Tema 18 – 25 de Noviembre – Oración inicial del Mes
«En el exilio»
Meditación P. Rafael Fernández
Abandonar su propia tierra y buscar refugio en otra tierra extraña es una de las experiencias más duras reservadas al hombre.
Estos seres de carne y hueso que somos los humanos no vivimos fuera del tiempo y del espacio. Los ángeles no ocupan lugar; nosotros sí. Y el lugar que ocupamos no es simplemente el marco o escenario indispensable para vivir: se hace, él mismo, parte de nuestra vida. De tanto contemplar nuestras luchas, debilidades y grandezas, emociones y afectos, se va impregnando de nosotros. El lugar que habitamos llega a ser prolongación de nuestras personas. Cuando estamos en él y mientras estamos en él, nos sentimos a nuestras anchas, libres; somos nosotros mismos. Ausentes de él, nuestra identidad se atenúa, se disuelve; surge la sensación de inseguridad y desvalimiento; es como estar a la intemperie. Y pocas cosas se desean tan vehemente como retornar al lugar que es de uno.
«Mi casa, mi tierra, mi pueblo, mi patria», decimos las personas. Con un posesivo que, a diferencia de otros, «mi dinero» , por ejemplo, no sugiere exclusión ni ambición febril. Al contrario: casa y tierra, pueblo y patria son el lugares donde, al sentirse uno una persona, conocida y reconocida, amada, familiar, se abre fácilmente a la solidaridad. Se trata, más bien, de un posesivo al revés: nosotros pertenecemos a nuestra casa y pueblo. Somos parte de él y por eso él nos sigue dondequiera que vayamos, nos marca. con su sello, se transparenta en nuestras facciones, en nuestro lenguaje, en nuestras habilidades y defectos característicos, nos protege también en la defensa de nuestros derechos.
En la vida de Jesús se manifiesta claramente el amor por su tierra y su pueblo. Sabemos que lloró sobre Jerusalén, presintiendo su destrucción por no haber querido aceptar el mensaje de paz que él les traía. Sus instrucciones a los Apóstoles precisaban que debían dirigirse «a las ovejas perdidas de la Casa de Israel». Nación oprimida y humillada, Jesús compartió su suerte; no la abandonó; en ella quiso vivir y morir. Y quien lee detenidamente el Magnificat podrá percibir tambíén cómo el alma de María, su Madre, vibraba de amor solidario por su pueblo.
La experiencia del exilio, de esta emigración forzada por una amenaza de muerte, tiene que haber sido muy dura para la Sagrada Familia. Por lo que es una emigración en sí, y por las circunstancias peculiarmente trágicas de ella. Pensemos lo que es improvisar un viaje al extranjero, levantándose en mitad de la noche, huyendo a marcha forzada a través del desierto, rumbo a una tierra desconocida y no pocas veces hostil a Israel. Y sin saber hasta cuándo. «Hasta cuando yo te diga», fue lo único que precisó el ángel. Eso es vivir dependiendo de arriba; vivir de la fe.
No sabemos dónde ni con quienes se avecindaron Jesús, María y José en el Egipto. Probablemente en medio de la colonia judía. Aún así la nostalgia del terruño propio se hace sentir. No es posible estrechar lazos, echar raíces, construir, proyectar: todo es provisorio precario, todo depende de un «yo te diré cuando», que no se sabe cuándo sobrevendrá. Y mientras tanto la indiferencia, o la desconfianza de un pueblo que no mira con buenos ojos al extranjero, que lo discrimina y fácilmente lo hace responsable de cualquier calamidad emergente.
Quiso Dios que la Sagrada Familia bebiera el cáliz amargo del exilio. Jesucristo, nuestro hermano, debía asemejarse a nosotros y ser probado en todo, menos en el pecado. Israel había conocido tantas veces la prueba del destierro. Llegaría a ser casi su constante, o su fatalidad histórica. Jesús no quiso dispensarse de esa prueba. Aprendió así, por experiencia, hasta qué punto el exiliado pertenece a la categoría de los pobres. Lo habla ya por la Ley, que mandaba tener especial consideración por las viudas, los huérfanos y los extranjeros. «Ten misericordia de éstos decía : acuérdate que tú también fuiste extranjero en la tierra de Egipto». Emigrados, huérfanos y viudas pasaban a ser esas especies de personas destituidas de auxilios y seguridades humanas, y cuya sola esperanza se cifraba en Dios. Dios tenía que cuidar particularmente de ellos, y lo hacia a través de su pueblo, instrumento de su justicia y de su misericordia.
Hasta esa forma de pobreza quiso llegar el Señor. Cuando decía que no tenía ni siquiera una piedra para reposar su cabeza, no era solamente una metáfora. Su vida entera estuvo surcada por la inseguridad humana. Radicarse, echar raíces, apoyarse, reposar, estar por fin permanentemente, sin zozobras, en posesión de lo que es de uno, todo eso, no lo conoció el Señor.
Así lo quiso: sin duda, para testimoniar gráficamente que su comida y su apoyo, su descanso, su certeza estaban en el Padre. Allí, en el corazón de su Padre; allí, en el corazón de Dios, estaba su hogar y su patria.
No tenemos aquí morada permanente, enseña San Pablo. Somos pueblo, Iglesia que peregrina. Toda nuestra existencia terrena es, en cierto modo, un exilio: una existencia de vivir con alma de pobre, con la vista y las manos vueltas, suplicantes, hacia el cielo. Allí retornaremos un día: como Jesús, María y José volvieron un día de Egipto a Nazaret. Fueron sólo dos años de exilio, apenas un instante. También nuestro paso por aquí es fugaz.
¡Que así sea!