Ciertamente hay pocas palabras más amadas por el hombre que la ¬palabra «libertad». Es una estrella que flamea en todas las banderas. Una consigna presente en todas las ideologías. Una esperanza en todas las canciones. Una promesa voceada por todos los caudillos. Sin embargo, los que la cantan y la buscan no se unen en torno a ella. Por el contrario, en su nombre luchan, se matan, se encarcelan y torturan unos a otros. Marx, por ejemplo, sostenía estar por la libertad religiosa. Pero en nombre de su doctrina, la fe ha sido sometida, en muchos países, a una esclavitud como tal vez nunca se conoció antes. Porque Marx precisó muy claramente (al Partido obrero de Gotha), que el no entendía la «libertad religiosa» en el sentido tolerante de los burgueses, es decir, como libertad «para» practicar la religión. Libertad religiosa» significa para él libertad «de» la religión, ateísmo. He aquí la clave de los desacuerdos: mientras no se precisó «de qué» y «para qué» deseamos ser libres, la palabra «libertad» será absolutamente equívoca y vacía de contenido.
En general, todos los hombres anhelan ser libres «para» ser felices. En consecuencia, desean libe¬rarse «de» las cadenas que les impiden alcanzar la felicidad. Pero no todos poseen igual concepción de la felicidad. El marxista, quiere ser libre «para» vivir en el paraíso de un estado socialista. Por eso la liberación que anhela es liberación «de» la propiedad privada. El capitalista, por el contrario, desea estar libre «de» todas las tra¬bas sociales, «para» poder enriquecerse a su gusto. Un periodista hon¬rado, lucha por liberarse «de» todo subjetivismo «para» poder entregar la informaci6n más veraz. Otros, tratan de liberarse «de» todo escrúpulo y normas morales para poder manipular las noticias según sus conveniencias. Así se puede estar libre del error o de la verdad, del odio o del amor, del vicio o de la pureza. Hasta se puede hablar de liberarse, como lo prometía Hitler, del terrible peso de la libertad personal.
Para el cristiano, la cosa no ofrece ambigüedades, nuestra felicidad esta en cumplir la voluntad del Padre Dios, que nos ama infinitamente. Por eso queremos estar libres «de» todo lo que nos separe de él, «para» poder decirle siempre sí. Es lo que san Pablo llama «la libertad de los hijos do Dios»: liberados de las cadenas del pecado, para poder atarnos a Dios con todas las fuerzas de nuestro amor. Porque ése es el secreto de la libertad: saber cortar, tanto interior como exteriormente, todas las ataduras que son «cadenas», que nos oprimen y aplastan. Pero para atarnos a nuestro verdadero bien con lazos que sean «raíces, que nutran nuestra auténtica felicidad.
Cuando el Niño Jesús se perdió en el Templo, no estaba cometiendo una travesura infantil, una simple escapada de sus padres. Por el contrario, estaba educándolos. Especialmente, quería educar a su Madre, para que llegara a ser el perfecto modelo de la personalidad cristiana. María era profundamente libre. Desde su misma concepción, jamás conoció la atadura del pecado. Só1o había sabido ser «esclava» de Dios, con ese tipo de esclavitud que se confunde con la suprema libertad. Pero, en esa misma línea, debía crecer más todavía. Sobre todo, debía ir afirmando progresivamente su voluntad de pertenencia total a Dios, por encima de sus espontáneos sentimientos de madre. Porque un día tendría que aceptar que Jesús abandonara su hogar para anunciar el reino de su Padre. Porque en el Calvario sobre todo, tendría que aceptar el despojo total de su corazón maternal, en aras de la voluntad del Padre. Por eso su Hijo la prepara, la entrena. Para que se le grabe en lo más hondo del alma que él no está en primer lugar para ella. María no responde nada cuando el Niño la reprocha: «¿Por que me buscaban? ¿No sabían que tengo que estar en las cosas de mi Padre?». San Lucas nos dice que ella guardó estas palabras en su corazón para meditarlas. Y María fue aprendiendo. Ella tenía que aprender a ser cada día más libre para Dios, también pasando por encima de sus instintos y sentimientos mas nobles.
Queremos ser libres: para ser felices. Pero, normalmente, nos fijamos en lo que entraba exteriormente nuestra libertad. Es cierto que Cristo también nos quiere liberar un día de todas esas cadenas, incluidos el dolor y la muerte. Pero la libertad tiene que germinar desde adentro. Primero tenemos que cortar las cadenas interiores: las de nuestros sentimientos negativos: el orgullo, el ansia desmedida de poder o de placer, la envidia, el egotismo, la mentira, sentimientos que, a la larga, generan las cadenas exteriores. Y para cortar estos lazos no tenemos más camino que atarnos con otros, enraizándonos profundamente en el corazón de Dios, atándonos a su voluntad.
La libertad absoluta, sin amarra alguna, es un engaño. Si nos entregamos como una hoja al viento de nuestros sentimientos, de nuestros caprichos, de nuestras ganas, no llegaremos a ninguna parte. Seremos estériles. Lo que Dios quiere para nosotros es la libertad de la semilla: que corta su atadura de origen, pero no para quedarse en el viento, sino para enraizarse en la tierra que lo permitirá dar fruto. Miremos hacia nuestro corazón: busquémoslas y revisemos sus raíces. Luego pidamos a María que nos ayude a ser libres desde dentro. Y tan libres como ella: que podamos decirle siempre que sí a Dios, al amor a la pureza, a la verdad, a la solidaridad, aunque todos los sentimientos, los instintos y las ganas nos griten lo contrario. Porque habremos cortado las cadenas. Porque estaremos tan enraízados en la voluntad del Padre que, como a Cristo, ni la muerte podrá quebrar nuestra libertad.
¡Que así sea!