Jeremías 31, 7-9; Hebreos 5, 1-6; Marcos 10,46-52

«Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo:  – ¿Qué quieres que te haga? El ciego le contestó: – Rabbuní, que recobre la vista. Jesús le dijo: – Anda, tu fe te ha salvado»

27 octubre 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Soy dueño de mí mismo, puedo gobernar el barco de mi ánimo. Puedo dejar atrás lo que me pesa y abrazarme con fuerza a lo que me levanta por encima de todos mis miedos y angustias»

Cimentar es una etapa importante de la vida. Excavo con paciencia rompiendo piedras, sacando tierra y al final, pasado el tiempo, después de mucha lucha y esfuerzo, logro lo que deseaba. Sólo me queda entonces cubrir la tierra, impermeabilizar para que la humedad no socave mis cimientos. Ser paciente, porque todo exige mucho esfuerzo. Lucha, entrega, amor, pasión, espera. Los cimientos son la base de la construcción de mi vida. Habrá que tirar los viejos cimientos, levantar las rocas olvidadas, reconstruir lo roto, sanar lo herido. Y sobre ese suelo de mi historia colocar nuevos cimientos. Hay momentos en la vida en los que es necesario mirar muy dentro. No para descubrir viejas heridas, sino para profundizar en el corazón y encontrar algo de luz en medio de los caminos por los que vivo perdido. Unas varillas de acero parecen construir un entramado, una especie de red de acero, algo así como el esqueleto de los cimientos. Unas varillas firmes que le den solidez y estructura a todo lo que hay en mi interior. Como líneas trazadas por Dios para hacerme sentir contento, con paz. Varillas de acero que marcan un camino y les dan estabilidad a las arenas movedizas de mi ánimo. Un suelo firme sobre el que levantar los muros. Así es la cimentación que sueño, que deseo. Colocaré debajo, entre estas varillas, bajo una capa que impermeabilice todo, unas piedras. Cada piedra tendrá un nombre, una historia, un pasado y un presente. Cada piedra será parte de mi vida, de mi camino. Serán hitos, momentos sagrados recogidos en la memoria del corazón, que es la que permanece, pase lo que pase. Piedras originales, con nombre propio, con una historia sagrada detrás. Piedras ocultas. ¿Acaso todo tiene que ser conocido? Piedras escondidas bajo los cimientos más profundos. Así suele ser en mi vida, hay un hondo fondo del mar bajo mi alma. Casi no alcanzo a tocarlo con la punta de los dedos. A veces duele, a veces gime. Y siento una angustia indescriptible, impronunciable al ver perdones nunca dados, heridas no sanadas. Bajo los cimientos, bajo la estabilidad hecha de varillas de acero y de concreto. Todo firme y seguro bajo la tierra. He querido limpiarlo todo, purificarlo. No siempre es tan sencillo. Cimientos libres, firmes, sólidos. Cimientos ocultos para que nadie vea desde donde se levanta el santuario de mi vida, de mi propia historia. Respetando los tiempos y el amor vertido. Como una cascada de vida que llega hasta lo más hondo. Sin importar las pérdidas, sin guardar rencores inconfesables. Allí, en lo más profundo de la tierra. Luego será posible ver la casa, la capilla, el santuario. Se verán ventanas y paredes. La campana y el tejado. Se verá la puerta que abre y cierra. Y los bancos. Y la presencia de Dios y de María llenándolo todo. Pero antes están los cimientos hondos que no se ven, todo bajo la tierra, sin que mis ojos puedan penetrar esos cimientos de concreto, piedras y acero. Un sólido firme para levantar mi vida. Para que no se derrumbe nada con el paso del agua y del viento. Raíces hondas de nogales y palmera. Raíces hondas de entrega y sacrificio. Lo que no se ve, lo que quizás tampoco se valora. Me acostumbré a valorar sólo lo que veo. Olvidando el valor de los cimientos, de la vida entregada en el silencio, de los sacrificios que nadie ve porque no ha de saber tu mano izquierda lo que hace tu derecha. Y la oración más verdadera ocurre en el silencio, contemplando el presente y tocando con las puntas de los dedos el paso de un Dios silencioso que me ama desde lo más profundo de la tierra. En la noche se echaron los cimientos de mi alma. En el dolor de la noche donde no hay testigos. En el perdón oculto debajo de mi anhelo de santidad y de entrega. En el vuelo rasgado de mil pájaros que desean tocar el cielo con sus alas. Y las estrellas, testigos silentes de una obra que se hace firme desde lo hondo de la tierra. Sin otros testigos humanos que puedan perturbar el trabajo de Dios bajo la tierra. Sigo soñando con levantar una obra que perdure el paso de los años, de los vientos y las tormentas. Una obra firme que resista el poder de la naturaleza. Hecha sobre roca, sobre acero y concreto, sobre piedras sagradas porque tienen nombre los cimientos de mi alma, nombre los cimientos de ese santuario levantado con esfuerzo y renuncia, con entrega y mucha vida. Paso a paso, lentamente, para que todo esté firme.

¿Qué me quita la alegría? ¿Qué me provoca amargura? ¿De dónde brota la ansiedad que tengo? ¿Qué nombre tienen esos miedos que me paralizan? ¿De dónde procede la ira? ¿Cómo manejo mi vida con esos perdones que no soy capaz de dar? ¿Cómo puedo sonreír en medio de mil dificultades? ¿Es posible tener esperanza cuando todo a mi alrededor se derrumba? ¿Quién es el dueño de mi ánimo, el que me regala paz y tranquilidad cada día? El otro día leía: «Podemos no secundar una emoción; podemos hacer frente a un estado de ánimo. Podemos crear el estado de ánimo que deseemos. Podemos escoger qué papel representar en la función o, incluso, no representar ninguno y asistir a ella cual espectadores. La función puede continuar y nosotros marcharnos, o terminar y nosotros quedarnos. El potencial de nuestra soberanía es sobrecogedor»[1]. No soy un esclavo sin voluntad ni juicio ante el poder de las emociones. No me dejo llevar por ellas como por un huracán que arrasa con todo. Soy dueño de mí mismo, puedo gobernar el barco de mi ánimo. Puedo dejar atrás lo que me pesa y abrazarme con fuerza a lo que me levanta por encima de todos mis miedos y angustias. Reconocer lo que siento es el primer paso. Saber qué pensamientos lo preceden es fundamental. Abrirme a la vida que hay en mi propia alma. Comprender que lo que me está pasando no es demasiado grave, ni definitivo. Es sólo un paso hacia delante. Un recorrido que se extiende en el tiempo. Y yo soy dueño, soberano. Me gusta mirar la vida así y no sentir que se me escapa de las manos. Todo es posible. Recorro el camino que lleva a mi plena felicidad de la mano de Dios. María puede hacerlo realidad en mi interior. Veo lo que sufro. Abrazo lo que siento. Y me levanto perdonando, aceptando, asumiendo, eligiendo. Yo puedo elegir la sonrisa que me pongo cada mañana. No quiero vivir muerto por dentro. Eso sucede cuando no soy capaz de empatizar con el que sufre, cuando no me alegro con el alegre y no lloro con el que llora. Cuando vivo encerrado en mi egoísmo pensando en lo injusto que es el mundo conmigo sin tomar en cuenta el dolor de nadie más. Es mezquina esa forma autorreferente de ver la realidad. Las cosas son las mismas para todos. Cambia la actitud con la que vivo el momento. No importa el trabajo que tenga o el lugar donde me encuentre, lo que marca mi estado de ánimo es mi deseo de ser feliz con lo que Dios ponga a mi alcance, sea poco o mucho. Pobre no es el que no tiene nada sino el que no necesita nada para ser feliz. Pobre en pretensiones y en deseos. Levanto la mirada y confío en lo que Dios pueda regalarme. Comenta Toni Nadal: «La objetividad sirve hasta cierto punto y no siempre es garantía absoluta de nada. La objetividad nos permite contar con una realidad, la nuestra, pero hay toda una serie de variables que escapan de ella. Y entre estas variables está el enorme poder que tiene la actitud. Y la actitud más poderosa de todas es la que viene impulsada por la ilusión»[2]. Quisiera mejorar la actitud con la que me levanto cada mañana. Cada día es diferente aun haciendo lo mismo. Yo puedo marcar el día completo. Puedo hacer que los demás se vayan más felices después de estar conmigo, o más tristes. Puedo alegrar a los que viven apesadumbrados. Dentro de mí hay una decisión que puedo tomar. Yo decido cómo vivo, lo que amo, lo que hago o dejo de hacer. No estoy condenado a vivir con actitudes que dañan mi corazón, mi salud, mi vida. No es obligado vivir atrapado en la tristeza, puedo luchar, puedo pedir ayuda, puedo dejarme ayudar. Es difícil dejar que otros tiren de mí en mis momentos de flaqueza. Hace falta mucha humildad y docilidad para dejarme llevar por el que más puede en el momento en el que yo solo no puedo. Quiero saber pedir ayudar para perdonar cuando no lo consigo con mi fuerza de voluntad. No basta, es un don de Dios que tengo que pedir de rodillas. Asumir que no tengo fuerzas para hacerlo todo bien me hace más humilde. Reconozco mi vulnerabilidad, que no soy perfecto y que no todas mis emociones en mi interior están en orden. Me enfrento al caos y vivo en medio de la confusión de muchos sentimientos. Creo en la bondad del amor de Dios que me levanta por encima de todas mis inseguridades. Reconocer que las tengo también es un paso importante. Y asumir que no todo es posible y que sí puedo hacer que algunas cosas lo sean. Opto por el bien, por la solidaridad, por la empatía. Me pongo en los zapatos de mi hermano y acepto que sus emociones negativas que me hacen daño provienen de sus propias heridas. No soy yo responsable de lo que ha sufrido y no puedo cambiar esas actitudes suyas que me hieren. Sólo puedo acompañar la vida del que sufriendo hace sufrir y del que muriendo en su corazón hace daño matando. No quiero vivir con angustia, Dios puede hacer milagros en mi vida y eso me calma, me da paz. Llevo dentro de mí la promesa de Dios a mi propia vida. Él puede hacer que todo sea mejor. Yo pondré mi corazón en sus manos para que lo eduque, lo transforme y lo haga más capaz de dar la vida.

El amor de Dios Padre es el que me salva. La experiencia de sentirme amado profundamente por Dios. Tal vez por eso es tan importante la imagen de Dios que tengo grabada en mi corazón. Un Dios que me ama de forma incondicional y siempre, haga lo que haga. Leía el otro día: «Porque somos pequeños tenemos el derecho a la infinita misericordia de Dios, no a pesar de ser pequeños, sino porque somos pequeños Dios nos ama. La grandeza del ser humano consiste en ser pequeños, desde esta pequeñez podemos atisbar de alguna manera los planes de Dios, que a veces son más luminosos, otras, más escondidos y oscuros»[3]. Cuando soy pequeño soy grande. Cuando soy débil soy fuerte. «La vulnerabilidad aceptada, se convierte en un gran poder»[4]. Reconocer la pobreza, la pequeñez es el camino de la santidad. Santo no es el que lo sabe todo, el que tiene respuestas en todas las circunstancias y todo lo hace bien. Es más bien el que ha experimentado la debilidad y el fracaso y se ha levantado abrazándose al corazón de un Dios misericordioso, infinitamente bueno y acogedor. Un Dios que me quiere no a pesar de lo que es feo en mí, sino precisamente por mi fealdad. Comenta el P. Kentenich: «En el ser pequeño se encuentra el misterio de lo grande. El ser pequeño condiciona y despierta nuestro ser grande, es decir, nuestro ser grande en Dios. Por eso, humildad, entrega, confianza. ¡Todo puedo en aquel que me conforta!»[5]. Es la espiritualidad de los pequeños. La que se realiza cruzando el mar en una pequeña barca de remos. La que es posible sólo porque para Dios no hay nada imposible. Mi corazón toca el dolor de las caídas y no se derrumba de forma definitiva. Vuelvo a levantarme sin miedo. Vuelvo a empezar después de haber fracasado. Me vuelvo a levantar después de haber vivido prostrado. Me gusta este camino de santidad que me ofrece María en el Santuario. No necesito vivir de forma pluscuamperfecta. Por más que lo intento no lo consigo. Necesito reconocer la mano salvadora que me levanta. Un Dios bueno que me mira con ojos grandes y me dice que sí, que merece la pena mi vida y todo lo que hago. Quisiera soñar con llegar más lejos y más alto. Me gustaría ser un sabio en todo lo que explico. Y me duele experimentar una y otra vez la debilidad de no ver colmada mi alma de logros infinitos. Una sonrisa misericordiosa me conmueve, me confunde. No merezco la salvación ni la gloria. No me estoy ganando el cielo. Todo es don y mi único poder es la experiencia de la vulnerabilidad asumida, aceptada. Cada vez que me encuentro con mis límites constato de nuevo cómo Dios es capaz de vencerlo todo en mí para lograr que mi vida sea más plena. «La espiritualidad consiste en esa vivencia profunda de ser pequeño y de ser grande, de sentirse dependiente de Dios y de sentir, también, el desamparo y desvalimiento, el pecado y las fallas que nos permiten vivenciar la fragilidad humana. Los perfectos no necesitan a Dios, ni sienten apego ni necesitan su dependencia. La dependencia en el sentido de la total confianza en Dios»[6]. La dependencia me resulta difícil. Prefiero la independencia, la autonomía. Me gusta sentirme fuerte y me asusta tocar la debilidad de mi carne, de mis huesos, de mi alma. Cuando me tienen que cargar, o cuando no puedo alcanzar yo sólo la meta que me propongo, me desespero y corro el peligro de amargarme. Dios me mira conmovido. Como a ese niño desvalido que no sabe cómo salir del pozo en el que se encuentra esclavo. Quisiera romper todas las barreras, enfrentar todos los peligros. Busco la misericordia de Dios en rostros humanos. ¿Quién me ha mirado en mi vida como me mira Dios? Él me lanza lazos humanos para que note cómo en ellos se esconde su poder infinito. Me dejo mirar por ojos que tienen detrás los ojos de Dios. Son transparentes humanos que me llevan al cielo. No soy yo el fin de nada, sólo un camino, una puerta abierta o cerrada al cielo. Soy yo el que puede mostrar un amor que no es mío, porque mi amor es mezquino y pequeño, pero el de Dios es infinito, e inconmensurable. Me gustaría alzarme por encima de mi estatura y para eso le suplico a Dios que otros me alcen. Como hacían sus amigos con aquel paralítico. No puedo llegar tan alto como quisiera estando solo y cerrándome en mi carne a la ayuda de los demás. Puedo luchar y llegar lejos si dejo de lado mi orgullo y me dejo acompañar, ayudar, levantar. Como en esa mano de un Dios misericordioso donde me siento amado en mi verdad, reconocido en mi indigencia. No puedo hacer las cosas que quisiera hacer. Sólo llevo sueños dibujados en mi alma que me hacen capaz de lo imposible. Sólo Dios puede hacerlo, sólo Él me levanta cuando caigo y me sostiene cuando no soy capaz de hacer nada por mí mismo. Su poder hace que pueda confiar en esas manos humanas que me llevan a Dios. Confianza y abandono. Vulnerabilidad y la experiencia de un amor que lo supera todo.

Hoy escucho en labios del profeta: «Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por la flor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: – ¡El Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel! Los traeré del país del norte, los reuniré de los confines de la tierra. Entre ellos habrá ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas: volverá una enorme multitud. Vendrán todos llorando y yo los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por camino llano, sin tropiezos. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito». Así es Dios con su pueblo, con aquellos a los que ama. Así es ese Dios en el que creo. Un Dios que me precede, que me guía y apacienta, que calma mis miedos y ansiedades. Me regocijo, me alegro en Dios mi salvador. Siento que las expectativas que tengo respecto a mi vida son las que me quitan la sonrisa de los labios. Espero que actúen de una determinada manera los demás y no lo hacen. No se comportan como a mí me gustaría y me siento frustrado, decepcionado, traicionado, engañado. ¿Qué hago para ser feliz, para regocijarme de verdad? Necesito poner mi confianza en el Señor. Él me ha salvado, me ha conducido en medio de cañadas oscuras y me ha dado esperanza. En el salmo vuelvo a hacerme eco de la alegría que quiero vivir todos los días de mi vida: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion, nos parecía soñar. La boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: -El Señor ha estado grande con ellos. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas». El Señor ha estado grande con nosotros, conmigo. Estoy alegre por su misericordia y el corazón se llena de paz. ¿De dónde viene entonces la tristeza cuando estoy triste? ¿Cómo combato la angustia cuando temo el futuro? ¿Cómo llevo el duelo sin tener un estado permanente de melancolía? ¿Se puede eliminar de un plumazo la nostalgia que envuelve el corazón? No hay respuestas sencillas. Ahora todo se pretende lograr de un día para otro. Me he acostumbrado a paliar el dolor con una pastilla. Uso antibióticos de forma indiscriminada y poco solidaria porque no quiero sufrir los síntomas de una enfermedad. Eludo los problemas tapándolos bajo la manta de la indiferencia para no sufrir. El sufrimiento me asusta. El físico y más aún el del alma. Quiero estar bien siempre, con paz siempre, alegre siempre. ¿Pero no me doy cuenta de que la palabra siempre en estos temas no existe? Habrá momentos malos y buenos en mi vida. Altibajos que se suceden como en una montaña rusa. Nada es totalmente perfecto o bueno. No funciona así la vida. Es frágil mi ánimo y la alegría constante no existe. Sí hay lo que en el salmo veo: siembran entre lágrimas y cosechan entre cantares. Hay cruz y resurrección. Dolor y liberación. Angustia y paz. Leía el otro día: «Sólo quien ha sufrido el extremo infortunio es apto para sentir la extrema felicidad. Hay que haber querido morir, Maximilien, para saber cuán bueno es vivir. Vivid, pues, y sed felices»[7]. El que ha vivido la derrota valora mucho más la victoria. El que ha caído una y mil veces y se supera a sí mismo será capaz de vivir la alegría con más pasión, con más hondura. Se trata, eso sí, de que en mi vida abunden más la paz y la alegría, que la ansiedad y la tristeza. Gastaré mucho tiempo en terapeutas que me den pautas para vivir. O llegará el momento que me haga adicto a las pastillas para no sufrir demasiado. Puede ser que llegue ese momento. No veo tan claro que ese sea el camino. Pero al mismo tiempo entiendo que cada alma es un mundo y es difícil juzgar desde fuera lo que vive mi hermano en su interior. Hay vidas muy difíciles, muy duras. Hay pérdidas insoportables que llenan el corazón de pesadumbre. Y enfermedades que me llevan a la depresión. Sí, todo eso existe y no es fácil combatir la realidad, sólo me queda aceptarla con una sonrisa. Quizás se trate entonces de buscar soluciones para mi propia vida. No las más fáciles, no los atajos, aunque son los que más me gustan, para ahorrar tiempo, esfuerzo y dinero. Lo que vale de verdad exige tiempo. Y curiosamente mis tiempos y los de Dios no son los mismos. No coinciden. Yo quiero que todo en mi vida cambie de forma rápida y profunda. Y la hondura en los cambios llega con el tiempo. La vida crece así, desde dentro hacia fuera. Me gustaría no sufrir, no llorar, no sentir dolor. Pero no sucede. Puedo calmar el dolor de otros a veces mejor que el mío. Y tampoco soy capaz de sacar de su tristeza al triste ni alegrar al que no tiene motivos para ser feliz. Hay personas que con muy poco sonríen y otros que parecen necesitar toda la fortuna del mundo para vivir alegres. Quiero sembrar con lágrimas, con dolor incluso, con sufrimiento para poder cosechar sonrisas y alegrías. Quiero ser capaz de llevar con una sonrisa los peores momentos de mi vida y saber reírme en medio de situaciones complejas. El alma alegre es un alma llena de Dios y es capaz de alegrar a los demás con su presencia. Si pusiera mi confianza en el Señor las cosas serían distintas. Aprendería a vivir en el presente sin tanta melancolía y sin tanta ansiedad. Aprendería a no vivir tan atado a mis expectativas, confiando siempre en Dios.

Hoy Jesús se encuentra con un mendigo ciego en medio del camino. Antes de verlo escucha sus gritos: «Es Bartimeo: En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: – Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Jesús va de camino a algún lugar. Seguramente lo esperan en alguna parte. Un mendigo ciego grita. Parece insignificante, demasiado pequeño para que Jesús se detenga, no se justifica: «Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: – Hijo de David, ten compasión de mí». El ciego utiliza un título mesiánico y aun así los que van con Jesús no lo toman en serio. Puede ser que en mi camino haya muchos mendigos ciegos tan insignificantes como él. No se justifica que Jesús se detenga. Siempre hay algo más importante que atender. Algún otro enfermo, alguna otra familia. Jesús no pudo curar a todos los enfermos que le salieron al encuentro en su camino. No fue posible llegar a todos, sanar a todos. Imposible llegar a todos los que gritaban su nombre. ¿Por qué curó a unos y a otros los dejó que vivieran y murieran enfermos? Todos hubieran querido ser curados por Jesús. Yo mismo quiero que me cure, que desaparezcan mi mal y mi enfermedad. Es tan humano pedir un milagro personal. ¡Sáname, Jesús! Le grito con vehemencia. Y no siempre sucede. Otros gritan más o ante otros se detiene, no ante mí. Es como si yo le importara menos, más bien poco. y sigo caminando, esperando a que me vea. Jesús parece no verme. Yo le grito y Él no me escucha, al menos es lo que creo que sucede. Pero hoy lo que escucho me da mucho ánimo: «Jesús se detuvo y dijo: – Llamadlo. Llamaron al ciego, diciéndole: – Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús». La alegría del ciego es evidente. Lo han visto. Jesús se ha detenido a su lado porque lo ha visto, se ha fijado en él. Me gusta esa mirada de Jesús que ve el corazón de los hombres. Algo vio en ese ciego. Lo miró y les dijo que lo llamaran. Y el ciego saltó feliz, porque lo habían visto. A veces la felicidad en mi vida sucede cuando me ven. Alguien se detiene a mi lado porque me ha visto. Y yo me alegro porque no soy invisible. El drama de muchas personas es pasar desapercibidos para los demás. No los ven, no los valoran, no les agradecen su presencia. Si están presentes bien, pero no importa demasiado. El anonimato, el olvido, el pasar desapercibidos se convierte en un drama que puede conducir a la depresión, a la ansiedad. El corazón del hombre quiere ser visto. Es el primer paso para ser feliz. Que alguien repare en mí y me pregunte cómo me encuentro, qué me pasa. Hay personas que cuentan siempre lo que les sucede y nunca se detienen a preguntarles a los demás qué les pasa, cómo se encuentran. Viven tan pendientes de sus propios problemas que los problemas de los demás no existen en su radar. Tal vez por eso tiene tanta fuerza la pregunta de Jesús: «Jesús le dijo: – ¿Qué quieres que te haga?». Esa es la pregunta realmente importante. ¿Qué te sucede? ¿Qué te falta? Es la pregunta que Jesús siempre me hace al detenerse a mi lado. Quiere saber lo que me inquieta, lo que me abruma, lo que me desespera. Busca las razones de mi pena y de mi angustia. Y luego necesita saber si requiero su ayuda. ¿Qué puedo hacer por ti? Es la pregunta clave. ¿Qué puedo hacer por los que me rodean? ¿Cómo puedo ayudar al que está a mi lado en medio del camino? lo veo. Le pregunto cómo se encuentra. Y deseo saber lo que yo puedo hacer por él, si es que puedo hacer algo. «El ciego le contestó: “Rabbuní”, que recobre la vista». Y la respuesta del ciego es clara. Necesita ver, quiere ver. Quiere volver a ver el mundo con sus ojos. ¿Acaso no necesito yo lo mismo? Yo también estoy ciego. No veo la realidad como es. No veo a las personas en su verdad. No soy capaz de distinguir las formas que me rodean. No analizo bien los problemas, no los veo. Me equivoco en mis juicios. Interpreto mal lo que me dicen, lo que los demás hacen. Me dejo llevar por las apariencias y pienso que tengo razón. Hay mucha ceguera a mi alrededor y dentro de mi alma. Soy ciego y no sé ver debajo del agua. No sé analizar bien la realidad. No logro penetrar la capa de mi hermano bajo la que se esconde y se me presenta. Quiero ver lo que le sucede, no sólo verle a él. Es verdad que el primer paso es detenerme. Si siempre voy corriendo no voy a ver a nadie, no voy a ver la necesidad que me rodea. Necesito dejar de correr, como hace Jesús. Parar de andar no es fácil porque me gusta solucionar los problemas que veo frente a mí. Miro el mundo desde esa velocidad de mis pasos. Quiero llegar más lejos y cumplir mis metas. Responder a las expectativas de muchos y atender a todos los que me exigen y presionan. Un ciego al borde del camino no es nadie. Sólo grita, no está en mi agenda. Para poder verlo tengo que detenerme, dejar de andar. Me gusta esa imagen que al mismo tiempo me incomoda. Pararme para mirar a mi alrededor. Dejar de correr para posar mi mirada sobre lo que pasa en torno a mí. Ese es el segundo paso, primero me detengo, luego miro. Y miro de verdad. A veces me sucede que al mirar no veo. Paso por encima de las personas y no las observo detenidamente. Me pasa de vez en cuando. No me doy cuenta de alguien que me saluda. No lo he visto, no he prestado atención porque estaba buscando a otros quizás. A otros más importantes o a alguien a quien yo necesitaba para algo. Mirar alrededor es fundamental. No sólo ver, sino mirar atentamente. Soy ciego cuando no veo a mi hermano. Cuando no observo su necesidad. Cuando no me cuestiono qué hace ahí quieto a mi lado.

El tercer paso entonces, después de detenerme y mirar, es preguntar. ¿Qué tienes? ¿Por qué estás triste o preocupado? ¿Qué te inquieta? Esta pregunta es peligrosa porque puede tener consecuencias. Alguien me puede contestar expresándome sus deseos. Y entonces no puedo seguir corriendo, caminando, buscando resolver mis problemas, mis necesidades. El ver y el preguntar siempre tienen consecuencias. Me pueden contar lo que les sucede y entonces no me queda más remedio que involucrarme en la vida de esa persona. Ya no es un desconocido para mí. Es alguien con nombre y apellidos, con historia, con una enfermedad, con una ceguera, con una carencia. Y al contármelo me hace responsable de su problema. Ya no puedo irme sin hacer nada. Después de ese tercer paso viene el cuarto y con él ya no puedo dejar de actuar: ¿Qué puedo hacer por ti? Es la pregunta más esperada por el que está a mi lado. Por aquel que necesita ser curado, salvado, acompañado, abrazado, consolado. Es la respuesta del que tiene una necesidad inminente. No puede alejarse de mí porque siente que yo puedo darle alguna respuesta. ¿Qué puedo hacer realmente por los demás? Muchas veces es muy poco lo que puedo hacer. No puedo salvarlos de su dolor, de su pena. No puedo sanar sus enfermedades, no puedo devolverles la vida. Algo podré hacer y no será suficiente. Me siento culpable, en deuda. Como si quisiera llegar a todos y no pudiera. Quiero que se queden contentos y no lo logro, la exigencia supera todas mis capacidades. Y me frustro porque no alcanzo la meta marcada, el ideal exigido. A veces lo pregunto por satisfacer mi necesidad de sentirme útil. Si no lo hago me siento culpable. No ayudo al que me ayuda, no socorro al que me necesita. ¿Y si realmente no me necesita y yo me he inventado su necesidad? Tal vez no requiera mi presencia. Y yo se la impongo. Le exijo que acepte mi generosidad cuando no es lo que él ha expresado como deseo. ¿Qué puedo hacer por ti? Esa pregunta es fundamental y toca mis entrañas. ¿A quién se lo pregunto? Y si me dicen que nada. ¿Qué hago con mis ansias de ayudar, de cuidar, de preocuparme por otros para sentirme útil? ¿No será esa aparente generosidad mía una búsqueda enfermiza de mi propio yo? Me busco a mí diciendo que ayudo a muchos. Pero es a mí a quien busco. Mi necesidad obsesiva de sentirme útil, necesario, importante. Me han buscado a mí, han preguntado por mí. Han llamado a mi puerta porque soy importante para ellos. Una necesidad de ser valorado, atendido, querido. Una búsqueda de una aceptación que no llega cuando me rechazan y no me dejan ayudar, servir. Y entonces me quejo y les digo que así no se puede, que no tengo un lugar. Es como si no me sintiera valorado. Son ellos los enfermos, los necesitados y yo el que se queja por no poder hacer nada por ellos. Yo el que protesta porque no tengo un lugar para ayudar. Estoy mal. Recuerdo a personas que querían ver al enfermo en su lecho de muerte. No tanto para atenderlo, aunque sería un deseo genuino. En el fondo de su corazón anidaba el ansia de sentirse útiles, queridos, necesitados. Iban a visitarlo por ellos mismos, no por el enfermo que no necesitaba a su lado nada más que a los más cercanos en ese duro momento. Así es el corazón humano. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿A quién le hago yo esa pregunta? Hay muchas personas a mi alrededor y no me detengo, no miro, no pregunto. Quisiera ser más generoso, vaciarme de mi ego y buscar al que no tiene, al que le falta. Al final Jesús le dice al ciego que ahora podrá ver: «Anda, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino». El ciego es curado y ve. Su fe lo ha salvado. Ha creído en Jesús sin haberlo visto. Sólo supo que pasaba por ahí y creyó en Él, en su poder, en medio de su desesperación alzó sus ojos vacíos buscando su rostro. Gritó desesperado y no se desanimó cuando quisieron apartarlo de en medio. Siguió adelante, no se detuvo, creyó. Me gusta esa fe que no se detiene ante los fracasos, no se desanima y es inasequible al desaliento. El ciego que ahora ve ha creído antes en el poder de Dios. Lo imposible, curar a un ciego de nacimiento, se hace posible por su fe. Siempre la fe me salva, el acto ciego de creer en lo que no veo. Así lo hizo él y vio. Creyó sin ver y gritó y corrió al encuentro de ese hombre que podría cambiar su vida para siempre. Y su fe salvó su vida para siempre.

[1] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

[2] Toni Nadal Homar, Todo se puede entrenar

[3] Patricio Moore Infante. Visitación del Vaticano al Movimiento de Schoenstatt (1951-1953)

[4] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo

[5] J. Kentenich, Conferencia de Quarten 1950

[6] Patricio Moore Infante. Visitación del Vaticano al Movimiento de Schoenstatt (1951-1953)

[7] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo