Asís es de un equilibrio natural y sobrenatural sorprendentes: el campo con sus olivos y viñedos, las mieses de trigo balanceadas al ritmo del viento y salpicadas de color escarlata por el atrevimiento feliz de las amapolas; los aguaceros que se dejan caer sorpresivamente y que hacen de esta tierra un campo fértil y luminoso; el monte Subasio siempre verde con sus bosques de encinas y la llanura suave de sus cumbres; las campanas que en la hora de vísperas se escuchan como una sola, en armonía con los sonidos de la madre y hermana naturaleza, los cantos de los peregrinos y las voces de frailes y hermanas.

 

“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva…”

(Apoc 21, 1a)

Asís responde muy bien a estas primeras palabras del capítulo 21 del Apocalipsis de San Juan, porque Asís, una ciudad de la Umbría italiana, se transformó en un lugar bendecido de fuerte atracción e irradiación, desde que su hijo predilecto, San Francisco, irrumpiera a comienzos del siglo XIII cambiando no sólo el rostro de estos paisajes para siempre, sino el de la Iglesia “que amenazaba ruina” y, porque no reconocerlo, el rostro de la cristiandad y de la humanidad.

Su mensaje de “paz y bien”, su “cántico a las criaturas”, su desposorio con “la hermana pobreza” y su vida, siguen inspirándonos y desafiándonos hasta nuestros días.

Y, como en todo lo que hay de equilibrio y encarnación del rostro completo de Dios, Asís es también la tierra de Santa Clara, quien supo seguir, traducir y vivir la novedad y radicalidad del mensaje franciscano, desde la originalidad y el genio femeninos.

San Francisco y Santa Clara no enfrentados, sino en riqueza y mutuo complemento, reciben al peregrino. A la distancia, apenas llegar a la estación y mirando al monte, vislumbramos una especie de barca: con la Basílica de San Francisco a un extremo, cual proa que nos impulsa a emprender el rumbo entre los remansos y tempestades del tiempo, y la Basílica de Santa Clara al otro extremo,  cual popa dando estabilidad y arraigo, para no perder el rumbo emprendido.

Asís es de un equilibrio natural y sobrenatural sorprendentes: el campo con sus olivos y viñedos, las mieses de trigo balanceadas al ritmo del viento y salpicadas de color escarlata por el atrevimiento feliz de las amapolas; los aguaceros que se dejan caer sorpresivamente y que hacen de esta tierra un campo fértil y luminoso; el monte Subasio siempre verde con sus bosques de encinas y la llanura suave de sus cumbres;  las campanas que en la hora de vísperas se escuchan como una sola, en armonía con los sonidos de la madre y hermana naturaleza, los cantos de los peregrinos y las voces de frailes y hermanas.

Esa armonía es obra del Creador, llevada al éxtasis de la contemplación y el agradecimiento por el Poverello de Asís en su “Cántico a las Criaturas”: esa alabanza al Dios Creador que habla de un camino de entusiasmo, sorpresa, gratitud y encuentro, sólo posible si  hemos aprendido a desprendernos de lo innecesario y superfluo, abrazando la sencillez de la vida y renunciando al desorden de las ambiciones, para ver más allá de las apariencias, las ocupaciones y las exigencias. Camino que en San Francisco alcanzó la libertad extrema de dejarlo todo, para alcanzarlo todo y a todos.

Tuve el gran regalo de hospedarme junto a los Frailes Menores en San Damiano, la iglesia que en ruinas sostenía la imagen de Jesús que le habló a Francisco. La misma iglesia reconstruida literalmente por el santo como símbolo de lo que será la renovación de la iglesia, a través del camino franciscano, en un tiempo de grandes contradicciones y desafíos. Es la iglesia que recibirá en un comienzo a la incipiente comunidad y, casi inmediatamente, a la nueva y primera comunidad de las clarisas. Desde finales del siglo XIII está habitado por  los Frailes Menores, quienes han conservado la austeridad y belleza simple del claustro original, que en parte funciona como museo con las primeras y pobres dependencias de las clarisas y, en gran parte, como espacio litúrgico y de encuentro para el peregrino.

Todo en Asís, con la Porciúncula, la capillita de la Virgen tan querida por Francisco y arropada entre los muros de la Basílica de Santa María de los Ángeles, con los restos del primer convento de Francisco y sus seguidores; la ciudad en el monte, con sus Basílicas, iglesias y monumentos; el eremitorio de Las Cárceles en la mitad de una profunda quebrada siempre verde del Subasio, lugar de retiro y contemplación para Francisco y sus amigos; la cercana iglesia de Rivotorto en la llanura umbra; por supuesto que la tumba del Santo en la Basílica Mayor con los frescos del Giotto y Cimabue entre sus muros superiores, lugar sagrado de veneración y oración…todo en Asís exhala el espíritu del lugar y su historia viva, pero San Damiano es un lugar privilegiado para respirar lo que aquí se ha vivido, se vive y se irradia al mundo.

Quizás es porque aquí partió todo, quizás por su ritmo pausado y silencioso, la simplicidad de sus liturgias desde las laudes y la misa al alba, hasta la sencilla belleza de los cantos en la hora de vísperas, seguida de la adoración y la bendición diarias. Quizás por la acogida amable de los frailes, la alegría joven de los novicios, la solemnidad pícara de los hermanos mayores, el trabajo manual y, para el que lo vive desde dentro, la austeridad y dignidad de los espacios en dependencias, ritmos y clausura.

Asís ha sabido conservar e irradiar el acontecimiento salvífico que le dio origen y que les invito a contemplar desde tres miradas: la armonía, la simplicidad y la fraternidad.

Cuando pienso en la armonía, me refiero a aquella definición que apunta “al hecho de resultar o parecer bella una cosa o conjunto de cosas, debido a la relación proporcionada y concordante entre sus partes”. En Asís la naturaleza virgen se corresponde con la naturaleza labrada en el campo y la recreada en los jardines, el verde nuevo del trigo con el rojo intenso de las anémonas, los muros de piedra clara con la tierra de los senderos y las rocas milenarias, el verde grisáceo de los olivos con el verde intenso de las encinas, el sayal marrón de los frailes con el colorido atuendo de los peregrinos, los tirantes de las sandalias franciscanas con la tosquedad de las sandalias alemanas, el canto del viento y con el replicar de las campanas, el rezo de los salmos con las cuentas del rosario, los hieráticos Cristos románicos con las generosas proporciones de la Madonas renacentistas, la dureza de la piedra labrada con la suavidad de las mayólicas… Una proporción entre los diversos elementos, una suave adecuación de las proporciones, una ausencia de violencia o transgresión.

Esa armonía que tanto buscamos y necesitamos todos los días, para una vida más equilibrada y feliz.

Este don le viene dado a Asís no sólo por la belleza natural del paisaje, sino también por un ritmo y un paso humanos respetuosos del proceso natural de las cosas, de las estaciones, de algo tan simple como el día y la noche.  Ese respeto a la sacralidad de la creación, a sus ritmos y espacios, al lugar que a cada uno le corresponde en el todo, sin omnipotencia humana,  fue elevado a cántico por San Francisco y ese cántico lo compuso en San Damiano, cuando sus llagas benditas y sus límites físicos arreciaban con fuerza. En el instante del dolor surgió esta sublime expresión de amor a la creación.

En la mirada armónica de la vida, hasta el dolor tiene su sentido y lugar, su belleza. Basta mirar la crisálida que da lugar a la mariposa o pensar en el dolor del parto que da lugar al nacimiento.

 

La simplicidad. Qué difícil es conquistar la simplicidad de la vida. Aunque la necesitemos o busquemos pareciera que la vida sólo es posible si está unida a esquemas,  seguridades,  recursos,  resultados, controles y métodos. No se trata de vivir como las aves o los lirios, aunque la imagen de Jesús es reveladora, pero sí por lo menos ser más libres de todo lo superfluo e innecesario, de todo aquello que exigen el consumo, la comparación, el desarrollo, la competencia y las apariencias.

La simplicidad en el trato, en las aspiraciones, en las exigencias. La simplicidad en las expectativas y proyecciones, en los proyectos y realizaciones.

Hoy nuestra vida depende a tal punto de lo externo, que habría que preguntarse en qué momento perdimos la noción de una sana dependencia y relación con las cosas, dando paso a una pérdida de la libertad y capacidad de vivir desde nuestras posibilidades y límites, con alegría y esperanza. En qué momento empezamos a ser vividos y nos dejamos seducir o atrapar por lo medible.

La simplicidad perdida en los procesos familiares, educativos, laborales, ciudadanos. Hasta la tecnología llamada a simplificar la vida, nos ha hecho dependientes e incapaces de vivir y decidir por nosotros mismos. Incluso las expectativas de  vida y las posibilidades médicas, le han quitado espacio al sano desapego, a la aceptación del paso del tiempo y al tránsito natural hacia la muerte.

Una simplicidad que ilumine nuestras relaciones y aspiraciones, nuestros diálogos, nuestro ocio y diversión, nuestro ritmo de vida y nuestros vínculos fundamentales. Una simplicidad que ilumine incluso nuestra relación con Dios, la que muchas veces llenamos de tanto preámbulo y formas, de tanta exigencia y rigidez, de tanta palabra y ritual, que nos cuesta encontrarnos con el Dios de la vida en la simplicidad y complejidad de la vida concreta.

 

Y la fraternidad.  La fraternidad surge como consecuencia necesaria de esa armonía y esa simplicidad de vida, porque la fraternidad habla de la capacidad de encontrarnos desde la horizontalidad de nuestra dignidad común, del lugar común de privilegio que cada uno ocupa en el corazón de Dios y en la creación, desde la necesaria complementariedad y necesidad mutuas.

Se trata de superar la tentación de ubicarnos siempre desde veredas opuestas, de relacionarnos desde las defensas o exigencias, desde el juicio o las dependencias, desde la desconfianza o la superioridad.

San Francisco llamaba a todos sus hermanos y hermanas. Que la pobreza y hasta la muerte sean nuestras hermanas, nos permite vivirlas desde una relación de encuentro, de ubicarlas dentro del espacio creacional con sentido y misión.

“Lo que no es asumido no es redimido”, “lo natural como expresión, camino y seguro de lo sobrenatural”, son afirmaciones que hemos escuchado muchas veces y, en lo concreto, significan dar nombre y sentido a toda experiencia humana y creacional, significan aprender a amar nuestra humanidad y nuestro entorno con sentido salvífico, para encontrarnos y no siempre estar confrontándonos o enfrentándonos.

Fraternidad con todos y con todo, que tiene como consecuencia “la paz y la bondad” (el “pax y bonum” franciscanos). La paz interior como preámbulo para la paz con nuestros vínculos externos, dando como fruto la bondad: ese creer, descubrir y compartir lo bueno que en cada corazón existe y que se muestra cuando le damos un lugar de dignidad, en medio de las creaturas y de la creación.

Asís nos permite experimentar esa posibilidad de armonía, de simplicidad y fraternidad, siempre en tensión porque no es el cielo y la historia de su carisma habla también de dificultades, oscuridades y desafíos, pero la presencia de San Francisco y su testimonio de vida nos hacen vislumbrar que es posible ser instrumentos del cielo, en medio de las posibilidades de la tierra.