Tema 12 – 19 de Noviembre – Oración inicial del Mes

«No temas recibir a María»

Texto: Mateo 1, 18-25
Meditación del P. Rafael Fernández

Cada cierto tiempo surgen, en la Iglesia, corrientes de pensamiento caracterizadas por su reserva, su aprensión o su franco temor ante María.

Sus argumentos de vida los suelen buscar en los vacíos o excesos posibles de hallar, en la fe de algunos devotos de la Virgen. Particularmente enjuician la religiosidad popular mariana como una superstición barnizada superficialmente de cristianismo.

Desde un punto de vista teológico, afirman que la devoción mariana desenfoca la fe cristiana de su verdadero y único centro: Cristo, colocando a su mismo nivel o incluso sustituyéndolo por la imagen de una mera criatura como es la Virgen María. Pastoral y psicológicamente, afirman, ello se traduce en una fe sensiblera e interesada, que rebaja la religión al nivel de un sistema eficaz de obtener favores divinos para necesidades muy de esta tierra. El testimonio resultante, concluyen, es una caricatura del camino de vida inaugurado por el Evangelio, que demanda una conversión personal y, mediante ella, de las estructuras sociales.

De ahí que la línea de piedad mariana de estos críticos pueda expresarse muy bien con la frase: «De María no hay que hablar demasiado».. Profesan un minimalismo mariano: apenas una adhesión a los dogmas y normas litúrgicas estrictamente indispensables para mantenerse en la ortodoxia católica.

La Iglesia nunca ha propiciado este minimalismo mariano. Ni en su magisterio oficial ni en sus Padres y doctores o testigos de la fe más calificados, ni en la vida de sus santos, ni en la experiencia del pueblo de Dios puede encontrarse nada que favorezca una aprensión o temor por principio, ante la influencia de María.

El Papa Paulo VI reafirmaba una frase que es escuela y tradición mariana en la Iglesia: «De María nunca se habla bastante». La Virgen es, como escribió el Papa san Pío X, el camino más seguro y expedito para adquirir un conocimiento vital de Cristo.

Por eso es que un hijo de la Iglesia nunca teme recibir a María. Abriéndose a su influjo maternal, dejándose conducir por tan experta educadora, entrando en esa irresistible corriente de amor que en ella se encarna y de ella se difunde: amor a Cristo, amor al padre, amor a la Iglesia, amor a la humanidad, amor a la creación, el cristiano alimenta la certeza de estar en la mejor compañía. No hace sino repetir el mismo itinerario que Dios siguió para comunicarse a los hombres.

La piedad mariana es sensible, sí, ¡gracias a Dios! Lo es, en el mismo sentido y por las mismas razones por las que Dios invisible se encarnó humanamente. Porque lo humano es también sensible, porque el hombre no percibe nada intelectualmente que no pase primero por los sentidos, porque el hombre integral es cuerpo y alma y necesita expresarse integralmente. Por eso Dios quiso tener mamá, por eso Cristo se desposó con la Iglesia y la instituyó como sociedad visible. Por eso la liturgia de la Iglesia es tan rica y plástica en el empleo del símbolo.

María es una ilustración sensible de la gracia divina: de lo que Dios piensa sobre la persona humana, sobre la mujer, sobre la Iglesia, y del poder de Dios para realizar estupendamente ese ideal, cuando su gracia se encuentra con un corazón disponible y vacío de sí.

La más auténtica Tradición de la Iglesia llama a María, por eso, «tipo», es decir, imagen ejemplar de la Iglesia. Quiere decir que en la persona y vida de María la comunidad de los creyentes encuentra ilustrada su propia vocación: ser santa, inmaculada, virginal, compañera inseparable de Cristo en el vivir y sufrir, en el morir y resucitar.

Pro no se trata sólo de un modelo que actúa desde afuera, por atracción: el modelo es, también, mamá. María no es únicamente el Libro de Oro en que está escrito nuestro itinerario; es la Casa de Oro concebida para vivir en ella y en ella encontrar la Madre que forma y alienta la vida.

Que nadie tema recibir a María. La piedad mariana es sensible pero jamás sensiblera. El que ama a la Virgen se deja conducir por ella y ella no conoce otro rumbo que Cristo, con su vida, su Cruz, su muerte y su resurrección. María es la morada del Espíritu, y el Espíritu nos hace clamar: Abba, Padre querido, como Cristo en su agonía de Getsemaní. María, Madre de Cristo, cabeza de la Iglesia, da a luz a cada bautizado como miembro del Cuerpo de Cristo. El gran amor de María no es otro que el amor de Cristo: la Iglesia.

Un santo y doctor de la Iglesia, Bernardo de Claraval, condensó una experiencia profana y religiosa a la vez, cuando escribió que «el varón no cae y no se levanta son por la mujer». En la historia de la salvación, es su pensamiento rigurosamente tradicional, la humanidad cayó por una mujer: Eva. Y no se levanta sino por una mujer: María.

No es, pues, un camino marginal ni un rodeo que alarga las distancias o arriesga hacer perder el rumbo. La Iglesia quiere positivamente que recibamos a María sin temor y nos dejemos formar en el mismo taller, enseñar y educar en la misma escuela donde el Espíritu de Dios inauguró el Hombre nuevo y la nueva Creación.

¡Que así sea!

Oración Final del Mes de María