La luz de la fe es la primera encíclica firmada por el Papa Francisco. Está dividida en cuatro capítulos, una introducción y una conclusión. Como el mismo Papa Francisco lo explica al inicio, ella se suma a las encíclicas del Papa Benedicto XVI sobre la caridad y la esperanza, y asume el «valioso trabajo» realizado por el Papa emérito que ya había «prácticamente completado» la encíclica sobre la fe. A este «primera redacción» el Santo Padre Francisco agrega ahora «algunas aportaciones».

La encíclica se escribe en el contexto del Año de la Fe, a 50 años del Concilio Vaticano II, el cual fue un «Concilio sobre la Fe»; un concilio pastoral, para animar la fe de los creyentes.

¿Cuál es el objetivo de la encíclica “Lumen Fidei”? Tiene un doble objetivo. Primero, “recuperar el carácter de luz propio de la fe, capaz de iluminar toda la existencia del hombre, de ayudarlo a distinguir el bien del mal”, sobre todo en una época como la moderna, en la que el creer se opone al buscar, y la fe es vista como una ilusión, un salto al vacío que impide la libertad del hombre. En segundo lugar, la encíclica quiere reavivar la percepción de la amplitud de los horizontes que la fe abre para confesarla en la unidad y la integridad. La fe, de hecho, no es un presupuesto que hay que dar por descontado, sino un don de Dios que debe ser alimentado y fortalecido. «Quien cree ve», escribe el Papa, porque la luz de la fe viene de Dios y es capaz de iluminar toda la existencia del hombre: procede del pasado, de la memoria de la vida de Jesús, pero también viene del futuro, porque nos abre vastos horizontes.

«La fe, sin verdad, no salva – escribe el Papa – Se queda en una bella fábula, la proyección de nuestros deseos de felicidad.» Y hoy, debido a la «crisis de verdad en que nos encontramos», es más necesario que nunca subrayar esta conexión. La mirada recelosa de la «verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto», se la asocia erróneamente a las verdades exigidas por los regímenes totalitarios del siglo XX. Esto, sin embargo, implica el «gran olvido en nuestro mundo contemporáneo», que – en beneficio del relativismo y temiendo el fanatismo – olvida la pregunta sobre la verdad, sobre el origen de todo, la pregunta sobre Dios.

La fe confesada debe ser consecuente y convincente a través de una vida que se ha dejado transformar por ella, señala el Sumo Pontífice. De ahí que le dedique un largo capítulo a subrayar la relación entre la fe y el bien común, la fe y el espíritu solidario, lo que conduce a la formación de un lugar donde el hombre puede vivir junto con los demás. La fe no aleja del mundo, no es ajena al compromiso concreto del hombre. Por el contrario, sin el amor fiable de Dios la unidad entre todos los hombres estaría basada únicamente en la utilidad, el interés o el miedo. La fe capta el fundamento último de las relaciones humanas, su destino definitivo en Dios, y las pone al servicio del bien común. La fe «es un bien para todos, un bien común», no sirve únicamente para construir el más allá, sino que ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza.

Por último el Papa destaca cuatro ámbitos iluminados por la fe. La familia, los jóvenes, las relaciones sociales y la naturaleza. En relación a la familia, ella está fundada en el matrimonio, entendido como unión estable de un hombre y una mujer. Nace del reconocimiento y de la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual y, fundada sobre el amor en Cristo, promete «un amor para siempre», y reconoce el amor creador que lleva a generar hijos. El Papa cita las Jornadas Mundiales de la Juventud, en las que los jóvenes muestran «la alegría de la fe» y el compromiso de vivirla de un modo firme y generoso. «Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para personas pusilánimes, sino que ensancha la vida».

Y en las relaciones sociales, la fe da un nuevo significado a la fraternidad universal entre los hombres, que no es mera igualdad, sino la experiencia de la paternidad de Dios, comprensión de la dignidad única de la persona singular.

El hombre se encuentra inserto en un medio que debe cuidar y respetar. La fe ayuda al hombre a «buscar modelos de desarrollo que no se basen únicamente en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don». La fe enseña a encontrar las formas justas de gobierno, en las que la autoridad viene de Dios y está al servicio del bien común; nos ofrece la posibilidad del perdón que lleva a superar conflictos. «Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella», escribe el Papa. La confesión pública de la fe no debe avergonzar. Es más. Es un servicio a la sociedad en su conjunto, ya que le recuerda al hombre secular que tiene un referente que está más allá de la contingencia, que nos unen lazos más estrechos que los económicos o políticos.

Por último, la fe ilumina el sufrimiento y la muerte: el cristiano sabe que el sufrimiento no puede ser eliminado, pero sí le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona, y ser así «etapa de crecimiento en la fe y el amor». Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que acompaña, que abre un resquicio de luz en la oscuridad. En este sentido, la fe está unida a la esperanza: «No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino.»