir. De esas grandiosas, que exigen tanto, todo.
Pasaron 12 años, algunos de ellos en exilio. Un paréntesis fuera de lo común, cuando el niño de esa edad se quedó en el Templo y maravilló a los intelectuales de la época con su sabiduría. Pero luego, retornó a Nazaret. Uno, dos, tres, diez,15, casi 20 años allí: en una de las más insignificantes aldeas del ya poco significante Israel, perdido en la inmensidad del imperio romano.
¿Qué pasó durante esos años, que representan, cuantitativamente, la casi totalidad de la vida de Cristo, y prácticamente toda la juventud de María? Nada. Nada espectacular, por lo menos. Nada que no pareciera una exasperante monotonía, una rutina doméstica y profesional, comprensible y tolerante en un «hijo de vecino», pero irritante y hasta escandalosa en una familia llamada a protagonizar la gesta más importante de la historia.
Levantada antes de las 6; hay que hacer pan, el pan nuestro de cada día. Hay que preparar y encender el horno, con ramas y malezas cuyas frecuentes espinas lastiman la mano. Hay que afanarse con el amasijo, hay que vigilar la cocción. Hay que ir a buscar agua. Hay que preparar el desayuno: el pan, la leche, los dátiles, los higos, que tanto lo gustan a Jesús. Hay que barrer la casa… ¡se junta tanta tierra!. Hay que dar de comer a las gallinas y llevar las ovejas a pastar. Hay que tejer, coser y remendar. Hay que echar una mirada al taller do José, recibir los pedidos y los reclamos de los clientes, animar al carpintero fatigado de tanta monotonía y pobreza. Hay que vigilar al niño, que como todo niño juega y travesea haciendo trabajar sobre-tiempo a los ángeles de la guarda.
Hay que intercambiar con las vecinas: pan levadura, aceite de lámparas, hilo y agujas, experiencias, noticias, la alegría de haber encontrado una moneda o una oveja perdida, la zozobra de una enfermedad, el pesar de una muerte.
Así transcurren todos los día: desesperadamente iguales. Só1o los sábados una excepción: ir a la sinagoga, escuchar la lectura de la ley y los profetas. Y tres veces al año, la peregrinación al Templo de Jerusalén, aprovechando de visitar a Zacarías o Isabel y comprobar cómo crecía Juan.
Treinta años, casi la vida entera de Jesús, la juventud de María, transcurrieron en esa monotonía insignificancia. Tiempo suficiente para matar cualquier entusiasmo, para enfriar todo el ardor de un alma fascinada con la espera de una monumental epopeya. Tiempo suficiente para dudar de que realmente Jesús era el que salvaría a Israel y ocuparía el trono de David. Tiempo en que Jesús hizo lo que todos los niños de su aldea y de su tiempo: vivir con sus padres, obedeciéndoles y crecer… Sólo que el crecimiento de Jesús no se limitaba a la estatura: él crecía «en sabiduría y en gracia. ¡Que manera tan delicada de decirnos que la sabiduría y la gracia en ninguna parte se dan y fructifican mejor que en el rutinario silencio de cada día!
¡Qué sencilla y hermosa manera de enseñarnos, que las grandes gestas o imponentes heroísmos sólo son posibles, preparados y respaldados por un largo y silencioso heroísmo del trabajo cotidiano! Los grandes hombres, las personalidades decisivas de la historia no se forman en el estrépito o el brillo; no se improvisan; no son resultado de un carisma que los hace avasalladores y espectaculares, sin esfuerzo, sin fatiga. Jesús dijo que el grano de trigo, para ser fecundo, debe primero sepultarse y morir. Toda semilla debe conocer largos días de sepultura: desconocida o ignorada, muerta a los ojos de los que no saben, perdida, al parecer, para este mundo de la luz y de la vida.
Pero cuando ha cumplido el plazo, y sólo cuando lo ha cumplido, entonces, de su misma aparente muerte, de su oscuridad y silencio, surge vigorosa la vida que traspasa de nuevo la tierra y extiende sus brazos hacia el sol.
¡Virgen del Silencio fecundo, Maestra del valor divino del instante, enséñanos a gustar, junto con el pan, ese austero y repetido amor nuestro de cada día!
¡Que así sea!