Josué 5, 9a. 10-12; 2 Corintios 5, 17-21; Lucas 15, 1-3. 11-32
«Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo; era preciso celebrar y alegrarse, este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»
30 marzo 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«¿Cómo hago para lograr poner orden en mi interior? La reconciliación, la aceptación de la realidad tal como es, la pacificación de mis sentidos para no vivir con rabia y resentimiento»
- José fue un hombre justo. Amó a María. La cuidó y fue el sostén y el guardián de la Sagrada Familia. Fue un esposo santo, atento, tierno, humilde. Supo obedecer a Dios y seguir sus huellas en las oscuridad del presente. Discernió, descubrió el querer de Dios desde la torpeza de su humanidad, desde la grandeza de su alma. El Evangelio me habla del alma de José: «Estando María, su madre, desposada con José y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto». José era justo porque decidió abandonar a María en secreto, sin que nadie supiera. Estaba embarazada por obra del Espíritu Santo. Dudas, miedos, dolor y en medio de tantos sentimientos una decisión valiente, heroica, demasiado grande. No quiso hacer escarnio público. No quiso que el daño recayera en María. Por eso es justo. Porque da más de lo que corresponde. Una medida desbordante. Un hombre así es un hombre noble, honesto, puro. José decidió lo imposible y lo hizo sin la ayuda de ningún ángel. La decisión que importa es esta primera porque habla de la hondura y nobleza de su alma. Siempre me ha llamado la atención esta decisión de José. Era el mejor hombre que hubiera podido elegir Dios para María. Luego vino el Ángel y ahí la gran decisión de su vida: «Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: – José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor». En el sueño Dios habla con José y le dice la verdad. Es hijo de Dios, es el Mesías. José no duda, teme pero dice que sí y hace lo que Dios le pide. Me impresiona esa docilidad del alma de José. Cuánto amaría a María. Escucha en su corazón y obedece. Lo más difícil en esta vida es saber lo que tengo que hacer en cada paso que doy. No tanto si tengo que elegir entre pecar o no hacerlo. Lo difícil es elegir entre dos bienes. Optar entre dos opciones igualmente válidas. ¿Cuál es la que quiere Dios para mí? Aprender a discernir es un signo de la madurez religiosa de la persona. Discernir en la fuerza del Espíritu que me habla en el corazón. Saber interpretar los signos de los tiempos en los que Dios me habla. No es sencillo porque el corazón se engaña. Y en ocasiones las mociones interiores no siempre son de Dios, algunas vienen del Maligno y me confunden. Y las cosas que me suceden no tienen un único significado, las puedo interpretar de muchas maneras. Puedo aferrarme a una señal creyendo que es la definitiva y a lo mejor sólo estoy dejándome llevar por mis deseos. No es fácil elegir lo que me duele, lo que no quiero. Optar por ese camino que parece ser el que Dios quiere para mí. Hay muchas voces a través de las que Dios me habla. Y yo pido signos en ocasiones, señales para no confundirme, quiero que alguien decida por mí y me diga lo que me conviene, lo que es mejor para mí. No puedo vivir pidiéndoles a los demás que tomen por mí esas decisiones que no soy capaz de tomar. Soy yo con Dios en el que decide. Yo con los que están conmigo. Yo en esa voz de Dios que habla en mis hermanos. Soy yo con esa madurez que Dios me regala para que sepa elegir y aceptar las consecuencias de las decisión que tome. Me dará miedo, como a José, puede que dude. Con el paso del tiempo veré si tomé la decisión correcta o tal vez era otro el camino que tenía que seguir. La resultante creadora son los frutos de la decisión tomada. La paz y la alegría del alma. Las cosas buenas que sucedieron en mi vida a partir del momento en el que tomé una opción concreta. No hay decisiones malas o buenas. Simplemente hay decisiones que me acercan a Dios y a mi plenitud o me alejan de Él. Hay otras decisiones que no son definitivas y que al ver lo que sucede tendré que volver atrás y necesitaré comenzar de nuevo. No importa confundirse, lo que vale es intentarlo. Cuando tenga miedo, hacia delante, no hacia atrás. Salto en lugar de quedarme paralizado con miedo a arriesgar la vida. La valentía en la decisión puede que sea exigente. Seguir a Jesús es un desafío continuo. José asumió ese riesgo de vivir al límite. De educar a un hijo que era Dios. De cuidar a una esposa inmaculada, sagrada y protegerla siempre. Pienso en todos los padres de familia que eligen vivir como José, buscando con sus esposas el querer de Dios para sus familias. El ejemplo de José, justo, humilde, valiente, honesto y puro es un aliciente para todos ellos.
María escucha a Dios en su corazón. Guarda silencio y espera. Su seno virginal confía en Dios. Y el Espíritu Santo la cubre con su sombra. En una gruta sencilla de Nazaret. Un hijo le va a nacer, el Salvador del mundo, el Mesías. María sólo guarda silencio escuchando la voz de Dios. He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra. Y el ángel se retiró dejándola a solas con Jesús. Me impresionan siempre estas palabras. El ángel anuncia lo imposible, sucede y luego se va. La soledad de la vocación. Dios en el seno de María. Pero sin más señales extraordinarias. La vida cotidiana de María. Esperando la llegada de Jesús y cuidando la vida que se le confía. María guardaba todas estas cosas en su corazón. ¿Cómo lo hizo María? No lo sé, creyó, confió, esperó. Al llegar a la gruta en Nazaret se impone un profundo silencio en mi alma. He llorado ante una piedra vacía. No estaba María, no estaba el Ángel. Pero sí estaba Dios. Era un lugar sagrado. No hay ruidos ni voces, nada extraordinario. Sólo el silencio mudo de una piedras que fueron testigos silentes de un sí profundo y sagrado. De una presencia salvadora para todos. Un sí que se hace carne humana, sin pecado, pero carne débil como la mía, se hace historia sagrada. Miro a María en silencio en este día de la anunciación en el que su sí resuena en mi alma. Es un sí sagrado pronunciado de rodillas. El sí de una niña que se hace tierra sagrada en la que Dios puede hacer su morada. Un niño va a nacer de sus entrañas. Ella ha abierto su alma para que entre Dios. Ha dejado que fluya una fuente misteriosa. Una sola palabra basta: Fiat. Hágase. Y todo sucede. Ocurre el milagro en su alma. Me gustaría tener en mi corazón guardado todo ese silencio de María. Su serenidad, su paz, su calma, su sonrisa. Me olvido y me lleno de tantos ruidos, de tantas voces, de tantas preguntas y preocupaciones. Incertidumbres que tiñen el futuro de miedo y angustia. ¿Cómo podré decir que sí en cada circunstancia de mi vida hasta la vida eterna? ¿Cómo podré comprender lo que Dios me pide sin temblar, sin dejarme llevar por la ansiedad y el miedo? ¿Cómo llegaré a confiar en ese Dios para el que nada es imposible? María de rodillas me dice que es sencillo decir que sí, que sólo tengo que abrir mi corazón para que entre la Palabra de Dios y se haga carne en mi propia vida. ¿Qué me está pidiendo Dios en este momento? ¿Qué síes no soy capaz de pronunciar en lo hondo de mi alma? Vivo tan volcado en el mundo que no escucho su voz confundida entre muchas voces. Me gustaría aprender a callarme, arrodillarme mudo y escuchar. Con la humildad de María, arrodillado. Quiero simplemente guardar silencio, escuchar, esperar. No quiero decir nada, sólo escuchar. Me arrodillo y espero. Mi propia anunciación sucede cuando Dios decide descender sobre mí y hacer posible lo que Dios desea para mí. No sólo en esos momentos sagrados de mi vida en los que Dios me habla claramente, sino siempre, en los tiempos más cotidianos, más sencillos. Quiero que la anunciación suceda todos los días. Me vuelvo a arrodillar y vuelvo a esperar. Cada día, en cada decisión que tome el Ángel me cubrirá con su sombra para darme su paz, su luz, su esperanza. Es tan difícil discernir lo que Dios me pide. Tan complicado saber lo que desea que haga, lo que espera que no haga. Quisiera comprender mejor sus mensajes para poder pronunciar continuamente un sí sostenido, un fiat fiel y alegre en medio de las sombras del camino. Su mirada sobre mí me emociona y descanso en la sombra que me cubre. María me enseña a sostener la mirada de Dios. Me ama, no me pide lo imposible. Y si me lo pide sé que Él siempre lo hará posible. Le pido que me ilumine para saber dónde tengo que decir que sí. A lo mejor basta con decirle que sí a la realidad que me toca vivir, a los pasos difíciles que tengo que enfrentar, a esas decisiones que caen por su propio peso. El sí a la enfermedad que no me abandona, a los fracasos que se repiten, a los logros que siguen siendo inalcanzables. Un sí a mis límites y dones, a mi verdad, la más íntima, la que no soy capaz de reconocer. Tengo claro que no puedo cambiar la realidad, pero sí puedo cambiar la mirada que tengo sobre ella. Y puedo confiar como María, confiar en su amor de Madre, confiar en que Dios sólo espera de mí que sea tierra sagrada y fecunda, puerta abierta, espacio hondo en el que Él pueda habitar con todo su amor y con toda su fuerza. Hay tanta belleza en ese sí verdadero cuando soy capaz de pronunciarlo con fuerza, con vehemencia. Hay belleza en la fidelidad, ese don de Dios en mi vida que me parece esquivo. Me sale el no en muchas ocasiones y experimento la frustración y la debilidad para mantenerme firme en la batalla. Miro a María. Su fe, su perseverancia, su altura para enfrentar las dificultades. Quiero decir que sí como María, con su fuerza, con su hondura. Decirle que sí a Dios en todo lo que no sé hacer bien, en todo lo que no me resulta.
A veces está tan olvidado mi mundo interior que me da miedo enfrentarme a él. Me asusta mirar dentro y encontrarme, en medio de la oscuridad, al borde de un abismo. Me angustia enfrentarme a mis anhelos de juventud, a lo que quería de mi matrimonio, a la decepción al sentir que ya nada es como esperaba. Me da miedo descubrir quién soy de verdad, con mis heridas y límites, con mi vulnerabilidad. Me da miedo enfrentar la realidad y ver cómo estoy viviendo ahora mi vida. Me asusta darme cuenta de los errores cometidos en el pasado y esos otros errores que sigo cometiendo, en los que me perpetuo. Me resulta mucho más fácil echarles la culpa a los demás de mis fracasos, mirar hacia fuera, siempre alguien tendrá más responsabilidad y yo seré una víctima. Cuando no hay orden en mi interior puedo llegar a verlo todo negro. Y lo peor es que no solo echo a perder mi vida, sino también la vida de aquellos que me rodean, justo aquellos a los que más amo. Tiendo a vivir con el piloto automático encendido, sin pensar demasiado, sin tratar de mejorar. Esto sobre todo sucede en mis relaciones personales, y más aún con las que están supuestamente aseguradas, mi matrimonio, mi familia, mi comunidad, mis amigos. Paradójicamente, en el trabajo soy muy creativo y entregado, saco lo mejor de mí para dárselo a la empresa, buscando un cierto éxito y reconocimiento. Pero al llegar a casa, ante los míos, me encierro, me callo, sólo reacciono y respondo a los estímulos. Vivo volcado en el mundo, fuera de mi mundo interior. En lugar de vivir en plenitud parece que me basta con sobrevivir. No amo apasionadamente, no sueño, no espero. Sólo dejo pasar los días entre mis dedos sin disfrutarlos, sin amarlos. Mi mundo interior está desordenado y vacío. No tengo tiempo para ocuparme de ese mundo tan desconocido. ¿Y si lo que encuentro no me gusta? ¿Y si me asustan las emociones que viven dentro de mí? Hay emociones en mi alma: ira, rabia, alegría, paz, confusión, miedo, tristeza, angustia. Son emociones que me embargan y pueden quitarme la paz interior o hacerme llevar una vida mejor. Como no sé qué hacer con esas emociones intrusas las escondo, las maquillo, las tapo. Reprimo lo que siento para que no me molesten esas emociones que están en mi interior. Que no me hagan sentir culpable por descubrir lo que me habita. ¿Cómo hago para lograr poner orden en mi interior? La reconciliación, la aceptación de la realidad tal como es, la pacificación de mis sentidos para no vivir con rabia y resentimiento. No tengo que estar a la altura de lo que todos esperan de mí. No tengo que satisfacer los deseos de todos los que me exigen ciertos comportamientos. Quiero vivir con paz en mi interior para contagiar esa luz que me habita. No todo es bello dentro de mí, también hay fealdad. No todo es correcto, también hay corrupción. No todo es armónico, también hay desorden. No todo es alegría, también hay tristezas. No todo es paz, hay guerras y tensiones. Todos esos contrarios habitan en mi interior. Siento la necesidad de ordenar todos esos impulsos y estímulos desordenados que me van afectando interiormente. Quisiera pacificarme cuando me alzo en armas. Reírme cuando me lleno de pena. Calmarme cuando la angustia me invade y no soy capaz de estar tranquilo. Quiero pararme y reconocer mi mundo interior. A veces me reconozco en mis reacciones, pero son sólo la punta del iceberg. Muestran algo de lo que hay, sólo un poco. Hay mucha más ira dentro de mí que la que muestro. Mucho más rencor del que confieso que siento. Muchas más mentiras de las que me atrevo a reconocer. Tengo junto a mí a los que me aman y son capaces de decirme quién soy de verdad. Ellos han atisbado algo de mi verdad. Saben quién soy, reconocen mi pobreza y me enseñan a aceptarla para que enfrente la vida. Me aman como soy, también con mi desorden. Pero por mi propia felicidad desean que madure y tenga algo más de orden dentro de mí. Ordenar significa madurar, dar un paso al frente y aceptar la verdad que llevo escondida en el alma. Necesito digerir todo lo que voy viviendo. Aceptar esos dolores que me cuesta soportar. «La libertad consiste en aceptar lo que hay y en perdonarnos, en abrir nuestros corazones para descubrir los milagros que existen ahora»[1]. Miro a la cara ese dolor que me hace daño, ese rencor que no me da paz, esa ira que me destruye. Se los entrego a Dios para que me calme, para que siembre su luz. No puede ser que mis estados de ánimo dependan de esas emociones desordenadas que viven en mi interior. No quiero reaccionar con violencia delante de aquellos a los que más amo. Sé que el acto de perdonar es un acto de la voluntad y al mismo tiempo una gracia de Dios. Quiero perdonar y se lo digo a Dios y le pido la gracia del perdón. Yo solo no soy capaz de hacerlo, pero Dios sí que puede permitirme el perdón. Ese perdón me libera y trae orden a mi desorden. No quiero dejar que ese desorden interior haga daño a nadie. Hará falta un milagro para traer paz y luz a mi alma. Dios puede hacerlo si le dejo entrar. Dentro de mi desorden grita mi niño olvidado. Ese niño escondido dentro de mí, abrumado por las exigencias de la vida. ¿Cómo podré poner orden en el desorden que tengo? Ese desorden me lleva a hacer lo que no quiero y a dejar de hacer lo que he soñado. Me vuelve miedoso, cobarde, agresivo, amargado y susceptible. Cualquier cosa me hiere, porque estoy desordenado por dentro. No hay alegría, lo que tiñe todo de amargura es un sentimiento extraño. Es como si no nadie me amara como soy. Si conocieran toda mi verdad, nadie me amaría. Si supieran de mi pecado, no querrían compartir conmigo el camino. No me amo, no quiero mi desorden interior.
La parábola del Hijo pródigo siempre me despierta nuevas emociones. Una casa, un hogar, un padre y dos hijos. Así lo cuenta Jesús: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: – Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente». Y comienza esta historia porque antes han cuestionado que Él come con pecadores: «En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: – Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús comía con pecadores públicos y los fariseos consideraban que eso no era digno. Porque Jesús no les exigía la conversión, ni cambiar de vida, antes de comer con ellos. Jesús utiliza otro camino. El de la misericordia, el del amor por el más débil. Come con el pecador público exponiéndose al juicio de los demás. Los fariseos no lo entienden. Seguramente muchos no lo entienden. Hoy sucede algo parecido. Si como con el pecador, si me siento en su mesa, si convivo con él parece que estoy de acuerdo con sus actos. Es como si mi connivencia fuera la razón suficiente para ser yo también cómplice del crimen. Si escucho al que ha pecado. Si comparto con él su mesa. En ese momento todos me miran porque es un apestado, un leproso y yo estoy siendo cómplice de su peste, de su pecado, de su dolor. ¿Dónde queda la misericordia? Es algo que cuesta mucho entender. La misericordia frente a la justicia. Que cada uno pague por sus actos, por los delitos cometidos. Que cada uno acepte las consecuencias de sus decisiones. ¿Cómo reacciono frente a esas parejas vueltas a casar? ¿Qué hago cuando un pariente o un amigo cercano decide unirse con su pareja del mismo sexo? ¿Qué postura adopto cuando una pareja del mismo sexo decide adoptar un hijo y además quieren que sea bautizado? ¿Cómo hago con aquellas personas que pecan de forma pública y todos a su alrededor saben lo que hicieron? ¿Qué postura adopto yo ante ellos? ¿Me alejo, permanezco en su cercanía? No es tan fácil actuar bien. ¿Hay una sola forma correcta de actuar? Jesús fue contra lo que querían los fariseos. Y para justificar su comportamiento les hace ver cómo es el amor de Dios. Un amor misericordioso que me mira en mi indigencia, que se detiene ante mi pobreza, que me mira y me ama no cuando me lo merezco sino justamente cuando menos digno soy y más lo necesito. Ese amor de Dios me salva. Igual que salvó ese amor a los publicanos y pecadores que comían con Jesús. Porque se supieron amados por Él cuando nadie a su alrededor quería comer con ellos, compartir su mesa, entrar en la intimidad de su casa. Jesús recurre a esta parábola tan incomprensible para mostrarme algo de la misericordia de Dios. Porque ese padre de la parábola es Dios. Y ese Dios del que me habla Jesús es un Dios misericordioso y compasivo, un Dios amante que busca siempre a la oveja perdida. La parábola comienza con una escena familiar en la que uno de los hijos, el menor, pide la parte de la herencia que le toca y se va de casa, gastándose perdidamente su dinero. ¿Por qué lo hace? No lo explica, no hace falta. Simplemente este hijo decide hacer su vida fuera de la casa paterna. Pero no renuncia a su dinero, lo cobra anticipadamente. Rompe de forma definitiva con su padre, con su hermano, con su hogar, con su origen. Decide irse para ser feliz. En ocasiones no sé cómo ser feliz y busco caminos confusos, arrastrado por las emociones de mi alma. Algo así le pasaría a aquel joven audaz. Porque hay que ser valiente para pedir una herencia y partir rompiendo con todo lo conocido. Dejar atrás recuerdos y experiencias. Tal vez cuando siento que lo que tengo no me llena es cuando decido partir y romper. O cuando el alma está vacía. O demasiado llena. Y en ese momento rompo, como ese hijo llamado pródigo porque lo gastó todo. Fue más bien un hijo que rompió con su historia, con su familia, para hacer su propio camino lejos de casa. ¡Cuántos hijos pródigos conozco! ¿Acaso no habré sido yo hijo pródigo alguna vez? Porque este hijo era desagradecido. Entierra a su padre antes de que hubiera muerto. Rompe tal vez con las ataduras que lo recluían en ese lugar. Como si no pudiera hacer nada fuera de esa horma que contenía sus pies reteniéndolos en una roca que le impedía volar, unas raíces que no le dejaban mirar al cielo. ¿Fue culpable de su egocentrismo, de la búsqueda enfermiza de su felicidad? Nada que reprocharle, tal vez yo haría lo mismo o ya lo hice. Tal vez yo también he tenido que cortar en alguna ocasión y ser un prófugo, alguien que huye, un buscador empedernido de una felicidad efímera, esquiva.
El hijo pródigo, el que se fue de casa, gasta todo su dinero y tiene hambre. Y el hambre despierta su memoria. En ese momento se da cuenta de que en su casa no pasaría hambre. Es lógico, allí había seguridad y comida. Allí era parte de una familia, era un hermano, un hijo, uno más. Fuera de casa era un prófugo, un hijo pródigo que ya no era hijo, un dilapidador de herencias, un vividor que no hacía nada para ganarse honradamente la vida. Y en medio de esa escasez, sufre: «Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: – Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros». Realmente el hijo pródigo no conoce a su padre. Cree que su padre estará enfadado por su fracaso, por la pérdida de la herencia. Ya no merece llamarse hijo suyo. Está dispuesto a ser un simple jornalero, un siervo, un esclavo. Comerá, cobraré un dinero por trabajar y será mínimamente feliz sin llegar a ser de nuevo un hijo. Me impresiona esa postura. Y la prontitud para ponerse en camino: «Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: – Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». El padre no reacciona con indignación, tampoco con indiferencia. Lo estaba esperando. Tal vez cada mañana se levantaba y salía al camino a ver si llegaba su hijo. Me imagino al padre impaciente, cada día, mirando a lo lejos a ver si volvía su hijo. Imagino su desolación cada día al ver que no aparecía. Hasta ese día. Lo vio de lejos y corrió a su encuentro y lo abrazó. Pienso que así es Dios conmigo. ¡Cuántas veces siento que Dios no me espera y que no estaría feliz si me viera volver! Pienso que no soy digno, que no valgo, que he pecado demasiado. El pensamiento del hijo pródigo es el mío tantas veces. Yo también creo, cuando peco, que no merezco llamarme hijo de Dios. No soy tan bueno como debería. Siempre hay un deber ser que no cumplo. Algo que no alcanzo a hacer bien. Y el juicio de los hombres, lapidario, me parece que es el de Dios. Continuamente critico a otros y a mí me critican. Alguien juzga mi estilo de hacer las cosas o no le gusta mi forma de actuar. Me consideran mediocre o muy mundano, o vanidoso o llevado de mí mismo, de mi orgullo. Me ven obsesivo con mis temas, preocupado sólo de mis cosas, pensando sólo en mi interés, en estar yo bien. Siempre alguien ve lo que me falta, lo que no alcanzo a hacer bien. Y me creo que ese juicio de los hombres es el del mismo Dios. Un hijo que se va de casa, se lleva la herencia y la despilfarra con malas mujeres. El pensamiento del hijo mayor es el que yo mismo tengo al pensar en los que no actúan bien: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». Ese hijo mayor soy yo mismo. Se siente maltratado porque él siempre ha actuado bien. Ha servido con generosidad, nunca ha dicho que no a una orden, ha obedecido sin cuestionar nunca la autoridad. Y al final nunca ha tenido una fiesta en la que le agradecieran su entrega. Me siento yo así. Intento siempre obedecer y estar a la altura. Y no recibo el agradecimiento que espero. Me duele el alma y me parece que no me dan todo lo que yo necesito para ser feliz. Intento obedecer y no me aplauden, no me tratan como merezco. El hijo mayor refleja en su envidia mi propio sentimiento cuando veo que a otros, que hacen menos, los valoran más. A veces me da miedo hacer las cosas para ser valorado por todos, por el mundo, por Dios. Hacerlo todo bien para que nadie me critique. Vana ilusión. Siempre me criticarán por algún motivo. Si trabajo mucho, porque no dejo tiempo para lo gratuito. Si no trabajo mucho, porque soy un vago, un perezoso. Si no invierto mi tiempo en lo que otros valoran, dirán que desperdicio mi vida. Si no pongo al servicio del mundo mis talentos, que no soy generoso. Si los pongo, dirán que soy un vanidoso que sólo busca el reconocimiento de los demás. Si callo, porque callo. Si hablo, porque digo demasiado. Si actúo, porque interfiero en el desarrollo de los acontecimientos. Si no hago nada, dirán que peco de omisión dejando que las cosas sigan un rumbo equivocado. Sé que, haga lo que haga, el mundo me criticará. Por una cosa o por la contraria. Tal vez debería ya madurar y comprender que nunca voy a dejar contentos a todos. Y que no puedo vivir haciendo las cosas para que el mundo esté contento y se alegre con mi entrega. No va a ser así, tengo que asumirlo. Vivir con libertad mi vida es lo que necesito. Hago las cosas porque creo que es lo que Dios quiere para mí. Si comprendiera cómo es el corazón de Dios. Si supiera que su amor me salva siempre y su juicio sobre mí me libera.
Porque la mirada de Dios es otra. Él espera a su hijo y sólo quiere abrazarlo: «Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Lo abraza con pasión porque es el hijo que estaba perdido. Es lo que le dice al hijo mayor, que siempre se quedó a su lado: «Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: – Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces el padre le dijo: – Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Un banquete en lugar de un desprecio. El anillo del hijo, las sandalias, la túnica en lugar de ser sólo un jornalero de su padre. Y el cordero cebado para certificar el sentido de todo lo que estaba pasando. La mayor alegría es encontrar a la oveja que estaba perdida. Es descubrir que el hijo que estaba muerto ahora vive. ¿Cómo no se va a alegrar el padre que recupera a su hijo? ¿No tendría que alegrarse también el hijo? En realidad sí. Pero el corazón del hijo no es tan puro. La envidia es un sentimiento muy común. El hijo mayor soy yo cuando, con mi envidia, aparto lejos de mí a mi hermano. Soy yo cuando juzgo a los demás para sentirme mejor. Soy yo cuando condeno su comportamiento para hacer valer el mío. No me gusta ser el hermano mayor pero me reconozco muy bien en él. En su forma de pensar, en su envidia, en su deseo de no ir a la fiesta. A veces, cuando yo no soy el centro, me borro, desaparezco, no participo. Me falta mucha humildad para poner a mi hermano en el centro. Él se lo merece y no yo. En este caso además él no se lo merece. Es objeto de la misericordia de Dios que hemos recordado en el salmo: «Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias». Creo en un Dios que es misericordioso pero luego, cuando muestra esa misericordia con otros, no conmigo, me comparo y me indigno. Quiero justicia, que paguen por lo que han hecho. Que lleguen a otro cielo distinto al mío. A otro reconocimiento porque sólo yo soy fiel, he cuidado la tarea que me encomendaron y los demás no han estado a la altura. Me falta mucha misericordia para mirar a los demás. Me gustaría que ocurriera este milagro: «Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación». Dios es misericordia y busca mi reconciliación. Que tenga paz en mi alma y no juzgue. Cada vez que condeno a los demás me erijo en un dios con poder. Creo que soy justo en mis opiniones y mis críticas, me creo en posesión de la verdad y me falta misericordia. Me gustaría tener el corazón del Padre que no se enoja con el hijo que se fue y ahora vuelve arrepentido y tampoco se enoja con el hijo mayor que lo critica por su misericordia. Me gusta ese padre que esperaba a la puerta de su casa, en el camino, mirando a lo lejos a ver si volvía el hijo que un día se fue. Tanto amor me conmueve. Un padre que no condena y no aparta de sí a sus hijos pecadores. Los dos pecaron, de distinta manera. A los dos los ama. Un hijo estaba perdido. El otro estaba en casa y todo lo del padre era suyo. Ninguno de los dos comprendía bien al padre. Tal vez ninguno lo amaba con un corazón maduro. Uno no creía en su infinita misericordia. Al otro le molesta esa misericordia que deja sin castigo al que ha actuado mal. A veces no perdono porque no quiero que mi hermano quede libre de su responsabilidad, de su culpa. Actuó mal y tiene que pagar por ello. No basta con mi perdón. No basta, hay que pagar. La misericordia no me gusta. Ni siquiera cuando yo mismo la recibo. Me siento indigno aunque me perdonen. Casi prefiero el castigo y pagar por mi culpa. Dios me rompe mis esquemas. Su misericordia es infinita. No se detiene ante nada. Me ama cuando menos lo merezco que es precisamente cuando más lo necesito. Así es Dios y así quiera que sea yo con mi hermano. Que perdone siempre, que abrace siempre, que no condene a nadie, que no juzgue ni critique.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz