Tema 3  – 10 de Noviembre – Oración inicial del Mes

«MARIA DISCURRIA QUE QUERRIA DECIR AQUEL SALUDO»
Texto: Lucas 1, 26-38

A veces tenemos una imagen errada de María. Pensamos en ella como en un ser etéreo. Por ser inmaculada, concebida sin pecado original, creemos que ella no tuvo que luchar, que no sufrió pruebas, que todo le era fácil. ¡Cómo nos equivocamos! Al acercarnos a María, tal como ella aparece en el relato del Evangelio, se modifica nuestra visión.

Mirémosla, por ejemplo, en la escena de la Anunciación. ¿Qué hace María? ¿Está allí, pasiva, dejando que los acontecimientos decidan sobre ella? Nada de eso. La vemos plenamente consciente, discurriendo, admirándose, reflexionando, preguntando, comparando lo que ella ha decidido con lo que ahora se le propone y, luego, comprometiéndose, dando su palabra.

«Entró el ángel a su casa y le dijo: ¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!. Estas palabras la impresionaron y se preguntaba qué querría decir aquel saludo». El ángel da una explicación. Ella no alcanza a entender; había decidido mantener su virginidad en una consagración total a Dios y ahora Dios parecía pedirle otra cosa. Por eso pregunta al mensajero del Señor: «¿Cómo será esto pues no conozco varón? El ángel le explica que lo que va a suceder es obra directa de Dios, que el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra. No esclarece enteramente el misterio, sólo le dice que ésa es la voluntad de Dios y que «para Dios nada es imposible».

María entiende de qué se trata. Por la Escritura que ella bien conocía, sabía quién era Aquel a quien Dios le daría el trono de su padre David y que reinaría sobre el pueblo de Jacob con un reino que no terminaría jamás. También sabía de la misteriosa relación de ese Mesías, de quien ahora el ángel le anunciaba que sería su madre, con el Siervo de Yahvé profetizado por Isaías.

María entiende lo suficiente como para aventurarse a dar un paso en la fe, el paso más arriesgado de la historia, el más trascendental, el que iba a cambiar el curso de los siglos. El designio misterioso del amor de Dios la había elegido a ella para ser Madre del Mesías. Dios se fijó en la pequeñez de su sierva, como ella misma lo cantará después. Sí, María está dispuesta, asume la tarea: «He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra».

En verdad es asombrosa la personalidad de María: consciente, dueña de sí misma, lúcida. ¿Quién se plantea hoy así ante la realidad? ¿Quién discurre y reflexiona como ella? ¿Quién indaga el querer de Dios en la forma en que ella lo hace? Y, sobre todo, ¿quién se compromete como María? ¿Cuántos son los que dan un sí pleno, incondicional a Dios, en el riesgo de la fe? Porque ella tampoco tenía total evidencia, ella no veía todo claro, sólo lo suficiente para dar el paso que Dios le pedía.

Miremos ahora la imagen de María en el relato siguiente del Evangelio: la Visitación. Nuevamente nos asombramos. María no se queda en su casa. Nuevamente, ella sola toma una decisión arriesgada: parte «apresuradamente a una ciudad de Judá en la región montañosa», nos dice Lucas y pareciera recalcar: «apresuradamente», «en la región montañosa»… Un trayecto largo, con todos los peligros que implicaban esos viajes en aquel tiempo. ¡Qué fuerza revela este hecho en su personalidad! Está tocando los límites del cielo y, al mismo tiempo, tiene sus pies bien puestos en la tierra. Va a servir, a ayudar a su prima que está esperando un niño. El ángel no le había pedido que lo hiciera. Sólo había mencionado un hecho para afirmar su fe. Sin embargo, ella decide, toma la iniciativa, sin pensar en ella misma sino únicamente en el servicio que puede prestar a su prima Isabel.

Podríamos recorrer toda la vida de María y siempre nos encontraríamos con lo mismo: una personalidad verdaderamente extraordinaria, libre, íntegra.

Pensemos en Caná, en el Gólgota. María no es una niña ingenua que vive del ensueño. Sabe plantearse ante Dios y ante los hombres; sabe responder.

¡Qué contraste más flagrante entre María y el hombre contemporáneo! Ese hombre a quien tanto le cuesta decidir en forma autónoma, que a veces es tan pasivo y amorfo, que no sabe dialogar con Dios ni servir a los hermanos.

Es necesario que la luz de María ilumine nuestra sociedad y nuestro corazón. Queremos hacer nuestra su libertad; con ella queremos aprender a buscar y a encontrar al Dios de la vida que también se acerca a nosotros y pide nuestra cooperación; con María y como ella queremos tender nuestra mano al hombre que necesita ayuda y, sobre todo, nuestro amor desinteresado, incondicional y fiel.

Que así sea.

Oración final del Mes de María