Tema 15 – 22 de Noviembre – Oración inicial del Mes

«Llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor»
Texto: Lucas 2, 21-24
Meditación P. Rafael Fernández

Al séptimo día después de su nacimiento, y conforme a la ley de Israel, Jesús fue presentado por sus padres al Templo. Correspondía circuncidarlo y ponerle nombre. Además, por tratarse de un primogénito, había que presentar una ofrenda por él. La circuncisión era la marca corporal que atestiguaba la pertenencia del varón israelita a Dios y a su pueblo. María, como ninguna otra madre de la tierra, sabía que su Niño era propiedad de Dios. Dios mismo lo había engendrado en su seno. Era su Hijo por derecho propio, sin necesidad de ningún rito externo. Sin embargo, María quiere confirmar y proclamar públicamente que Jesús es todo de Dios. Por eso se somete gozosa a las prescripciones de la Ley. Lleva al Niño al Templo, para presentarlo ante su Padre. Ve cómo recibe sobre su carne el sello de Dios, y le pone el nombre que él le asignó: Jesús, es decir, «Dios salva». María se alegra de entregar a Dios lo que de él recibió. En esa misma ocasión, el anciano profeta Simeón le ha anunciado que Jesús será signo de contradicción, y que una espada de dolor atravesará su alma. Sin embargo, esto no disminuye en nada la voluntad de ofrenda total de María. Aunque vuelva a casa con la pregunta: ¿Qué hará Dios con el Hijo de mi corazón?,

Todo lo que nosotros poseemos, pertenece también a Dios. De él lo recibimos. El es Dueño y Señor de nuestra vida, de nuestra salud, de nues¬tra inteligencia, de nuestros bienes. Por lo mismo, deberíamos consagrar todo a él, ponerlo en sus manos, usarlo según su voluntad. Hay cosas que no nos cuesta entregarle: una hora para la misa dominical, después de algún sábado en que no trasnochamos;¬ un servicio que prestamos en una tarde desocupada; una limosna que dimos en su nombre con el vuelto de las entradas del cine. Todos estos actos tranquilizan nuestra con¬ciencia, haciéndonos creer que realmente estamos entregándonos a Dios.

Pero Dios no nos pide lo que nos sobra. El quiere que, como María, pongamos en sus manos «el hijo de nuestro corazón». Es decir, aquello que más amamos, aquello que más quisiésemos asegurar, aquello que sentimos la clave de nuestra felicidad. ¿Y por qué desea Dios que le consagremos precisamente eso? ¿Para quitárnoslo? ¿Simplemente para reafirmar sus derechos¬ soberanos y su poder a costa nuestra? Ciertamente, no. Lo hace por amor. Primero, porque quiere nuestro corazón, el que tenemos atado a esa cosa, a ese proyecto, a ese pololeo. Pero, principalmente, porque él está más interesado que nosotros mismos en nuestra propia felicidad, y sabe que el «Hijo de nuestro corazón» está más seguro en sus manos todopode¬rosas que en las nuestras, ignorantes y débiles. Sin embargo, a menudo creemos saber mejor que Dios lo que nos conviene.

Creemos, por ejemplo, que el modo de salvar ese pololeo que nos interesa tanto, es teniendo relaciones que Dios prohibió. Consideramos sus mandamientos y su poder como una amenaza para nuestra felicidad, y la queremos salvar a espaldas suyas. Como un rosal que creyera poder dar flores más bellas huyen¬do del sol. O como una encina que pensara poder asegurar mejor su cr¬ecimiento independizándose del agua. El poder de Dios, como el agua y el sol, es un poder que vivifica. Porque es un poder de amor. Por lo mismo, todo lo humano, lo hermoso, lo bello, se asegura en la medida en que se consagra y somete a Dios, aceptando depender de su amor que salva.

No hay otra alternativa: o colocamos las cosas que amamos en dependencia de Dios, o nos hacemos nosotros dependientes y esclavos de ellas. Porque nuestro corazón necesita un Absoluto, un Señor. Y éste no puede ser sino el verdadero Dios, o los ídolos con que lo reemplacemos. Dios nos ayuda a usar las cosas, la inteligencia, el dinero, el sexo, el poder, para crecer. Las cosas convertidas en ídolos, son tiranos que esclavizan y matan. Los lazos con que me a¬to yo y mis cosas a Dios, son raíces que me traen vida. Los lazos con que me ato a las cosas a espaldas de Dios, son cadenas. Pidamos a María la fuerza de ofrecer con ella a Dios el «hijo de nuestro corazón», para que lo ate a él, para que nos lo cuide mejor que nosotros, para que salve por sus caminos, que son más seguros, nuestra felicidad.

¡Que así sea!

Oración Final del Mes de María