Tema 11- Domingo18 de Noviembre – Oración inicial del Mes
Meditación P. Rafael Fernández
Nuestro mundo parece profesar horror al silencio. Lo ha hecho sinónimo de cobardía, de esclavitud, de muerte. Y se empeña en programar al hombre para que nunca conozca el silencio.
Es cierto. Hay silencios que avergüenzan. Ya lo decía san Pablo. Hay silencios culpables, silencios que delatan una opresión, silencios que enferman y causan amargura.
Pero no todos los silencios son malos.
Cuando José percibió las primeras señales de que María esperaba un niño, habría podido perfectamente dudar, indagar y, finalmente, exigir. El sabía que ese niño no era suyo. Pero, entonces, ¡de quién? ¿y cómo?
El era el mejor testigo de la fe y de la pureza de María. Descartó, por eso, cualquier interpretación dudosa para su integridad. Pero el misterio subsistía. Y de acuerdo a nuestras categorías de pensamiento, él tenía todo el derecho de penetrar ese misterio y forzar una explicación.
No lo hizo, prefirió el silencio. El silencio suyo y el de su esposa. Su instinto de fe le hizo sentir que estaba en presencia de un misterio, de una realidad sagrada, divina, y que no le era lícito traspasar sin permiso el velo que cubría ese misterio.
También María guardó silencio. Según nuestra lógica debería haber hablado. Según nuestra lógica es preciso saberlo todo y contarlo todo. Según nuestra lógica nada ni nadie debe ser un misterio para el otro.
Ninguna criatura ha tenido ni tendrá tanto respeto ante el misterio, como María. Dios es misterio, Dios es Alguien cuya íntima presencia impone cerrar los ojos; Dios no se deja poseer por una inteligencia que ambiciona dominarlo y penetrarlo todo. A Dios se le puede conocer, en alguna limitada medida, pero, en definitiva, se le tiene que creer. ¡Y qué diferente es creer que conocer! Cuando yo creo, yo voy hacia el otro y me abandono en sus brazos.
Ninguna criatura se ha abandonado tanto en los brazos de Dios; nadie ha renunciado tanto a comprender y dominar a Dios como María. Desde el comienzo, ella fue llevada a inclinarse ante un Dios-Misterio que podía conducirla por caminos impensables, disponer de su vida y la de su hijo, sin darle explicaciones, solamente una promesa: confía, cree.
Dios es misterio, pero misterio de amor. Sus caminos son insondables, pero llevan siempre la dirección del amor. Por eso no es necesario saberlo todo, basta saber que es él, que él está detrás de todo acontecer y que él, llegada la hora, hablará por mí.
María sabía que junto a su corazón latía el corazón de Dios. Que esa criatura tan suya era una presencia divina; que su propia persona se había convertido en un Santuario, en el Templo de la Alianza Nueva, en morada del Espíritu de Dios. Era su gran secreto, su precioso secreto de creyente y de mujer. Tan precioso que no consideró lícito revelarlo ni siquiera a su esposo. Delicada alternativa: hablando profanaba un misterio; callando, arriesgaba difamarse a los ojos de José.
Pero también su instinto de fe prendió en ella la convicción: Dios hablará por mí; mi causa está en sus manos. El me ha confiado su secreto; vive en mí el misterio del Rey: yo lo guardaré.
Así la mujer que se inclinó en silencio ante el Dios que es Misterio, llegó a ser ella misma un misterio para su esposo. Y tal como ella, más que entender prefirió creer y confiar. Así también José respetó en silencio el misterio que no comprendía.
Cunde hoy día la tentación de invadir brutalmente el santuario de Dios y de los hombres: penetrar el misterio, saberlo todo, exigirlo todo. Quisiéramos dominar a Dios y desnudar las conciencias. También cuando amamos rechazamos el silencio y la reserva del amado como muestra de confianza. Hemos ido perdiendo el respeto ante el misterio. Para nosotros Dios ya no es misterio. Y el hombre ha dejado de ser, para nosotros, imagen y semejanza del misterio de Dios.
Aprendamos, de María y José, el valor religioso del silencio. Rescatemos el sentido del silencio, expresión de un amor que cree y confía. Aprendamos a creer en Dios que es Misterio. Aprendamos a creer en los hombres, portadores del misterio de Dios. No exijamos saber y poseer allí donde sólo cabe creer, a lo sumo adivinar, y en todo caso confiar.
Como dice la Escritura: es bueno esperar en silencio la salvación que viene de Dios.
¡Que así sea!