Isaías 42, 1-4. 6-7; Hechos de los Apóstoles 10, 34-38; Lucas 3, 15-16. 21-22
«Y sucedió que Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo»
12 enero 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Le pido a Dios que me cubra con su Espíritu al comenzar este año. Que llene mi corazón de su presencia. Que calme mi rabia y me regale una paz profunda y mucho amor»
Se abre un año nuevo de la mano de María. ¿Qué sueño? ¿Qué espero? ¿Qué le pido al cielo? ¿Qué proyecto se dibuja ante mis ojos? Se abre una puerta a la esperanza para marcarme un camino nuevo. Deseo creer, esperar, soñar. Deseo recorrer rutas nuevas y aventurarme en caminos aún desconocidos, todavía por abrir. Es fácil comenzar, difícil mantenerse, perseverar en la ruta marcada. ¿Cómo se mantiene uno fiel en medio de las tormentas? ¿Cómo persevero y me mantengo atado a quien es la fuente de la vida? Quiero confiar más, creer más, esperar más. Quiero levantar las alas en un vuelo nuevo que me lleve lejos. Deseo dejar atrás lo que me pesa, lo que me duele. El pasado es siempre trampolín hacia el futuro. El pasado con sus heridas sé que formará parte de mi vida, no podré borrarlo, ni enmendarlo. Leía el otro día: «Curarse no significa superar nada, pero sí significa que podemos estar heridos y completos, que podemos encontrar la felicidad y la satisfacción personal en nuestra vida a pesar de la pérdida. Querernos es la única base para estar completos, sanos y ser felices. ¡O sea que enamórate de ti mismo! No es nada narcisista. Una vez empieces a curarte, lo que descubrirás no será una persona nueva, sino la persona que realmente eres. La persona que siempre has sido, hermosa, nacida con amor y alegría.»[1]. Así comienzo el año, con esa sensación de estar completo, de ser pleno. Herido y completo. Roto y reconstruido. Feliz por sentirme amado como soy, por amarme a mí mismo desde lo que soy, desde donde estoy. No desde aquel que era antes del año pasado. Sino justamente a partir del que soy hoy, con mis carencias y mis límites, con las faltas que tengo y los vacíos. Queriendo llegar a lo más alto y consciente una vez más de todos mis límites. Pero feliz de vivir mi vida como es. Quizás se abre este año y tengo expectativas. Me pasa lo que leía: «El hecho de que la vida no vaya como queremos o esperamos es una experiencia universal. La mayoría sufrimos porque tenemos algo que no queremos, o porque queremos algo que no tenemos»[2]. Comienzo este año sufriendo algunas cosas que no me gustan, que no deseo para mi vida pero están ahí. Comienzo con anhelos de aquello que deseo, pero puede que nunca se llegue a dar. No por eso pierdo la alegría al comenzar estos días sagrados. Me gusta la vida, me alegra soñar. Me entusiasma compartir la vida con otros en el camino y no estar solo. Confiar en las personas y saber que me pueden desilusionar. No importa, el camino es largo y necesito beber agua en pausas que me den esperanza. No me desanimaré después de haber caído. Me levantaré. No permaneceré caído porque la vida siempre da nuevas oportunidades. No va a salir todo siempre bien, aunque es lo que deseo. Ni las cosas van a ser perfectas, aun cuando es lo que intento conseguir. No funciona todo como espero y las personas no responden a todos mis anhelos tal como yo deseo. Son libres y autónomos y no es la vida pura matemática. Quiero que sean poesía mis días y mis sueños. Quiero amar hasta el extremo aun cuando sé que duele. No me importa que los caminos no me lleven a donde yo quiero, mientras me lleven a algún lugar que Dios sí ha pensado para mí. Me da miedo no avanzar y quedarme quieto. Me asusta no ser capaz de reinventarme cada mañana. Es bonito el mundo que Dios me abre. Voy a sembrar en mi jardín sin preocuparme de quien coseche. Voy a escribir lo que pienso sin que me angustie quien lo lea. Voy a dejarme complementar por los que no piensan como yo sin que me afecten demasiado sus opiniones. Voy a ceder a lo que los demás quieren, sin que me orgullo se empeñe en tener razón. Voy a callar mis críticas si siento que no son necesarias. Voy a tratar de ver lo bello en lugar de fijarme continuamente en lo que quiero cambiar. Voy a perdonar al que me ha hecho daño, quizás lo ha hecho sin mala intención. Voy a dar gracias por cada nuevo día que se me abra en este nuevo año que comienza, sin pensar en todo lo que podría haber sido de otra manera. Voy a reír con fuerza, voy a llorar cuando lo necesite, voy a callar para hacer más silencio y a escuchar al que necesita hablarme. Voy a perder el tiempo con aquel al que encuentre. Y voy a respetar sus tiempos y sus opiniones. No me voy a aferrar a mis juicios y voy a dejar que la vida siga, sin querer pararla, sin querer hacerla a mi medida.
A veces se me olvida lo valioso que soy. Pienso que no tengo las aptitudes que otros tienen. Además no recibo toda la atención que deseo. No he logrado todos los objetivos que me propuse. Y no he llegado a las metas que estaban ante mí. Soy valioso, me repito mientras acaricio mis imperfecciones, mis cicatrices, mis debilidades. Soy valioso, en medio de la bruma de los años que pasan, de los fracasos que duelen dentro del alma. Soy valioso, aunque en las encuestas no me darían ese calificativo y destacarían sólo lo que no hago bien, lo que no he conseguido. Merecen la pena mi vida, todo lo que hago y sueño, todo lo que me propongo y tengo. Me siento muy pequeño en medio de las dificultades del camino. Como si todo fuera demasiado grande para mí, demasiado exigente. Soy valioso, me lo repito para no olvidarlo. Y no valgo por lo que hago, por los méritos que obtengo, por las calificaciones obtenidas, por las metas alcanzadas. No valgo más cuanto más hago, más escribo, más consigo, más digo, más aprovecho el tiempo, más frutos cosecho. No valgo porque los demás estén contentos conmigo, eso podrá cambiar en cualquier momento, no siempre agradará a todos lo que haga y diga. No valgo más porque el mundo a mi alrededor aplauda cómo soy y lo que he conseguido. Valgo porque soy yo con mi historia, con mis carencias y defectos. Valgo porque soy hijo de un Dios que me ha creado. Un Dios en el que creo y al que amo. Un Dios que ha soñado mi vida antes de que yo amaneciera y ha concebido en mi seno una vida preciosa para mí. No quiero estropearla con mi mirada negativa y exigente. No quiero echar por tierra todo lo que ya tengo y soy. Dios me ama y ese mensaje lo repito con fuerza al comenzar un nuevo año. Leía el otro día: «Por eso hablo conmigo misma a todas horas. Me digo: – Edie, eres única. Eres hermosa. Sé cada día más tú misma. He dejado de negarme a mí misma emocional o físicamente»[3]. Soy valioso, soy increíble, soy maravilloso. No necesito que el mundo me lo repita. No valgo más cuanta más aprobación logre. Es imposible vivir así. Al final me acabaré quebrando. Porque nunca todos y en toda ocasión estarán de acuerdo con lo que hago, valorarán mis actos y apreciarán mis palabras. No siempre conseguiré que me quieran por lo que hago. Necesito saber que valgo por lo que soy. Cuando es así todo se vuelve sencillo. Es lo que hoy Jesús escucha en medio del río Jordán: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Al comenzar este año me repito esta frase y tengo paz. Soy el hijo amado por Dios. No el más amado, no me comparo. Simplemente me ama a mí y eso me basta para ser feliz. Me ama en mi belleza y en mi fealdad. No tengo que hacer nada especial para ganarme su amor. Eso me cuesta comprenderlo. Porque tengo metas y pongo medios para alcanzarlas. Y quiero obtener un resultado, por eso me esfuerzo. Y el amor de los demás es un anhelo del corazón. Pero no basta con el amor de todos para ser feliz. Siempre habrá alguien que me juzgue, me critique desde su propia rabia y yo pensaré que ya no valgo. Porque esa persona no me ha amado. Al comenzar este año quiero liberarme de esa expectativa que me frustra y hace infeliz. No necesito ganarme el amor de todas las personas. Algunas me amarán, otras me odiarán, algunas me despreciarán, otras me ignorarán. Es parte de la vida. No busco entonces que todos me amen. Pienso en los que sí me aman y me alegro. Pienso en Dios que me ama, haga lo que haga y me alegro. Pienso en mi propia autoestima, que es el amor a mí mismo. Me amo como soy, no porque haga todo bien. Me amo en mis imperfecciones que a mis ojos son perfectas. Y comienzo así este año feliz, sin someterme a falsas expectativas que me atan: «Muchas veces nos encasillamos por culpa de las expectativas y de la sensación de que tenemos que desempeñar un papel o una función específicos»[4]. No quiero desempeñar un papel para los demás. No soy más valioso si consigo todo lo que me propongo. Soy fiel a mí mismo, no desempeño ningún papel en una obra de teatro. No tengo que agradar a los que me rodean. Soy fiel a mi verdad, a mi esencia. ¿Lo conseguiré este año? Sueño con esa libertad de los hijos amados de Dios. No necesito conseguir esos logros que los demás cargan sobre mí como exigencias. Si el mundo se hunde no será por mi culpa. Si la vida no es la que podría ser, no soy yo el responsable. Yo aporto mi grano de arena. Yo entrego lo que soy y lo que tengo. No sé si bastará pero lo hago con alegría. Me desprendo de mis miedos, de mis máscaras, de los roles en los que los demás me encasillan. No quiero agradar a todos. ser yo mismo es lo que me salva. Soy valioso tal y como soy. Soy amado por un Dios que me mira siempre con misericordia y me repite al oído que soy su hijo amado, el más amado a sus ojos. ¿Qué más puedo esperar de este año que comienza? Nada más. Me sentiré libre frente a todo lo que pueda suceder. Tengo paz.
¿Cómo se puede lograr la paz en este mundo que vive en guerra? Comienza un nuevo año y nada cambia. Siguen las guerras y aumenta el odio. Son muchas las muertes y la violencia es continua. Nada ha cambiado con la llegada del nuevo año, al pasar por esta puerta de la misericordia en la que miro a María como Reina de la paz. Nada en absoluto y las noticias que escucho son desalentadoras. Más incertidumbre, inseguridad y miedo. Más odio en el corazón humano y más rencor y resentimiento. Nace el príncipe de la Paz y nada cambia a su alrededor. El corazón humano sigue lleno de guerras. ¿Cómo se pacifica el alma que está en pie de guerra? Parece imposible calmar los vientos huracanados, apaciguar los ánimos sublevados. Como si fuera demasiado la fuerza y el número de los que odian. No hay misericordia que perdone las ofensas causadas. No hay abrazos que impidan los golpes. Ni silencios que calmen los gritos. No hay manos construyendo en lugar de golpeando. Y aun así pienso que sigue naciendo la paz en medio de la guerra. Igual que nace un niño Dios en una gruta mientras muchos mueren a manos de Herodes. Lo imposible se hace posible en piel humana. ¿Por qué no pensar que la paz pueda ser más fuete en este nuevo año? Para eso tiene que haber más paz en mi alma, más armonía en mi corazón. Para poder sembrar paz debo tener menos odio dentro de mí y más esperanza. Más agradecimiento y la sensación de estar construyendo un mundo más humano con manos rotas. No dejará de haber heridas. No dejará de imponerse el odio tantas veces. Y aun así sigo creyendo en el poder de la paz. Sé que los pacificadores existen, los conozco. Esos que dan abrazos y sonríen. Esos que ceden y no se dejan llevar por su orgullo. Aquellos que no se buscan a sí mismos continuamente y ponen a los demás en el centro. Los que valoran los talentos de los otros. Los que saben pedir perdón cuando causan ofensas. Los que se equivocan y lo reconocen. Los que aceptan que los demás son mejores que ellos, más valiosos. Son los santos de andar por casa, ocultos en medio de su cotidianeidad. Son los que han reconocido la violencia de su corazón y le han pedido a Dios que la pacifique, que encauce la furia de sus aguas. Así lo miraba todo el P. Kentenich cuando comenzaba Schoenstatt: «Sí; las tormentas de otoño no sólo sacuden la naturaleza sino también el Seminario. ¿Logrará apaciguar la tormenta que arrecia en los corazones de los jóvenes o, mejor dicho, encauzar la energía de esa tormenta?»[5]. Lograrán Dios y María encauzar las aguas de mi alma. Dentro de mí reconozco tormentas y furias, rabias y rencores, odios y ansiedades. ¿Cómo voy a convertirme en un pacificador de otros si ni yo mismo logro calmar mis iras? Imposible calmar a otros cuando no estoy calmado. Impensable sembrar la paz en medio de mis propias guerras. Decía Truman en 1946: «Se puede buscar la venganza o la paz, pero no las dos cosas a la vez». No es posible vengarse y tener paz. Ni buscar la revancha y mantener el corazón tranquilo. Imposible amar de esa manera. O pacifico o lucho. O te abrazo o te golpeo. Las dos cosas a la vez no valen. No hay venganza unida a la paz, siempre van separadas. Dios quiere calmar las olas de mi ánimo: «El Señor bendice a su pueblo con la paz. Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado. La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica». Vivo en un mundo que vive de espaldas al amor. Tanto odio, tanta violencia, atentados que arrasan con vidas inocentes, reacciones violentas por todas partes. ¿Ha comenzado este nuevo año con más paz? Parece casi todo lo contrario. Y ante eso pienso en mi propio corazón y me pregunto con palabras del Papa Francisco: «Cuando cada uno reflexiona, busca, medita sobre su propio ser y su identidad, o analiza las cuestiones más elevadas; cuando piensa acerca del sentido de su vida e incluso si busca a Dios, aun cuando experimente el gusto de haber vislumbrado algo de la verdad, eso necesita encontrar su culminación en el amor. Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive. Así todo confluye en un estado de conexión y de armonía. Por eso, frente al propio misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse es: – ¿tengo corazón?»[6]. ¿Realmente tengo corazón? ¿Está en paz mi alma? ¿Siento que hay armonía en mi interior? Busco las razones de mis enojos, de mi malestar. Pienso en todo lo que no hago bien con mis hermanos. No los trato con alegría, con compasión, con cariño. Los trato con violencia. Grito, juzgo, condeno, critico. El corazón se llena de todo lo que no me hace bien. Aumentan el egoísmo, la autorreferencia, el narcisismo. Todas las tendencias del alma que me sacan de mi centro. No me siento amado por Dios, ni por nadie, y por eso no amo bien. Busco que me quieran y lo exijo, sin dar nada a cambio. No doy sin esperar, siempre tengo expectativas que se ven incumplidas. Y sangro en mi interior. Mi alma no está en paz. Y si no hay paz dentro de mí, ¿cómo entonces puedo llegar a pacificar a otros? Le pido a Dios que me cubra con su Espíritu al comenzar este año. Que llene mi corazón de su presencia. Que calme mi rabia y me regale una paz profunda y mucho amor.
Las palabras de Isaías hablan de esperanza: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. En su ley esperan las islas. – Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas». Describen estas palabras al Mesías, a aquel al que todo el pueblo esperaba, a aquel al que el pueblo judío sigue hoy esperando. Pero nosotros ya lo hemos visto, lo hemos oído, lo seguimos ahora vivo entre los hombres. El Mesías que se hizo presente en la carne de un niño envuelto en pañales y dos padres, una familia. La verdad de lo cotidiano. Fue esa la primera epifanía. La manifestación de Dios en mi carne. Para que yo crea, para que pueda seguir a ese niño. Las palabras de Isaías describen a ese hijo, a ese siervo escogido. No gritará, no clamará, no vacilará ni se quebrará. Hará justicia, sacará a los cautivos de la cárcel, llevará a la luz a los que viven en tinieblas. Eso dice el profeta y lo que ven los ojos de los sabios y de los pastores es un niño indefenso que a nadie puede salvar. Podría haber sido un caudillo poderoso, fuerte, firme. Pero no, es un caudillo que parece no tener ningún poder. Es ese hombre nacido en una familia humilde. ¿Quién lo va a seguir? ¿Quién va a creer en Él? Hará milagros prodigiosos, hablará palabras llenas de sabiduría, amará hasta el extremo a todos, sin hacer distinciones. Traerá una justicia nueva y hablará de un reino diferente a aquel que el pueblo esperaba. La caña frágil no la quebrará, ni apagará la llama vacilante. Me conmueve la falta de poder de ese Dios hecho carne de mi carne. Ha venido para amar y tal vez los hombres no estaban preparados para amar de la misma manera. Viene a traer la justicia pero su misma muerte resulta injusta. No logra acabar con las diferencias sociales ni liberar a todos los cautivos. ¿Cómo va a hacer él realidad la profecía de Isaías? Parece imposible. Son otras cárceles aquellas de las que me libera. Es otra esclavitud aquella que destruye. Es otra libertad de la que me habla y es otro su poder marcado por la impotencia humana. Hace falta mucha humildad para dejarse matar injustamente. Y Jesús además se coloca en una fila detrás de muchos pecadores que buscan la conversión y el perdón de sus pecados en el Jordán. Jesús no tenía pecado. No había cometido pecado. No necesitaba la conversión. ¿Por qué entonces ese siervo elegido se somete a los hombres? ¿Por qué no manifiesta todo su poder para que todos crean en Él? Su impotencia parece algo contradictorio con su misión. ¿Acaso no es el Mesías que va a salvar a todos los hombres? Miro a mi alrededor y sigue habiendo mal. Las injusticias están por todas partes y no hay derecho que defienda mis derechos. Las normas se incumplen. El culpable queda impune. Al que hace el bien le va mal. Al que odia y hace daño las cosas le resultan bien. ¿Cómo es posible? No hay justicia verdadera. Duele el alma ver a ese Jesús que es un niño indefenso. Ese hombre que se deja bautizar por Juan como un hombre cualquiera. Hoy escucho: «Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». Jesús pasó haciendo el bien y lo mataron. Sólo amó en su vida entre los hombres y fue odiado. Desde que nació en Belén el hombre temía perder su poder con su llegada. Como si su reino fuera a acabar con su propio reino mortal. No era así. Jesús estaba ungido con la fuerza del Espíritu Santo para llevar el amor a los hombres, para sanar a los enfermos, para liberar a los cautivos, para darles la paz a los que estaban llenos de odio y rabia. Para imponer una justicia que el mundo no comprende. Una justicia que implica la aceptación de todos sin hacer distinciones, el amor indiscriminado a todos los hombres. Una justicia diferente a la justicia humana. Por eso me resulta tan difícil a veces comprender a Dios. ¿Cómo es posible amar a todos incluso al que me odia? ¿Cómo puedo perdonar de verdad al que me ha hecho daño, al que me ha herido y ha quedado impune? ¿Cómo puedo practicar esa misericordia imposible de Dios que Él mismo practica conmigo? ¿Cómo puedo tratar siempre bien a mi hermano aunque él no se porte bien conmigo? Ese Jesús es la manifestación de un amor que se derrama en mi vida. Es un amor ágape que se vacía para que yo tenga vida. Es esa justicia la que Dios me regala. Una justicia que premia a todos. Porque Dios es bueno y me quiere incluso a mí aunque yo no lo quiera a Él. Es ese amor imposible que está dispuesto a dar la vida por mí.
Las apariencias engañan. Lo que veo y lo que realmente es no siempre coinciden. Por eso me confundo e interpreto la realidad como no es. Hoy el pueblo mira a Juan y cree ver al Mesías: «En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: – Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Porque Juan era un profeta y hacía signos que llamaban la atención. Invitaba al cambio, a la conversión. Podría ser el Mesías. El Salvador esperado. Las apariencias no coinciden siempre con la realidad. Lo que yo veo, lo que parece que es real, lo que es de verdad. Intento mostrar una imagen de algo que no soy. Porque no soy de esa manera que parece. Alguien brilla y todos piensan que es de una determinada manera. No se puede confundir lo real con lo aparente. ¿Quién soy yo en realidad? ¿Cómo me muestro ante los demás? ¿Qué piensan de mí los que me rodean? ¿Me conocen de verdad? ¿Quién soy yo? ¿Me conozco? Me gustaría tener la claridad sobre sí mismo que tiene Juan. Siente que hay alguien más grande que él. Jesús es el Mesías. No se confunde a sí mismo. No duda. No piensa que esa fama es un bien para su vida. No engaña a nadie ni se engaña, no pretende confundir. En este mundo de las apariencias a veces me dejo llevar y me confundo, y también confundo a los demás. No soy lo que otros piensan. Ven sólo un aspecto de mí y juzgan la realidad. Piensan que soy de una determinada manera, pero no es cierto. Sólo porque ven algo de mi vida interpretan. Escuchan unas palabras, leen lo que escribo e interpretan. ¿Quién soy yo realmente? ¿Quién me conoce de verdad? Quien me ama me conoce. Porque el amor no acepta los engaños. Cuando amo a una persona veo todo lo que hay en ella. En realidad el amor verdadero no es ciego. Puede que el enamoramiento sí lo sea. Porque cuando estoy enamorado todo en la persona amada me parece bien. No dejo de ver sus defectos pero no me parecen tan terribles. Los veo y hasta me conmueven. Su fragilidad, su forma de hacer las cosas. Le paso por alto cosas que a otros no les paso. Ese primer enamoramiento es necesario para comenzar, para dar los primeros pasos. Pero luego el amor se tiene que transformar en algo diferente si quiere ser un amor que dure toda la vida. El amor madura, crece y se hace más hondo. Entonces veo al que amo como es. Ya no me confunde con sus apariencias. Ya no creo en todo lo que hace. Dudo de él en su pobreza y lo acepto en su realidad. Ese amor ya es algo diferente. Es un amor más verdadero, más profundo. Amar así me permite mirar con los ojos de Dios. Acepto que no todo es luz en su alma y tampoco todo es oscuridad. Sus obras son algunas buenas y otras malas. Se confunde y acierta. Me ama como puede, de acuerdo con sus capacidades, con su forma original de hacerlo. Aprendo entonces a distinguir sus máscaras y reconocer sus miedos. Descubro bajo su aparente seguridad la inseguridad que tiene todo hombre. Y en la sensación que transmite de saberlo todo percibo su profunda ignorancia. En sus miedos comprendo que es un niño que se siente solo. Y en su ira veo que hay una incapacidad de aceptarse como es. Puedo querer que cambie, deseo que crezca, pero no puedo cambiarle con mandatos y órdenes. Es como es. Y yo tengo que quererlo como es, sin miedo a que siga siendo así toda su vida. Las apariencias no resisten el amor verdadero. El que ama bien transciende lo que parece que es para penetrar en lo que de verdad es. Cuando dejo las máscaras a un lado es cuando crezco como persona: «Solo somos libres cuando nos quitamos la máscara, dejamos de cumplir los roles y expectativas que los demás nos imponen y empezamos a amarnos a nosotros mismos de forma incondicional»[7]. Las expectativas de los demás me presionan para ser de una determinada manera. Es imposible cumplir todo lo que los demás esperan de mí. Imposible alcanzar las metas y hacer realidad los sueños que han cargado en mis espaldas. Ser fiel a mi verdad es lo que me hace libre. No soy lo que los demás piensan que soy. Soy yo mismo con mis límites, mis sueños, mis deseos y mi forma de entregarme y amar a los demás. Soy pobre y rico al mismo tiempo. Tengo dones y carencias. Talentos y fragilidades. Pero no soy el que todos esperan que sea. Me gusta Juan que se reconoce en su pobreza y acepta su pequeñez. No se aprovecha de esa imagen que los demás han percibido en él. No le importa lo que los demás piensan de él. Sabe que lo que vale es lo que es, su misión concreta, lo demás poco importa.
Jesús llega al Jordán como un hombre cualquiera. Aparece entre muchos hombres confundido con uno de ellos. Llega hasta Juan y le pide que le bautice aunque Juan no se siente digno de hacerlo. Siente que es él el que tiene que ser bautizado por Jesús. Pero en ese momento Juan comprende que tiene que hacer lo que Jesús le pide. Y lo bautiza, como si fuera un hombre cualquiera lleno de pecado: «Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: – Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Juan lo reconoce y aun así hace lo que parece no tener sentido. ¿Para qué bautizar con un bautismo de conversión al hijo de Dios que no tiene pecado? No tiene lógica. Ese bautismo es para los que pecan, para los que están lejos de Dios. Jesús no tiene necesidad de conversión. Pero entonces ocurre algo totalmente fuera de lo normal. No se sabe si había algún testigo más que escucha esa misma voz. Lo único cierto es que Jesús sí la escucha. La voz que lo reconoce entre los hombres como el hijo de dios predilecto. La confirmación de lo que Jesús presentía muy dentro. Es el hijo enviado por Dios para salvar al hombre. Estas palabras se graban en el corazón de Jesús, junto con la venida del espíritu Santo sobre Él. Lo cubre el Espíritu Santo. Queda lleno del espíritu Santo, de la gracia de Dios. A mí me gusta pensar que a partir de ese momento el Espíritu Santo le regaló a Jesús una sabiduría más honda que la que antes tenía. Seguiría sin saber el futuro exacto, pero tendría la fuerza para tomar las decisiones correctas en su momento. Jesús no podía hacer el mal, no estaba dividido en su interior, fue concebido sin pecado original. Pero al igual que María necesitaba interpretar las voces de Dios en su corazón a la hora de tomar decisiones. No sabría siempre con claridad lo que tenía que hacer. El momento de Getsemaní será un momento claro. Siempre me gusta pensar que los santos empezaron a ser santos el día en que se supieron amados por Dios. Y también me gusta pensar que Jesús como hombre necesitaba esa confirmación del amor de Dios para poder iniciar su camino. Ese día del bautismo Jesús comenzó su vida pública como Mesías. Ese mismo día lo siguen Juan y Andrés y pasan el día a su lado, descubriendo el lugar donde vivía. Jesús no lo sabía todo, no lo conocía todo, no lo comprendía todo. Porque Jesús, en el desierto ante el diablo, ha renunciado a ser totalmente Dios. Renuncia al poder de Dios y se hace impotente como un hombre cualquiera. Renuncia a conocer todo el futuro y el pasado. Renuncia a ser solo Dios. Es hombre y es Dios. Esa mezcla sin confusión que para mí es difícil de comprender. No sé lo que significa. Sólo sé que es Dios y al mismo tiempo no deja de ser hombre, humano, limitado en el lugar y en el tiempo, en sus facultades y en sus posibilidades. Esos límites me incomodan porque siempre me gusta pensar en un rey todopoderoso al que nadie pueda vencer. Un Dios por encima de todos los dioses. Este Jesús del Jordán se deja ver entre los hombres y una voz del cielo certifica su pertenencia. Es hijo de Dios, es el Mesías, es el enviado al mundo. Se llena del Espíritu Santo para poder iniciar su misión entre los hombres. Es muy amado por su Padre. Este Dios que se hace hombre es muy distante del Dios que truena desde el cielo: «El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: – ¡Gloria! El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio, el Señor se sienta como rey eterno». La voz de Dios es como un trueno que irrumpe en medio de los ruidos del Jordán. Bullicio, personas corriendo de un lado a otro. Juan grita en medio de todos con voz potente. Voz que clama en el desierto. Jesús está oculto en medio de todos. No parece haber nada especial en ese judío que se acerca a Juan. Nada original ni diferente. Y así, oculto en carne humana, camina Dios para confundir a los sabios. Hoy Jesús manifiesta su identidad. Sólo algunos intuyen que es Él el Mesías. Sólo dos lo siguen ese día, el resto se queda con Juan o simplemente vuelven a sus ocupaciones. Es como si no hubiera pasado nada en particular aquel día en el Jordán. Pero ese día se manifestó Dios y no todos los que estaban ahí presentes lo vieron. No lo aclamaron, no lo siguieron. Hoy suele ser así. Dios actúa en lo escondido y muy pocos pueden verlo. Actúa escondido en la piel de los hombres y el hombre ve con más facilidad el mal que el bien, lo humano antes que lo divino. Los milagros le llaman la atención. Una sanación inesperada. Un acontecimiento sin explicación. El bautismo en el Jordán es un baño del Espíritu Santo y no muchos lo perciben. Hace falta mucha fe para ver actuar a Dios de forma invisible. Mucho silencio para escuchar esa voz que brota del cielo manifestando su amor.
[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[5] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán
[6] Papa Francisco, Dilexit nos
[7] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo