Isaías 50, 4-7; Filipenses 2, 6-11; Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 22, 14 – 23, 56
«Y los que iban delante y los que iban detrás gritaban: –¡Hosana al Hijo del rey David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!»
13 abril 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Yo también quiero matar a Dios. Porque no permite que yo sea dios, porque no me consiente en mis deseos. Yo lo crucificaría si pudiera cada vez que las cosas son diferentes a las soñadas»
Quisiera no llevar cuentas del mal que me hacen. Olvidar las críticas y los juicios que recibo. Me gustaría aprender a pasar página y olvidar pronto, para no sufrir, para no quedarme con la herida continuamente abierta. Me gustaría poner un punto final a mis conflictos. Perdonar y dejar ir. Soltar para que la vida siga, el siguiente paso, la próxima meta, el camino que se despliega ante mí despertando mi deseo de dar la vida. No quiero vivir anclado en lo que pudo ser y no fue. Ni en aquello que me dijeron y me hizo tanto daño. ¿Cómo se borran las heridas del alma? ¿Cómo se vuelve a empezar la vida con un ánimo renovado? Me gustaría aprender a vivir, a amar, a dar la vida sin buscar el reconocimiento y el aplauso en todo lo que hago. Parece que vivo de cara al público que me observa. Tratando de satisfacer todos sus deseos y programas. Me resulta difícil tomar decisiones que no me gustan. Dejar ir y soltar. Aprender a vivir con lo que tengo y no con lo que desearía haber tenido. La vida es muy corta para vivir con pena en el alma. Hay demasiadas cosas que puedo hacer mejor que hasta ahora. Una traición, un desamor, un fracaso, una derrota, un accidente, un error evitable. Un grito, un insulto, una agresión. Todo lo que me hacen y me hieren. Todo lo que espero y no sucede. Todo lo que quisiera tener en mis manos y se me ha escapado. Hay un grito flotando en el aire que me hace pensar que vivo en guerra. Y no es así, soy un pacificador, un sembrador de paz y comunión. Pero a veces, cuando me oigo hablar, cuando me siento ofendido, sale de mi interior una rabia descontrolada, una furia que desconozco. ¿De dónde vienen los rencores que me envenenan y no me dejan ser feliz? ¿De dónde ese dolor que se hace más profundo de golpe, ante el menor roce, ante la más pequeña de las críticas? Me gustaría perdonar y olvidar, pasar página y volver a levantarme. He caído, me han derribado, no me importa, sigo creyendo que es posible llegar más lejos, más alto, más hondo. Tengo en mi corazón un deseo insaciable de plenitud. Dicen que estoy hecho para sobrevivir. Puede ser verdad. Hay dentro de mí un espíritu de supervivencia que me permite despertar cada mañana en modo alerta, dispuesto a enfrentar todos los desafíos de la vida. Sé que estoy hecho así. Pero además hay un anhelo de felicidad en el alma que se corresponde con mi forma de amar y ser amado. Cuando amo de forma sana y soy amado al mismo tiempo, soy feliz. Cuando se cortan estos movimientos del alma, del corazón, algo se trunca y sufro. Un dolor indescriptible que me hace pensar que no voy a llegar al final del camino. Tengo un anhelo profundo en mi interior. Un deseo de infinito que tal vez en el cielo sea saciado. Un sueño profundo de resurrección. La vida no se corta para siempre, sólo se interrumpe la forma como era hasta ahora para continuar en el cielo de una forma diferente. No logro explicarlo sin haberlo visto. Pero tengo la fe intacta de que en el cielo estaré completo y mi vida será plena. Porque este anhelo de infinito ha de tener una correspondencia inevitable en el más allá. Mientras tanto, camino y sufro. Deseo y espero. Anhelo una vida que aún no poseo. Hoy dice el profeta: «El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado». En medio de las cruces del camino. De los dolores que no puedo evitar. De las afrentas que me dejan herido. En medio de todo lo que no es como yo esperaba, confío, anhelo y sueño. Una fuerza me viene del cielo para no sentir, para no quedarme atrapado en la melancolía, para no creer que mi vida no tiene sentido, porque sí lo tiene. Aun cuando las circunstancias cambien y no me favorezcan. Aun cuando haya perdido lo que tenía y ahora sufra en soledad. Aun cuando las cosas no sean como yo hubiera soñado. En esos momentos la tribulación no es tan fuerte como para hacerme claudicar y dejar de luchar. Sigo creyendo, sigo esperando, sigo confiando. Un camino se abre paso entre bosques desconocidos. Un camino que lleva al cielo y me llena de luz y esperanza.
¿Cómo consigo llegar a creerme mis propias mentiras? ¿Cómo permito en mí tantos argumentos falsos? Debe haber algo roto en mi interior, que me hace confundir la verdad con la mentira, pensar que estoy actuando bien cuando es todo lo contrario, creer que tengo razón cuando lo único que tengo son razones para seguir perdiendo. Vivo, quitándole a Dios su rostro inefable. Vivo queriendo hacer un Dios a mi metida para que haga posibles todos mis sueños. Choco con mi pobreza, cada vez que intento llegar más lejos. Y me creo de verdad que soy libre cuando me dominan mis esclavitudes. Me angustio al pensar en todo el tiempo que me queda por delante para ser feliz para siempre. Pero sé, al mismo tiempo, que quiero ser feliz en cada momento de mi vida. No parece tan sencillo cuando hay tantas circunstancias fuera de mí que me impiden serlo. Pienso que sería más feliz si consiguiera tal o cual cosa. O si las cosas fueran de una determinada manera. O si viera realizados todos mis sueños. Me convenzo de que solamente de una forma concreta voy a ser feliz. Y me niego a creer que pueda haber otras formas diferentes para llegar al mismo lugar. Y entonces, al chocar una y mil veces con una barrera infranqueable, me doy cuenta de que la única manera de ser feliz es aceptando mi vida como es en este momento. Y así llego a la conclusión de que tienen razón aquellos que dicen que el presente es lo único que de verdad importa. Porque es justamente lo único que tengo entre mis manos. Es ese instante fugaz en el que tomo mi vida en las manos, y me digo a mí mismo: Mira tu vida, mira cómo es, y confía, no temas, no te agobies, puedes ser feliz aquí y ahora. Porque a veces le he puesto condiciones al futuro. Al mismo Dios, dueño de mi vida. Y le he dicho: Haz posible lo que deseo, Señor, y entonces seré feliz. Pero a veces, incluso consiguiendo aquello que tanto deseo, curiosamente sigo sin ser feliz. Debe haber algo misterioso que se esconde bajo los pliegues de mi alma, un espacio oculto entre la verdad y la mentira, que determina de forma subconsciente mi capacidad para ser feliz o infeliz en cada momento de mi vida. Debe haber quizá una inmadurez oculta que a veces trato de disimular, pretendiendo ser un adulto, cuando, en realidad soy un niño caprichoso, imbuido de sus propios deseos. Me gustaría abrazar a ese niño escondido dentro de mi alma y decirle que lo amo. Que no tiene que demostrarle nada al mundo, ni a mí mismo. Un abrazo hondo, cálido, profundo. Un abrazo que lo saque de sí mismo y le haga sentir que su vida merece la pena. Tengo claro que me gusta la gente feliz, esa que es capaz de reírse de sí misma en todas las circunstancias de su vida. Se ríe hasta llorar. Se ríe a carcajadas. Y sonríe siempre. Porque dicen que basta una sonrisa para desarmar al más enojado, al más triste, al que tiene más rabia y odio en su interior. Sólo una sonrisa inocente y sincera. A veces parece que estoy serio, preocupado, agobiado. Y no soy capaz de sonreírle al mundo. Me gustaría disfrutar la vida más de lo que lo hago. Reír, correr, saborear cada instante como un niño. Disfrutar lo que tengo entre mis manos y lo que no poseo, aprovechar cada oportunidad para ser más feliz, un poquito más cada día. Me gusta imaginar a Jesús riendo. Seguro que esos días antes de la pasión también tuvo momentos de risas, de alegría, de paz. Momentos en los que supo aprovechar lo que tenía, disfrutar a sus discípulos, abrazar a su madre. Amar y ser amado. Es tan fácil olvidar dónde está lo importante en mi vida. Hay ocasiones en las que me entristezco por tonterías y pienso: ¿Acaso no estaré desaprovechando el regalo de la vida? Hay tantas cosas bonitas a mi alrededor, y yo me detengo a pensar solamente en aquello que no tengo, en lo que me falta. Y me ofusco pensando que sería más feliz en otro lugar, con otras personas, haciendo cosas diferentes. Y pierdo la paz tan rápidamente. He decidido que voy a ser feliz, pase lo que me pase. Cuando se hunda mi barco en medio de la tormenta y cuando navegue plácidamente por aguas tranquilas. No pienso desperdiciar ni un solo momento de mi vida llorando por cosas que no dependen de mí y que tampoco me hacen feliz en el fondo. Porque es verdad que hay adicciones que me prometen la felicidad si consigo hacer tal o cual cosa. Y es mentira. He decidido que voy a ser feliz, pase lo que me pase. Cuando se hunda mi barco en medio de la tormenta y cuando navegues plácidamente por aguas tranquilas. No pienso desperdiciar un solo momento de mi vida llorando por cosas que no dependen de mí y que tampoco me hacen feliz en el fondo. Porque es verdad que hay adicciones que me prometen la felicidad si consigo hacer tal o cual cosa. Y es mentira. Quiero aprender a distinguir la verdad de la mentira. Aprender a saborear qué es lo importante y qué es lo que no importa absolutamente nada. Saber desconectar el corazón de las cosas que pasan y guardarlo como lo más sagrado entre mis manos. Sonreír cada mañana, abrazar en cuanto pueda, regalarme y amar a los demás sin exigirles nada a cambio. Soy más feliz si no me comparo, si no pretendo conseguir los mejores puestos, si no espero el reconocimiento de nadie ni el aplauso por cada cosa que haga. Soy más feliz cuando disfruto las cosas pequeñas. Una buena comida, una bebida, una conversación, un paseo sencillo y tranquilo, el deporte, la lectura, una buena serie de televisión, una conversación sobre cosas triviales, una conversación importante, una caricia, un te quiero, un hasta pronto, un siempre estaré contigo, un puedes contar conmigo cada vez que te pase algo. Sé que todo eso me hace feliz y también sé qué cosas son las que me quitan la paz. Hoy decido elegir bien donde pongo mi corazón para que siempre tenga la paz y pueda disfrutar la alegría que viene del cielo.
Vivir la Semana Santa con los ojos abiertos y el corazón despierto es una necesidad. Quiero disfrutar esta semana que es la más sagrada del año. Quiero acompañar a Jesús en su camino a la cruz. Jesús sube a Jerusalén esa Pascua. Sabe que va a ser la última. El ambiente está crispado y es consciente de la actitud hostil de los fariseos hacia Él. Quieren deshacerse de Él porque su presencia y sus palabras atraen a muchas personas por un camino que no es el que ellos desean. Jesús come con pecadores y prostitutas, hace milagros en sábado, sabiendo que la ley lo prohíbe. Además se llama a sí mismo hijo de Dios, comparándose con Dios. Sus palabras son extrañas y confunden. Los fariseos tienen miedo porque Jesús cambia cosas fundamentales. Ellos prefieren mantener las cosas como hasta ese momento y no cambiar nada. No puede ser el Mesías, porque cuando venga no sabrán de dónde viene, y este saben que viene de Nazaret. Es un hombre cualquiera. Un maestro sin autoridad. No es suficiente su actitud. No toleran su forma de vivir. Quieren que Jesús cambie, pero no cambia. Quieren que desista de sus planteamientos, pero no lo hace. Jesús es ingobernable y la única forma es deshacerse de Él. Hay personas que cuestionan mi forma de proceder. No se comportan como yo espero de ellos. Su forma de comportarse no es la que yo quisiera. En esos momentos también me gustaría que desaparecieran de mi vida, que se fueran, que cambiaran. No lo hacen, ni cambian ni se van. Y yo no me acostumbro a vivir con ellos. Ahora me escandaliza que quisieran matar a Jesús. Creo que es el sentimiento más común. Ante aquellas personas ingobernables, que tienen su forma de pensar y cuestionan la mía, me gustaría que se callaran o cambiaran o desaparecieran de mi vista. Tengo mucho de fariseo. Creo en Dios, en un Dios hecho a mi medida. Creo en su poder, mientras no cambie mis planes, ni altere mis proyectos. Cuando lo hace sin contar con mi consentimiento, digo que ya no creo en Él, o no lo amo. Yo también quiero matar a Dios. Porque no permite que yo sea dios, porque no me consiente en todos mis deseos ni hace realidad mis planes. Yo lo crucificaría si pudiera cada vez que veo que van a ser las cosas diferentes a las que yo había soñado. Los fariseos se sienten heridos por Jesús. Porque no cuenta con ellos para su reino, porque no los ha elegido a ellos y en su lugar ha buscado a pecadores, simples pescadores, publicanos. Hombres sin formación que no conocen realmente a Dios. Y lanza mensajes contradictorios que lo único que hacen es confundir a los hombres sencillos. Les habla de forma excesiva de la misericordia, en lugar de acentuar la justicia y el pago por el mal cometido. Ese Dios al que llama Padre es un Dios demasiado bondadoso. Un Dios que lo permite todo, lo tolera todo, el pecado y el mal en la vida de los hombres. Pienso en mi propia vida y siento que yo también pierdo la paz cuando alguien no piensa como yo. O intenta imponer una forma de vivir y hacer las cosas que no es la mía. En ese momento me rebelo contra esos que son diferentes. Los alejo de mi presencia, evito la confrontación, no quiero entrar en diálogo. Me cierro y los descalifico, así su postura parece que tenga menos valor. Jesús fue juzgado por los hombres por haberlos amado hasta el extremo. Lo quieren matar porque ha sido demasiado bueno con todos. Sólo porque no piensa como los poderosos y no defiende a los que tienen poder en su situación. Jesús se dice que es hijo de Dios pero no parece Dios: «Cristo, Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre». Jesús renuncia a su poder y se confunde entre los hombres como si fuera un hombre más. Se humilla y será enaltecido. Será perseguido como un hombre cualquiera y morirá crucificado entre malhechores. Jesús no se defiende, no recurre a su poder, se dejará humillar y matar sin haber hecho nada para merecerlo. Hoy escucho: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: – Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere. Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré». Jesús clamará a su Dios y Él lo amará en su dolor, en su abandono. Se dejará conducir a la muerte sin oponer resistencia. Sin querer demostrar que todo lo que decía venía de Dios. Su muerte parece un sin sentido. Y es su resurrección lo que le da sentido a todo en mi vida. Su vida eterna. Su presencia para siempre a mi lado.
Me gusta pensar en este domingo de Ramos. Jesús entra con sus discípulos en Jerusalén. Y lo hace subido en un asno. Un animal indigno para un rey. «Cerca ya de Jerusalén, cuando llegaron a Betfagé, al monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos diciéndoles: –Id a esa aldea y encontraréis una asna atada y un borriquillo con ella. Desatadla y traédmelos. Si alguien os dice algo, respondedle que el Señor los necesitad y que en seguida los devolverá. Esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el profeta: – Decid a la ciudad de Sión: – Mira, tu Rey viene a ti, humilde, montado en un asno, en un borriquillo, cría de una bestia de carga. Los discípulos fueron e hicieron lo que Jesús les había mandado. Llevaron el asna y el borriquillo, los cubrieron con unas capas y Jesús montó. Había mucha gente, y unos tendían sus capas por el camino y otros tendían ramas que cortaban de los árboles. Y los que iban delante y los que iban detrás gritaban: –¡Hosana al Hijo del rey David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas! Cuando Jesús entró en Jerusalén, toda la ciudad se alborotó. Muchos preguntaban: – ¿Quién es este? Y la gente contestaba: – Es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea». Tiene algo extraño este domingo. Pocos días después Jesús va a morir. Pero hoy entra y la multitud se congrega en torno de Él aclamándolo con cantos. Jesús es rey. Lanzan palmas, y mantos en el suelo para dejar que pase sobre ellos el rey de reyes. Jesús se deja aclamar. Igual que más tarde se dejará matar. Es algo extraño este domingo tan alegre con el que comienza el camino hacia la cruz. Mucha gente aclamaría a Jesús porque había hecho milagros en ellos. Estaban agradecidos y gritaban esperando la verdadera liberación del pueblo de Israel. El Mesías entraba en Jerusalén. A veces me he preguntado cómo es posible que esta multitud, que hoy lo aclama como Rey, días después quiera su muerte. En realidad es raro pensar que fueran los mismos. Seguramente eran diferentes. Muchos de los que hoy gritan llenos de júbilo, ese viernes estarían escondidos, por miedo a los fariseos, evitando ser apresados. Muchos de los que hoy creen en la salvación de Israel, el viernes pensarían que era imposible una victoria. El poder de los poderosos parecía invencible. Y Jesús, que era el Mesías, parecía que no tenía poder. Normalmente me gusta estar en el bando de los que ganan. En el equipo más poderoso. En el partido más votado. No me gustan los perdedores. No me gusta perder. Quizás el viernes pensaron que ya no era posible que Jesús ganara. Puede que alguno lo abandonara y se pasaran al bando de los que sí ganaban. Pero prefiero detenerme en este domingo con la alegría de un día. Un día en el que todo parecía fiesta. Estaban triunfando aún sin saber lo que esto significaba. Jesús era el Mesías esperado y llegaba para ser reconocido por todos. Había hecho milagros maravillosos. Había curado a tanta gente. Había perdonado a los pecadores. Había resucitado muertos. Parecía que Jesús era invencible. Tenía más poder y autoridad que ningún otro maestro. ¿Qué pensarían los discípulos ese día? Seguro que Judas pensaría que Jesús por fin asumía que era un líder político y que ya había llegado el momento de establecer su reino en esta tierra. Y a lo mejor no solamente Judas. Todos acompañaban felices a su Maestro porque la gente lo aclamaba y con Él ellos también eran importantes. Los aclamaban también a ellos, los amigos íntimos de Jesús, los elegidos, los más amados por Jesús. Siempre me gusta estar cerca de los que triunfan. No me gusta el bando de los perdedores, de aquellos a los que nadie sigue ni admira. Busco tener amistades influyentes. Busco que me amen, me respeten, me elijan. Este domingo de Ramos es el domingo de la alegría. Una alegría temporal, que no eterna. Me gusta pensar en las alegrías temporales en mi vida. En esos momentos en los que pienso que por fin he logrado algo importante aunque sea pequeño y dure poco. Estoy feliz con algún éxito temporal. O simplemente pienso que ese día es un día de alegría porque las cosas me van bien, me siento amado y amo, estoy feliz con la vida que tengo. Como aquel domingo de Ramos en que bastaba con agradecer para estar contento. La presencia de Jesús alegraba el alma. Jesús se dejaba querer. Y toda esa muchedumbre lo amaba. La clamaban como el Mesías Salvador. Tengo claro que los aplausos del domingo acabarían en llantos el viernes. Pero no importa, no quiero pensar en esa tristeza y me concentro solo en esta alegría de ahora, de hoy. Hay momentos en mi vida en que las alegrías pequeñas me parecen demasiado pequeñas, insignificantes, como que no bastan. Como si no tuviera en realidad razones suficientes para estar alegre. Como si la tragedia de mi vida fuera demasiado triste como para pensar en disfrutar un momento de paz antes de la guerra. Es una pena cuando mis tristezas me impide alegrarme por las cosas pequeñas de la vida. Es doloroso cuando mi rencores y resentimientos me impiden dar las gracias por lo que recibo. Es sanador aprender a vivir el momento con alegría. Es un regalo que quiero disfrutar. En este domingo de Ramos, me alegro con la alegría de las cosas temporales y bonitas que tengo. Yo, como aquellos hombres que aclamaban a Jesús, tengo motivos para darle gracias a Dios y a mucha gente. Hoy es un domingo para que me alegre por los regalos que me han hecho en esta vida. Para que recuerde a esas personas que me han salvado, me han curado, me han dado alegría en mi vida. Quizás no es la alegría final de la resurrección. Pero si es una alegría muy importante para llevar mi día a día.
El domingo de Ramos es un día de fiesta. Lleno de simbolismo. Palmas, cantos de alegría, Hosanna, y un burro. Un burro que representa la humildad y la pobreza. Jesús que es rey del universo, el Mesías esperado, no entra en Jerusalén montado en un caballo. Sino que entre montado en un burro, en un asno, en un pollino, que no es digno para la realeza. Quizá muchos lo mirarían, como diciendo, ¿por qué Jesús no entra en un caballo si es rey, si es poderoso? Hay un mensaje sutil escondido detrás de la humildad del burro. Un burro que no haya sido montado por nadie. Un burro virgen. La pureza de ese burro. Un burro que sólo se deja tocar por Jesús. Jesús hace digno lo indigno, eleva la categoría de aquel al que toca. Abrazando a ese burro Jesús me quiere decir que yo también puedo ser digno, ya lo soy. Me dice que mi vida es digna. Y que Jesús es el rey de los indignos a los que Él dignifica. Este domingo me alegro porque yo también soy un poco como ese burro. Nadie me ha montado, nadie me ha buscado, nadie me ha requerido, nadie me elige. Pero Jesús sí se fija en mí. Me quiere para Él. Quiere que yo lo lleve a muchas partes. No importa si soy digno o no lo soy. No importan mis talentos ni mis capacidades. Él sólo quiere que yo lo lleve a Él. Cuando entre en Jerusalén pensaré que yo soy el aclamado. Que a mí me gritan los Hossana y se alegran conmigo. Me admiran a mí, elogian mi capacidad, el don que tengo. Hablan bien de mí, de mis logros, de mis conquistas, de mis éxitos. Y yo me sentiré caballo y no burro. Pensaré que soy yo el rey y no sólo un burro olvidado que no había sido requerido por nadie. Pero todo es mentira. Es mi orgullo el que me hace pensar que yo soy importante para el mundo. Es mentira. Yo soy solamente un burro olvidado del que Jesús se acuerda y manda que lo busquen. Después le coloca un manto encima y el mismo Jesús lo monta. Soy yo ese burro indigno y pequeño. Pobre y mendigo. Feo y sucio. Y Jesús decide montarse sobre mí para purificar mi alma, para hacerme portador de la esperanza, para dignificarme cuando yo mismo no me siento digno de nada. Yo llevaré a Jesús sobre mi lomo, no para sentirme orgulloso sino para que otros lo vean a Él. Y dejaré que otros lo miren y alaben en la distancia. Y se alegren conmigo. Porque Jesús es rey. Y no importa que yo sea solo un burro. Soy un instrumento útil en las manos de Dios que permitirá que los demás puedan estar con Jesús. Yo cargo con Él a cuestas y no siempre es fácil, yo no soy Jesús, yo no soy el importante. Pero me alegro de poder ser aquel que lo lleva hasta otros. Entro en Jerusalén consciente del logro. Muchos lo van a ver. Ahora sí reconocerán que Él es el Mesías esperado. Se alegrarán, gritarán, aplaudirán. Yo no importo. Un día de Ramos como hoy siento que Jesús me llama a mí, me elige a mí para que sea un burro. Y recuerdo lo que leía en una pequeño poema el otro día. Oigo una voz en mi alma: «Hay una tenue campana que a veces suena en mi pecho. Y hay días que a todas horas tengo que escuchar sus ecos. Cuando así llama, algo ocurre que está cerca o está lejos, algo que conmigo tiene un extraño parentesco. ¿Dónde será? Me pregunto cada vez que así la siento. Dentro de mi propia sombra es donde siempre la encuentro. Porque mi sombra es tan grande que le cabe el Universo. Todo cuanto en él ocurre me llega a mi propio centro. Y es esa campana tenue la que quiebra mi silencio para pedirme que escuche porque algo está aconteciendo». Jesús me llama al entrar este domingo de ramos. Quiere que entre con Él. Quiere subirse en mi lomo, en mis hombros, en mi alma. Quiere ser el centro de mi vida y desea que yo no figure, que yo no me ponga en el papel protagonista. Ese papel no es el mío. Yo soy un pobre hombre, un apóstol llamado por Dios, un niño al que Dios le pide acercarse. Yo soy insignificante y la misión es inmensa. El desafío supera mis fuerzas. Yo no quiero los papeles pequeños, quiero los grandes. No quiero ser un niño olvidado. Quiero ser el protagonista. Pero también me basta en el fondo con saberme amado. Es lo que necesito. Un abrazo silencioso de Jesús sosteniendo mis miedos, limpiando mis lágrimas. Un abrazo profundo y limpio. Una mirada que me salve de todas mis pobrezas y me devuelva la dignidad perdida. Quiere que viva estos días de su mano, bajo su presencia salvadora. Me elige y su voz resuena como una campana en mi pecho. Le lanzo mis ramos de olivo para que vea mi alegría. Hoy soy más consciente que nunca de mi vulnerabilidad física y espiritual Y sé que me quiere a su lado, porque Él es el amor más grande y la misericordia infinita que me salva y levanta.
La Semana Santa comienza con la alegría de Ramos. Jesús esos días hizo su vida normal en Jerusalén. Predicaba en el templo, vivía y dormía en Betania, iba a rezar al huerto de los olivos. Ese lugar era un espacio sagrado para Jesús. Allí Jesús descansaba en las manos de su Padre. Seguramente fue muchas veces a ese lugar con sus discípulos. Y posiblemente también muchas noches se quedaron dormidos los apóstoles. Pero esa noche fue especial: «Y saliendo, se fue, como solía, al monte de los Olivos; y sus discípulos también le siguieron. Cuando llegó a aquel lugar, les dijo: – Orad que no entréis en tentación. Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: – Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra. Cuando se levantó de la oración, y vino a sus discípulos, los halló durmiendo a causa de la tristeza, y les dijo: – ¿Por qué dormís? Levantaos, y orad para que no entréis en tentación». Jesús ora con dolor, con angustia. Suda sangre. Tiene miedo esa noche. Más miedo que aquel domingo de ramos en el que sabía que algo iba a suceder. Más miedo que esa última cena que acababan de vivir. En el huerto, en la soledad de la noche, sabía que algo terrible iba a pasar. Sintió miedo, angustia, dolor. Supo que iba a necesitar de todas las fuerzas para poder resistir. Me impresiona la oscuridad de esa noche. La presencia del mal. El dolor y la angustia de Jesús. ¿Sería capaz de soportarlo? Quiere que sus apóstoles más cercanos lo acompañen con su oración. Los necesita en esa noche oscura, de muerte. Quiere que su amor los sostenga. ¿Acaso no necesito yo que recen por mí, que me acompañen en mi dolor, que me sostengan cuando ya no tenga fuerzas? Jesús no quiere estar solo y al final sí que vive esa soledad de muerte. Sólo un ángel lo conforta. Pero sabe que no va a pasar ese cáliz, esa copa. Que no se haga su voluntad sino la suya, le dice a Dios y entrega su vida con dolor. Sabe que no puede cambiar el corazón de los hombres con milagros, con palabras llenas de vida, con amor. No parece suficiente. Los fariseos lo odian y desean su muerte. ¡Cuánta impotencia habría en su corazón! Lo odiaban a Él que tanto había amado a los hombres. Deseaban su muerte esos a los que quería entregarles la vida. Pienso en mis noches de Getsemaní, en mis idas al huerto de los olivos. Hay miedos que son más fuertes que yo mismo. La tentación más grande en esos momentos es dejarlo todo a un lado. Claudicar, darme por vencido. Renunciar al camino que parece el más posible. No me gusta el sufrimiento. ¿Qué sentido puede tener sufrir? No entiendo el sufrimiento ni el dolor. No logro aceptar que el mal sea más fuerte que el bien. Hay muchas desgracias que me resultan incomprensibles. Tanto el mal natural de las desgracias naturales. Como el mal moral provocado por el corazón envenenado del hombre me parecen incomprensibles. ¿No preferiría acaso un mundo en el que hacer el bien fuera la única opción? Un mundo sin libertad donde el bien se impusiera sobre el mal. Me tienta ese mundo bueno pero sin libertad. Dios quiso crear un mundo en el que el mal fuera una opción. Algo que el corazón herido pudiera elegir. Dios quiere que yo lo ame en libertad, no quiere que esté obligado a amarlo. Pienso en todo el mal que yo he hecho con mis manos, con mi vida, con mi libertad mal usada. Y en todo el bien que he dejado de hacer. Es cierto que he logrado también amar. Eso es real. Pero no sé si el bien que he hecho supera al mal. Me gustaría que así fuera. En todo caso, ante la posibilidad de que el mal se imponga en mi vida, surge el miedo en mi alma. No lo entiendo. No descubro el sentido de las desgracias que sufro. No quiero que el mal se imponga dentro de mí. No lo deseo. Brota el miedo en mi interior. ¿Seré capaz de soportar el sufrimiento? Getsemaní es ese momento en el que le entrego a Dios mis miedos más hirientes, los más acuciantes. Le pido a Dios que me libere del mal que temo y que posiblemente suceda. Le pido que me dé su fuerza para resistirlo si es que el cáliz no se aparta de mí y me siento obligado a vivir esa cruz que más temo, que más me duele. En Getsemaní Jesús entregó su vida, lo entregó todo y su Padre lo tomó en su brazos, lo sostuvo, le dio la esperanza que le faltaba en la oscuridad de la noche. Lo hizo manso y humilde y dejó así que caminara tranquilo y con paz al Calvario. Jesús esa noche le dio a Dios su sí más hondo, más verdadero. Se entregó por amor a su Padre sin comprender, aceptando, amando. Me conmueve ese sí arrodillado en el silencio y en la oscuridad del huerto.