Resulta impactante descubrir en los muros y piedras, por ejemplo, de la Iglesia del Santo Sepulcro, las marcas dejadas por los cruzados y los peregrinos de siglos pasados. En la mayoría de los casos se trata sencillamente de una cruz grabada en la piedra, toscas algunas, elaboradas otras, con referencias más detalladas algunas (fecha, tierra de origen, heráldica), anónimas las más. Son los grafitis de épocas pasadas, pero que más tienen que ver con la pertenencia que con una manifestación artística.

«Alégrense de que sus nombres estén inscritos en el cielo»

(Lc 10, 20b).

Necesitamos expresar sensiblemente nuestra pertenencia, nuestra presencia y nuestro paso: «éste soy yo», «estuve aquí». No sólo se trata de marcar territorio, sería demasiado instintivo y autorreferente, tiene que ver con significar quiénes somos y la comunión, más allá de la presencia física, con el lugar o la realidad que dejamos.

Por eso resulta impactante descubrir en los muros y piedras, por ejemplo, de la Iglesia del Santo Sepulcro, las marcas dejadas por los cruzados y los peregrinos de siglos pasados. En la mayoría de los casos se trata sencillamente de una cruz grabada en la piedra, toscas algunas, elaboradas otras, con referencias más detalladas algunas (fecha, tierra de origen, heráldica), anónimas las más. Son los grafitis de épocas pasadas, pero que más tienen que ver con la pertenencia que con una manifestación artística. Necesitamos sentirnos parte, necesitamos el arraigo no sólo local, sino personal, histórico. No hay nada que regale más dignidad y seguridad que saber que nos pertenecemos, que pertenezco a alguien, a algún lugar, a una comunidad, una cultura, un espacio. Todas manifestaciones del tener hogar, si no físico, al menos (quizás el más importante) un lugar en el corazón de alguien.

Esas cruces expresan la presencia y el paso por el lugar santo, pero también la pertenencia: soy un hijo de Dios que transitó por aquí por muchas razones y le pertenezco. Expresan sensiblemente ese espacio personal en la realidad personal de Dios: no soy un número más, no soy sólo un ciudadano, un cliente, un consumidor, un voto, un contribuyente… soy un hijo, una hija de Dios con nombre e historia, con rasgos peculiares y únicos, irrepetibles y originales. Aunque las cruces grabadas en las piedras, portales, pilares, escalones, son parecidas, cada una es única porque fue grabada por una mano única, portadora del ser único e irrepetible que la grabó.

 

«Alégrense de que sus nombres estén inscritos en el cielo». No se alegren, en primer lugar, por los éxitos y virtudes ni por el lugar social que ocupan. Inscritos en el cielo estamos todos, también con nuestras cruces, dolores, fracasos, desilusiones, límites e imperfecciones. Esas cruces son eso: cruces. No son palmas de victoria o certificados de confiabilidad. La cruz simboliza fracaso y victoria, dolor y esperanza, término y comienzo, pecado y redención. Saber que nuestros nombres están inscritos en el cielo nos entrega una gran paz: no por nuestras virtudes, que las hay también, sino por pura gratuidad y liberalidad del amor que Dios. Él nos ha inscrito en su corazón y punto, aunque a nadie le importemos, para Él sí somos importantes.

Esta certeza, alimentada a diario con la meditación y la oración que busca al Dios de la vida y de cada día, es una llama de esperanza cuando hay oscuridad, cuando todo a nuestro alrededor es amenaza o marginalidad, desconfianza o violencia. De allí que resulta especial que el Museo del Holocausto en Jerusalén se llame «Yad Vashem»«yo les daré en mi casa y en mis muros un lugar, y un nombre mejor que el de los hijos e hijas; les daré un nombre eterno que nunca será borrado» (Isaias 56, 5).

 

Esos nombres, que fueron borrados de la existencia y reducidos primero a símbolos, luego a números y finalmente a cenizas, no son anónimos, están grabados en las piedras de la memoria y en el corazón de Dios. Impacta la forma como esos nombres son rescatados del olvido y del horror: imágenes, voces, pertenencias, en «la sala los nombres» y (quizás lo más sobrecogedor) en «el memorial de los niños», donde en una noche cerrada iluminada sólo por la luz de una sola vela que se reproduce infinitamente, se escuchan los nombres de esos niños que fueron cegados por la bestialidad humana.

 

«Alégrense de que sus nombres estén inscritos en el cielo»…»Yad Vashem»… son certezas, pero también desafíos de todos los días. No siempre actuamos ni vivimos, pensamos ni sentimos desde esa realidad: las comparaciones, la angustia, la poca valoración, la búsqueda de aceptación, la lucha consigo mismos. Más aún, no siempre nos relacionamos desde esa perspectiva: juzgamos, condenamos, marginamos, anulamos, ninguneamos. Sí, porque no sólo nuestros nombres sino el de todos, están inscritos en el cielo.

Por eso resulta doloroso que en esta tierra de los nombres grabados en las iglesias y en los templos, escritos y recordados en memoriales y museos, se perciba y se experimente la marginalidad de algunas comunidades y credos, la discriminación de pueblos y razas. Que haya un muro, no sólo de «las lamentaciones», sino de «las divisiones».

Llegar a Belén, recorrer el perímetro del territorio palestino cercado por un muro y barreras de seguridad, dividiendo territorios unidos ancestralmente, separando pueblos y culturas, es tremendamente doloroso y contradictorio. Como extranjero pasar el «check point» del muro representa una pequeña incomodidad y para muchos un atractivo turístico, pero para un pueblo en jóvenes, niños y adultos que estudian, trabajan o circulan por esos lugares, no sólo es incómodo y agobiante (un pasilllo alambrado, cercado, custodiado, amurallado, vigilado en muchos de los casos por jóvenes que no tienen ni la madurez ni la experiencia para portar y usar las armas intimidantes que portan), es amenazador, indigno e intimidante.

Se argumenta con razones de seguridad, pero ¿qué es primero, el huevo o la gallina?: cuando a alguien lo marginamos, lo intimidamos y lo amenazamos, no dudemos que todos nuestros mecanismos defensivos, nuestros resentimientos y hasta nuestro cansancio, brotarán estrepitosa y hasta violentamente.

Si hemos experimentado marginalidad, ghetos y anulación, ¿cómo es posible que levantemos muros en lugar de construir puentes?

En nuestra propia vida y en nuestra historia nos puede pasar lo mismo: es más fácil levantar muros de indiferencia, de distancia, de separación, de prejuicios, de desconfianza, de división y polarización, que construir puentes de encuentro, de reconciliación, de colaboración y valoración.

Que nuestros nombres estén inscritos en el cielo puede ser un eufemismo si no hay una experiencia humana y concreta de esa realidad: no podemos esperar al cielo para derribar los muros que nos separan y empezar a construir puentes que nos unan.