Isaías 43, 16–21 Filipenses 3, 8-14; Juan 8, 1-11
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: – Ninguno, Señor. Jesús dijo: – Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más»
6 abril 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero aprender a aceptar la realidad y ser capaz de reírme de mí mismo. Hay dolores inevitables que pueden transformar mi vida. Son una oportunidad para que crezca y madure»
La alegría llega al corazón que está en paz, que sabe que merece la pena la vida que está viviendo. Esa es la alegría al ver a lo lejos, en lo alto, el comienzo de la vida, la Pascua que llega. La alegría que me da saber que la muerte no tiene la última palabra, ni el agotamiento, ni el cansancio, ni la traición, ni el pecado, ni la derrota. Sé que hay alguien al final del camino gritando mi nombre. Me llama para que vaya a su encuentro y yo sonrío. Como ese niño que se esconde en lo hondo de mi alma. Al que tapo bajo máscaras para que nadie lo hiera con gritos o agresiones. Ese niño que ha olvidado que vale, que su vida es preciosa, porque no escucha que nadie le diga lo importante que es para muchos. Ese niño olvidado porque tiene miedo, le asustan las mentiras y la violencia, el rechazo y el rencor. Ese niño abandonado tiene un nombre precioso. Lo oyó un día y a menudo lo olvida. Y al olvidarlo no recuerda quién es en verdad. Cuando le preguntan dice sus títulos, lo que hace, lo que representa, sus cargos, sus logros. Y se siente feliz al mencionar sus méritos, como quien escribe una lista de razones por las cuales el mundo debería quererlo. Ese niño es débil, se asusta fácilmente, es sensible porque tiene un corazón tan grande que no le cabe en el pecho. Ese niño ríe con facilidad, salvo cuando lo asustan con malas palabras. Ese niño es huidizo porque ha experimentado el rechazo y el abandono. Ese niño está escondido entre la hojarasca que llena mi alma. Allí vive, o duerme, o muere, casi podría decir. Porque es eso lo que hace cuando no logra salir de su escondite, o de su cárcel donde lo tengo encerrado. Porque si sale y se expone puede que sufra y no me gusta sufrir, así lo he decidido. Ese niño interior que tiene nombre sagrado, que conoce los colores que le gustan y se sabe las canciones de memoria, es olvidado por mí mismo. Lo escondo bajo una madurez comprada al tiempo. Revestido de sensatez le explico a este niño que no merece la pena ser demasiado feliz en este mundo. Porque la vida da reveses cuando uno menos lo espera. Y no son justas las injusticias, ni aceptables los dolores que el mundo infringe. Dentro de mí está la oportunidad para ser feliz en unos ojos grandes y azules de niño inocente. Si recuperara esa inocencia prístina y salvaje sería todo más bello, yo más feliz, el mundo tendría más colores y más melodías. Si lograra dejar atrás mis rencores, mis miedos, y los barrotes de esas cárceles que yo mismo o los demás han fabricado. Si supiera decir lo que siento, pienso o sueño. Si consiguiera vencer el mutismo en el que la adultez y las órdenes de un padre severo me han exigido. Si consiguiera atravesar los desiertos que se abren antes mis ojos sedientos. Si pudiera alentarme a salvar los muros que se levantan ante mis ojos. Si pudiera gritar más fuerte, oír con más hondura, sentir con más intensidad. Si permitiera a mi niño escondido gritar que necesita ser feliz para cambiar el mundo. Esa es la alegría que brota cuando, al borde de la muerte, me anuncian la vida. Cuando, al sentirme abandonado, siento un abrazo fuerte y firme que me saca de la oscuridad más terrible. Escucho en la voz del Papa Francisco: «Nuestro corazón no es autosuficiente; es frágil y está herido. Tiene una dignidad ontológica, pero al mismo tiempo debe buscar una vida más digna»[1]. Quiero buscar una vida digna mirando un horizonte abierto en el que el cielo se hace tangible. Si alargo el brazo casi lo toco con mis dedos. Si consiguiera vencer los miedos que no me dejan ser feliz. Si lograra saltar y vencer tantas barreras. Siento en el corazón el deseo de una vida feliz y plena. Hay en mis entrañas una esperanza sembrada que comienza a dar vida. No quiero detenerme en la oscuridad de mis preocupaciones. Salgo y miro a los ojos a ese niño que me mira sonriendo. Sabrá que hay muchas cosas por hacer, mucho camino por delante. Pero ya sonríe. Así quiero que sea mi alegría. Una paz serena del que sabe que tiene que recorrer un paso cada día, sin dejar de creer en lo imposible, sin dejar de soñar con las estrellas, sin dejar de amar en el presente. Al fin y al cabo los años vuelan y me da miedo sentir que se me han ido sin amar lo suficiente, sin ser amado de forma incondicional, sin sonreír todas las veces que pude hacerlo. Decido amarte hoy, al amanecer el día, al ponerse el sol cada noche. Abrazo a ese niño que me da la vida y es el sentido de toda mi existencia. Dejo que salga a la luz del sol y comience un nuevo camino riendo a carcajadas.
¿Cómo puedo llegar a entender el sufrimiento? La palabra cruz me hiere con solo pronunciarla. Pensar en cargar con la cruz me pesa demasiado. Hay muchas cruces en la vida que me hacen sufrir. Cruces que no entiendo, sufrimientos que son más fuertes que mis propias fuerzas. Quizás por mi fe encuentre una esperanza que me sostenga en medio de mi dolor. Los hospitales son una ventana abierta al cielo y anclada en la carne que sufre. Porque el hombre sufre. Y el sufrimiento es difícil de soportar. La resiliencia es un don que le pido a Dios para poder caminar en esta vida. Ser capaz de llegar a la cima más alta. El hombre no está hecho para ser infeliz. Estoy hecho para la plenitud, para la alegría, para amar y ser amado. Pienso que me duele más el dolor de los que amo que el dolor propio. Me cuesta pensar en la muerte de un ser querido más que en la mía propia. No entiendo por qué unos sufren más que otros. Mi corazón no está hecho para sufrir. Y pensar en una espada atravesando mi alma me mata, me duele demasiado. Así habla el Papa Francisco de María: «Por eso, al pie de la cruz, mientras veía a Jesús inocente sufrir y morir, aun atravesada por un dolor desgarrador, repetía su “sí”, sin perder la esperanza y la confianza en el Señor»[2]. En medio del sufrimiento más inhumano y cruel María repetía su sí, seguía amando a Dios por encima de todo. ¿Soy capaz de decir que sí a Dios cuando todo me duele? No lo sé, tiemblo. «Sufrir es algo inevitable y universal. Sin embargo, lo que cambia es la forma de reaccionar ante el sufrimiento»[3]. Mi forma de enfrentarme a lo inevitable es lo que hace que sea capaz de sonreír en medio de las tribulaciones. Echarle la culpa a Dios o maldecir mi mala suerte no disminuyen mi pesar. Sufro porque no tengo, porque pierdo, porque me falta algo. Sufro cuando me hieren, me ofenden, me difaman, me engañan. Sufro cuando fracaso, no triunfo, se ríen de mí y me humillan. Sufro cuando critican mis palabras, mis gestos, mi vida. Sufro cuando vivo una soledad no deseada, cuando la enfermedad mengua mis fuerzas. Sufro cuando no soy capaz de lo que antes era capaz o fallo en lo que intento. Cuando no estoy a la altura de lo que otros esperan de mí o de lo que yo mismo espero. Sufro cuando me abandonan, me dejan solo, me olvidan. Sufro cuando la realidad no se corresponde con mis deseos y mi vida anda coja. Sufro cuando nada de lo que intento resulta bien. Tantos sufrimientos me aquejan y me hacen infeliz. Algunos son evitables, podría sufrir menos si no pusiera mi atención en ciertas cosas que no dependen de mí. Se escapan de mi control. Sé que la rigidez me quiebra, las expectativas excesivas me hacen daño, el control me agota y mi perfeccionismo me entristece. Quisiera sufrir menos y sufrir con alegría lo que no puedo evitar. El dolor de mis heridas no es controlable. Están ahí mis heridas y sangran o están infectadas. No puedo calmar ese dolor pero sí puedo llevarlo con dignidad y con una sonrisa. No puedo dejar de sufrir por lo inevitable. Pero sí puedo ser selectivo con las cosas que me hacen sufrir. Las tristezas menos importantes las aparto de mí. No quiero perder el tiempo llorando por ellas. Hay cosas más importantes en mi vida y es a ellas a las que quiero dar un valor especial. Aprender a llevar con paz la pérdida de un ser querido es un milagro en mi vida. La gracia de Dios me dará las fuerzas pero no dejaré de sufrir por ello. Aprender a vivir el duelo por lo que he perdido sana el alma. Y reconocer que estoy sufriendo, viviéndolo con paz pero sabiendo que duele. Me gustaría hacer el dolor más llevadero a los que sufren. No pidiéndoles que no se agobien o que no sufran, cuando eso es imposible. Pero sí acompañándolos, estando junto a ellos en el momento de dolor. Sin exigirles una sonrisa, sin pedirles que no lloren. Simplemente estando cerca, sosteniendo, cuidando, ayudando. Con mis silencios más que con mis palabras. No hay palabras que consuelen en el dolor. Pero sí hay muchos silencios llenos de consuelo que calman algo. Al final estoy yo solo ante Dios. Y es Él quien puede calmar el dolor de la espada que atraviesa mi corazón. No quiero sufrir por cosas superfluas. Quiero aprender a aceptar la realidad y ser capaz de reírme de mí mismo y de mis fantasías. Hay dolores que sí los reconozco como inevitables y esos pueden transformar mi vida. Son una oportunidad que me regala la vida. Un don de Dios para que crezca y madure. De cada mal que sufra puedo sacar un bien. Tomo en mis manos todo lo que me hace sufrir y se lo entrego a Dios. Ese dolor que no puedo contener. Ese llanto que es como un río que desborda. En medio de mis angustias Dios me abre un resquicio para mirar el cielo y confiar, sin perder la esperanza. Y cuando otros sufren yo sólo puedo mostrarles algo de esa esperanza, algo de luz, de alegría, de amor. La vida es más bella cuando puedo sostener a los que más sufren y se tambalean. Cuando puedo hacerme solidario con el dolor ajeno y dejar de pensar tanto en mis propias angustias.
El vínculo en mi vida es algo esencial. Me acostumbro a crear rutinas y a amar las cosas que tengo ante mí. Si me quitan un hábito en seguida desarrollo uno nuevo. Los ritmos, las rutinas, las costumbres me ayudan a estar centrado. El vínculo me ata a un lugar, a unas personas, a unas cosas, a unos hábitos. Una red de vínculos me sostiene. No puedo vivir desvinculado porque en ese momento sufro angustia y me siento profundamente solo. Decía el P. Kentenich: «Mientras más se cortan los vínculos que existen, tanto más necesario se hace hoy el cultivo de los vínculos en todas las otras direcciones posibles»[4]. El hombre de hoy está desvinculado, sin raíces, sin apegos profundos a personas, a lugares. Y entonces surgen las adicciones, los apegos enfermizos a las redes sociales, a la vida superficial que me acaba dejando vacío: «El hombre de hoy padece muchos problemas psicológicos porque no ha tenido la vivencia de un sano organismo de vinculaciones. Porque quien haya tenido la vivencia de un sano organismo de vinculaciones natural y sobrenatural, tarde o temprano quedará inmunizado contra impresiones negativas»[5]. Las personas más sanas son las que tienen un mundo de vínculos sanos. ¿Cómo es posible cuidar mi mundo de vínculos? A veces descuido los vínculos centrales de mi vocación. Mi familia, mi cónyuge, mis hermanos, mis amigos. Me desapego de los lugares sintiéndome un ciudadano del mundo. No me apego al trabajo cambiando continuamente. Tampoco mantengo mis costumbres y mis hábitos. Y así no creo una red sana de vínculos. ¿Cómo puedo hacer que mis vínculos personales sean sanos? Las personas enfermas crean vínculos enfermos. Las personas sanas vínculos sanos. Es una regla evidente. Si estoy enfermo en el alma es muy difícil que me vincule sanamente con los demás. Si guardo rencor o tengo un profundo resentimiento, porque me han herido, o me han fallado. En esas circunstancias es complicado que pueda vincularme sanamente con nadie. O bien pondré barreras para que no me hagan daño de nuevo. O bien le echaré en cara al otro todo lo que no me da. Le exigiré lo imposible. Los vínculos sanos tienen ciertos rasgos. Me gustaría que todos mis vínculos fueran sanos. Un vínculo sano me lleva a amar a la persona sin esperar nada. Amo a mi hermano sin exigirle que sea de una determinada manera. Lo amo sin medida y no exijo una medida concreta en su amor. La envidia es un veneno que enturbia las relaciones humanas. Me pregunto si tengo envidia en mi mundo de vínculos. La envidia lleva a la crítica y al juicio. La envidia no me deja crecer en mi entrega. Los celos envenenan mis relaciones. Los celos me hacen sentir menos y por lo tanto estoy siempre en riesgo de ser abandonado. La falta de perdón me aleja de las personas. Si no perdono no me reconcilio nunca y pongo barreras, alejo de mí a las personas porque no creo en su amor, en su honestidad. Si pongo siempre en tela de juicio el amor de los demás hacia mí acabaré provocando lo que más temo, que no me amen. Me voy quedando solo cuando no abro mi corazón, no cuento lo que siento, lo que me duele, lo que me angustia, lo que me preocupa. Sólo hablo de mis éxitos, de mis logros, de cosas superficiales que no son tan importantes en mi vida. El miedo a que me hagan daño me lleva a protegerme. Me pongo máscaras para no parecer vulnerable ante nadie. ¿Cómo es la profundidad de mis vínculos? ¿Podría decir que amo por entero en mis relaciones? El miedo a perder me lleva a no darme. El miedo a que se acabe el vínculo me hace no invertir en él. En lugar de vivir los vínculos en presente los vivo mirando con vértigo la posibilidad de que se terminen. Echar raíces en los lugares y en las personas es la única forma de tener una red sana de vinculaciones. El apego sano a la realidad. No ese apego enfermizo que me hace dependiente y exigente. Si continuamente te pido que me demuestres que me amas algo está fallando. Si muchas relaciones han fallado, se han roto, tendré que preguntarme qué cuota de culpa tengo en ello. No siempre será la culpa de los demás. Vivir vinculado es sano. La soledad no deseada me acaba enfermando. Amar y sentirme amado es el fin de todas mis búsquedas. Una persona egoísta, centrada en sí misma, acaba quedándose sola. Es imposible ser amado cuando lo exijo. Imposible que me hagan caso cuando vivo demandándolo. Me gustaría cuidar los vínculos más importantes de mi vida. Un vínculo en el que el otro siempre es sagrado. El respeto es la llave que abre el alma. El respeto y el cuidado de la persona que me ha regalado su confianza. Los detalles, el cuidado de las cosas pequeñas, la atención, la calidad del tiempo que entrego. La paz que tengo en el alma y que logro contagiar a los que amo. Los vínculos sanos dan paz, los enfermos generan angustia. No quiero tener relaciones enfermas que me esclavizan. Quiero amar sin retener a nadie. La libertad en el amor. Y la magnanimidad para no vivir midiendo lo que yo doy y lo que recibo.
En ocasiones siento que pierdo mi tiempo. La vida se me escapa entre los dedos. Quiero conquistar el mundo entero y me pierdo en mis debilidades, en mis dependencias y esclavitudes. Comencé la Cuaresma con brío, con entusiasmo, con buenos propósitos e intenciones maravillosas. Luego la vida se tuerce o yo mismo me acomodo. Y se avecina la Semana Santa y tal vez no esté preparado. No he podido hacer el ayuno que deseaba. No he logrado ser generoso con mi limosna con los que más lo necesitaban. No he conseguido orar con esa intensidad con la que soñaba. Y ahora me veo bloqueado, limitado, frío. Y escucho estas palabras que me dan ánimo: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos. No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo. Yo no pienso haber conseguido el premio. Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús». Quisiera participar de su muerte para encontrar la vida. Quisiera vivir para Él y sólo en Él. Pero no es tan sencillo dejar atrás ese hombre viejo que se me pega a la piel No logro desprenderme de todas las debilidades que tanto me pesan. Como si me hundiese en el mar y sólo pudiera gritarle a Dios: Sálvame. Quisiera que estos días que faltan fueran una ocasión para crecer, para madurar, para ser más santo, más de Dios, menos mundano. Todo lo estimo en basura en comparación con el amor de Cristo. Si así fuera viviría más feliz. Sin atormentarme por las cosas materiales, sin preocuparme por lograr una posición social más alta, sin desear los mejores cargos, los puestos más importantes. Quiero perderlo todo por amor a Él. ¿Qué estoy dispuesto a entregarle a Él cada mañana? Me gustaría hacer ese acto de desprendimiento: Suelto y confío. Dejo ir y no retengo. No me empeño en lograr lo que deseo. Renuncio incluso a mis deseos para que Cristo venza en mi interior. El premio no es por mis merecimientos. Es simplemente la meta hacia la que van mis pasos donde Cristo vive. ¿Qué habrá al otro lado de la muerte? Cuando se corra la cortina y ya no viva la vida que ahora vivo. Tengo la certeza de su resurrección. Eso es lo que me da esperanza en medio de las dificultades del camino. Dejo lo que queda atrás y no me engancho en lo que no fue, pudiendo haber sido, en lo que no logré y otros sí lograron. En lo que perdí y ya nunca va a volver. No pretendo responder a esas preguntas sin sentido: ¿Por qué a mí? ¿Para qué a mí? ¿Qué puedo sacar de bueno de todo lo malo? No tengo respuestas pero sí la paz de saber que sigo caminando hacia delante, hacia el futuro que se abre ante mí lleno de esperanza. Suelto y confío. Dejo ir y sigo corriendo hacia Cristo. Él es mi ganancia definitiva. Es la luz que se desprende de las palabras que hoy escucho: «Esto dice el Señor, que abrió camino en el mar y una senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, la tropa y los héroes. No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo. Me glorificarán las bestias salvajes, chacales y avestruces, porque pondré agua en el desierto, corrientes en la estepa, para dar de beber a mi pueblo elegido, a este pueblo que me he formado para que proclame mi alabanza». Un Jesús que lo hace todo nuevo. Hace nuevas las cosas antiguas y comienza una obra grande en mi vida. Por eso me alegro: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: – El Señor ha estado grande con ellos. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas». Dejo las lágrimas y me lleno de risas. Dejo las amarguras y entono cantos de alegría. Dios tiene un mensaje de esperanza para mí en este tiempo de Cuaresma. Viene a mí para recordarme que puedo ser una nueva creatura. Lo antiguo ya ha pasado. Ya no hay nada que pueda hacer a partir del pasado, salvo aprender. Miro agradecido por todo lo vivido. Lo bueno. Lo malo. Las cosas que me causan alegría y las que me han despertado tristeza o ansiedad. Agradezco por todo lo vivido, lo bueno y lo malo. ¿Seré capaz de ver lo bueno entre tanta maldad? ¿Veré la vida entre tantas muertes injustas? ¿Encontraré la paz en medio de la sangre de tantas guerras? Me gustaría que las cosas fueran nuevas. Que yo mismo fuera un hombre nuevo al llegar la Pascua. Que Jesús lograra cambiar mi mirada, mi forma de hablar y sentir, mi manera de relacionarme con las personas. Me gustaría ser más libre para entregarme siempre con amor a los demás. Me gustaría tener una vida más plena, más alegre, más pura. Me veo tan limitado, tan pobre en mis juicios, tan necio en mi inteligencia. Le pido a Jesús que me enseñe a vivir con intensidad los días que me quedan. Este tiempo de conversión que puede utilizar para cambiarme.
Hoy los fariseos quieren encontrar en Jesús palabras que lo condenen. Quieren que vaya contra la ley de Moisés, que condenaba el adulterio con la muerte: «En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba». Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: – Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices? Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo». Jesús curaba a muchos, predicaba después de haber orado. Y, en medio de mucha gente, le traen a una mujer que ha sido descubierta en adulterio. La mujer llega ante él y los fariseos esperan que Jesús la condene o bien que diga algo contrario la ley para poder matarlo. Jesús guarda silencio. Parece que no quiere condenarla. Calla y escribe sobre la arena. Después lanza aquella frase que siempre me ha conmovido: «Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Yo sí he cometido pecados, nunca he sido totalmente inocente. Nací roto. Tengo pecados, grandes y pequeños, esporádicos y continuos. Pecados que me alejan de Dios y de mis hermanos. Pecados que me hacen sentir pequeño y pobre a los ojos de Dios. En esos momentos siento que el dolor de haber fallado atraviesa mi alma. Y aun así lanzo piedras contra los demás. Las lanzo contra aquellos que son más pecadores que yo según creo. Las lanzo contra aquellos que cometen pecados públicos, conocidos por todos, mientras que el mío es un pecado secreto y privado. Las lanzo contra aquellos a los que siento más culpables porque yo a veces no siento la culpa. Lanzo piedras para sentirme yo mejor, más digno, más puro. Lanzo piedras para que otros se sientan más culpables que yo en todo. Y así me sentiré yo mejor, más puro, más digno. En realidad es que no acabo de darme cuenta de que soy un pecador. No acabo de reconocer esa culpa que condiciona todos mis actos. Porque muchas veces actuó con soberbia. En otras ocasiones de forma egoísta. Muy a menudo busco solo mi placer y mi beneficio. Con frecuencia siento que yo soy mejor que otros y por lo tanto más valioso. Mi pecado forma parte de mi vida cotidiana. Continuamente, desde que me levanto hasta que me acuesto, tengo actos y omisiones, palabras y silencios que son pecaminosos. Pienso que los míos son menores que los de mi hermano. Simplemente quizá porque los míos no son conocidos por la gente. Puede que los de mi hermano sean más grandes. Pero, en cualquier caso, tanto mi hermano como yo somos pecadores. Y aun así yo me dedico a buscar culpables y a lanzarles piedras. Busco pecadores entre los hombres. Busco personas que no sean dignas de estar cerca de Dios y las señalo con el dedo. Digo que son tóxicas, que hacen daño, sin pensar en el daño que yo mismo provoco. Yo decido quién es digno del perdón de Dios y quién no lo es. Jesús me viene a decir hoy, con sus silencios y sus palabras, que soy tan culpable como esa mujer adúltera. Que no soy quién para acusar a nadie. Me gustaría comprender que siempre es así. Que no se trata de no cometer ningún pecado, sino de vivir con amor toda mi vida. Que no se trata de no cometer faltas, sino de tratar de dar todo mi amor en cada momento de mi vida. Que no se trata de hacerlo todo perfecto, sino de hacerlo todo desde la humildad y desde el amor más puro. Hoy los fariseos querían condenar a Jesús. Y al final se sienten ellos condenados por el mismo Jesús, un hombre que escribe en silencio sobre la arena. No son capaces de tirar ninguna piedra sobre esta mujer. Porque ellos también tienen pecados. Y todos se acaban alejando de la escena, todos desde los más viejos hasta los más jóvenes. Todos se van y dejan solos a la mujer con Jesús. «E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante». La mujer levantará la vista y verá que está sola. Jesús le preguntará si alguien le ha condenado. Y ella le dirá que nadie. Jesús le dirá entonces que se puede ir. Que nadie la condena. Ella sentirá una misericordia infinita, porque merecía la muerte y ha sido salvada: «Jesús se incorporó y le preguntó: Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: – Ninguno, Señor. Jesús dijo: – Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». La mujer adúltera es muy consciente de su pecado, de su amor clandestino, de su infidelidad manifiesta. No sé las circunstancias atenuantes o agravantes. Solo sé que cometió adulterio. Es un pecado grave no solo entonces sino siempre. Ella sabía que la pena sería la muerte. A veces yo sé las consecuencias de mis pecados. La soledad, la enfermedad, la muerte. Y aun así no dejo de cometerlos. En esos momentos, cuando mi voluntad es débil, es cuando me dejo llevar por el pecado y la tentación. En esos momentos de flaqueza elijo mal, sintiendo quizás que no puedo hacerlo de otra manera. Opto por el camino fácil, por el de la recompensa inmediata, por la satisfacción de mis más pequeños deseos.
Me gustaría no pecar. Sé que para eso tendría que haber nacido inmaculado. En mi interior hay un desorden. Hay una ruptura que me lleva a hacer lo que no tengo que hacer. Y a dejar de hacer aquello que me haría bien. Elijo mal. Y las consecuencias son la soledad y la muerte. Muchas veces mis pecados son sutiles, leves, podríamos decir, y trato de disculparme, encontrar justificaciones a mis actos, incluso decir que la culpa es de otros, que me sedujeron o me llevaron donde yo no quería. A veces, incluso mis pecados son tan silenciosos que ni yo mismo los veo. Siento que otros pecan más que yo. Que yo soy débil, pero mi pecado no es tan grave. Que al fin y al cabo estoy casi disculpado o justificado. Puede ocurrir que a lo mejor ni siquiera sea capaz de distinguir lo que es pecado y lo que no lo es. Todos lo hacen, pienso, o no es tan grave, o simplemente es parte de mi trabajo, de mis rutinas, y no puedo renunciar a ello. Me gustaría sentirme como la mujer adultera de este Evangelio. Sentir que llego a ese paredón de fusilamiento con la cabeza gacha, con el alma triste, con el sentimiento de culpa por haber pecado. Me gustaría ser consciente de mi propia fragilidad y no echarles siempre la culpa a las circunstancias o pensar que es lo que Dios ha permitido para mí, cuando a lo mejor es mentira. Me gustaría no maquillar la realidad de mi vida. Para que otros sientan que soy más bello o digno. Ser pecador es parte de mi esencia, parte de mi vida, soy así. Eso no quiere decir que esté bien el mal que hago. Es simplemente un dato, un hecho con el que cuento. La diferencia que marca mi camino de santidad es la forma cómo enfrento yo ese pecado, cómo lo llevo sobre los hombros, cómo cargo con él. La diferencia está en cómo pido perdón con humildad, de rodillas, ante ese Jesús que escribe tranquilo y en silencio sobre la arena. Calla, no me condena. Incluso me deja ir después perdonado. Me gustaría experimentar siempre la misericordia en mi vida. Sentir que soy de Dios y que sólo a Él le pertenezco. Me gustaría comprender que sólo de su mano puedo salir del pozo, que sólo sobres sus alas puedo volar más alto. Este encuentro entre esta mujer pecadora y Jesús marca esta forma de entender el pecado y la misericordia. Jesús no quiere decir que no sea pecado lo que esa mujer hizo. Incluso le pide que no peque más. Pero la perdona. Porque nadie la condena. Tampoco Él. Tengo tanto que aprender de esa mirada de Jesús sobre esta mujer. Tengo tanto que aprender de los silencios de Jesús, escribiendo sobre la arena. Siempre me he preguntado qué escribiría Jesús. Tal vez escribía pecados de aquellos que estaban allí presentes. Los escribía sobre la arena, porque sabía que luego el viento los borraría. Los pecados no están escritos sobre roca. Jesús los borra con su soplido, con su espíritu Santo. Me gustaría mirar a los demás como los mira Jesús, sin juzgarlos, sin condenarlos. Me gustaría no caer nunca en el juego de los demás que me piden que opine, que juzgue, que diga, que no me calle, que condene. Y parece que si callo, estoy en connivencia con aquel pecado. Permito que sigan casados en segundas nupcias, acepto que tengan relaciones siendo del mismo sexo, apruebo que puedan adoptar hijos cuando viven en pecado, y mi silencio se interpreta entonces como si yo aprobará todos los pecados. Jesús calla pero no aprueba su pecado, yo tampoco. Jesús no puede aprobar el adulterio ni la infidelidad. Igual que no pueda aprobar el odio, ni la guerra, ni la mentira, ni la soberbia, ni el egoísmo. Jesús no aprueba nada que vaya contra el hombre, contra su dignidad, contra su fortaleza interior, contra su honestidad. Jesús no aprueba ningún pecado que me haga peor persona, que me ensucie por dentro, que me aleje de la verdad y del bien. Pero Jesús no me condena. Al revés, me tiende un puente para que salga, para que me levante y corra, para que empiece una vida nueva, para que tenga luz en lugar de oscuridad dentro de mi alma. Y lo que hace entonces, en ese silencio profundo, mientras escribe sobre la arena, es amarme tal como soy, tal como vengo, sin juzgarme, sin condenarme. Me acepta con mis pequeñeces y mi pobreza, con mi alma rota en mil pedazos. Me abraza y me dice que mi vida merece la pena. Y que no puedo desperdiciarla por esos caminos confusos por los que camino, porque tengo mucho que hacer por los demás, mucho que entregar. Me recuerda que hay muchos a los que puedo amar.
[1] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo
[2] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco
[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[4] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente
[5] Herberta King Nº 3 El mundo de los vínculos personales