Evangelio según Lucas 1, 1-4; 4, 14-21
Domingo de la tercera semana del tiempo ordinario
Muchos han tratado de escribir la historia de las cosas que pasaron entre nosotros, tal y como nos las trasmitieron los que las vieron desde el principio y que ayudaron en la predicación. Yo también, ilustre Teófilo, después de haberme informado minuciosamente de todo, desde sus principios, pensé escribírtelo por orden, para que veas la verdad de lo que se te ha enseñado. Después de que Jesús fue tentado por el demonio en el desierto, impulsado por el Espíritu, volvió a Galilea. Iba enseñando en las sinagogas; todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región. Fue también a Nazaret, donde se había criado. Entró en la sinagoga, como era su costumbre hacerlo los sábados, y se levantó para hacer la lectura. Se le dio el volumen del profeta Isaías, lo desenrolló y encontró el pasaje en que estaba escrito: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Enrolló el volumen, lo devolvió al encargado y se sentó. Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él. Entonces comenzó a hablar, diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.
Meditación de Francisco Bravo Collado
Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres
Jesús me dice: “Hijo mío: me molesta ver que tu engreimiento me impide acercarme a ti. Si mi Padre me envió a dar la buena noticia a los pobres ¿por qué tú -que te crees afortunado- vienes a pedírmela? Si me envió a anunciar la independencia a los cautivos, entonces ¿por qué tú -que te sientes tan independiente- me vienes a pedir libertad? Si mi Padre me envió a dar vista a los ciegos ¿por qué tú, que quieres darle tu propia visión a todo aquel que se cruza por tu camino, vienes a pedirme que te abra los ojos?”.
Jesús viene a anunciar su buena noticia a los pobres, a los cautivos, a los ciegos y a los oprimidos. Si yo quiero que Jesús me salve, debo dejar que mi corazón deje su orgullo a un lado, y empezar a reconocer mi propia pequeñez: mi pobreza, mi ceguera y mi esclavitud. Cuando examino mi corazón frente a este texto, me avergüenzo de mí mismo. Me doy cuenta que mi actitud se aleja mucho de aquella que Jesús espera de mí. Veo que mi autosuficiencia y mi seguridad me alejan de Jesús.
Jesús, Tú eres mi Señor. Eres mi amigo, mi pastor y mi maestro. Enséñame a ser suficientemente humilde como para recibir tu gracia. Quítame esta venda de autoengaño que hace que vea mi propia pequeñez como una metáfora o como un símbolo, y permíteme ver que estoy tan pobre, esclavizado y ciego que solo Tú puedes salvarme. Gracias por fijarte en los más pequeños. Enséñame a servir. No me dejes juzgar a mis hermanos. Bendice a tu movimiento de Schoenstatt en América Latina. AMÉN