Vitral en la capilla de la adoración    —–            La Visitación,  en Taizè                        perpetua por La Paz,  en Belén

Algunas palabras en el día de la Visitación y de la Misión.

Desde el horizonte desde el cual transito en este tiempo, como peregrino abierto a lo que el camino me regale y sorprenda, con cientos de imágenes en mi retina y en el corazón en lugares, personas y vivencias, no me resulta difícil hacer un puente entre lo que vivo y lo que significa este día.

El día de la Visitación describe el comienzo activo de la misión de María, quien se pone en camino con la Buena Nueva de Cristo en su vientre florecido. Isabel confirma su identidad y misión al responder a su visita con la pregunta y afirmación: “¿quién seré yo para que me visite la Madre de mi Señor?”. Y el Magníficat de María manifiesta su humilde y clara conciencia de elección y misión, como colaboradora en la obra redentora. Misión que se desvelará en su contenido con el tiempo y la vida, los instrumentos y los acontecimientos.

Por otro lado, el 31 de mayo de 1949, nuestro padre deposita simbólicamente un extracto de aquella carta que expresa en forma de reflexión y respuesta, la misión de Schoenstatt como contribución a la riqueza de carismas de la iglesia. Lo hace también, en el silencio y la pequeñez de un momento que tendrá una gran repercusión en su vida y traerá mucha fecundidad a la Familia y a la Iglesia, aunque el precio sea el exilio.

Ambos acontecimientos se unen en el don y la tarea que recibimos de Dios para hacernos parte, como instrumentos, en la obra de Dios y su relación con el mundo.

Durante estos meses he percibido con nitidez la riqueza de la diversidad de nuestra Iglesia y la manera como esa originalidad carismática se expresa en formas, caminos, lugares, personas y experiencias. Un carisma que no se expresa vivencialmente es puro intelecto; un carisma que no está  en diálogo con el tiempo es reliquia o monumento; un carisma que no se confronta y renueva es pura voluntad, seguridad y cumplimiento. En este recorrer he podido confirmar, con una humilde certeza interior, que un carisma no tiene que esforzase por sobrevivir en un mundo distinto al momento histórico durante el cual surgió; ni tampoco mimetizarse con todo lo nuevo para tener cabida en el tiempo. Más bien se trata de un profundo acto de fe en lo propio, una gran libertad para plasmarlo y un diálogo permanente con la riqueza de la pluralidad y diversidad de la iglesia; así como una gran confianza en la conducción de Dios, que puede conducir como él quiera y en el tiempo que quiera.

En ese sentido tres pensamientos, unido a nuestro fundador, se me vienen a la mente en este día 31 de mayo:

  1. Nuestro fundador no actuó solo. Y no me refiero a la acción de Dios, sino más bien al hecho de necesitar y buscar aliados para el cumplimiento de la misión encomendada. Sin aliados es imposible. Cuando nuestro carisma no ha alcanzado la proyección y fecundidad que quisiéramos, tenemos que meditar si muchas veces no hemos tratado de responder solos a muchos desafíos, ya sea como comunidades o personas individuales. El no dialogar y enfrentar juntos los desafíos le resta eficacia a la proyección. Es fácil descansar en mi proyecto o el proyecto de nuestra comunidad, pero el desafío es, sin perder la identidad, pensar y realizar juntos. Como aliados ante la magna misión.
  2. Nuestro fundador valoró y se enriqueció con la diversidad carismática de la iglesia. A veces tenemos el riesgo de pensar que la renovación de la iglesia partió con nosotros. El carisma se enriqueció, por ejemplo, con la tradición de los jesuitas, de comunidades educativas, de pensadores contemporáneos al padre; de corrientes filosóficas y psicológicas que también hablaban desde una novedad. Incluso, podríamos afirmar que la genialidad del padre fue el abrirse a esas nuevas corrientes de pensamiento y espiritualidad, proyectándolas desde la novedad schoenstattiana. Esto no significa desconocer la originalidad y  novedad de Schoenstatt, sólo afirmar que la riqueza no sólo está en la novedad, sino también en el diálogo, el complemento y la relectura de verdades ya afirmadas por otros o ya existentes (pensemos, sencillamente en la perspectiva teológica de la Alianza).
  3. Nuestro fundador confió en la conducción de Dios y dejó a Dios manifestarse. Nuestra historia no es una consecución de hechos fruto de una teoría o un ejercicio de voluntad. La vida fue abriendo puertas y confirmando caminos. Así como cerrando o aplazando otros. Esto significa que no debemos angustiarnos ni exigirnos para responder a todos los desafíos o responder aquí y ahora, a expectativas o aspectos no desarrollados aún. Dios conduce, lo importante es estar atentos y no dejar pasar esa oportunidad que le corresponde a Dios fijar en tiempo y forma. Esto puede significar que haya aspectos que no desarrollemos nunca o que le tocará a otras generaciones desarrollar, incluso a otras iniciativas en la iglesia. Ni dejar pasar a Dios de largo ni sus puertas abiertas, ni hacernos dioses tratando de responder a todo y a todos.

 

En la misión encomendada, Dios tomó la iniciativa. El desafío pedagógico y espiritual es estar atentos a su conducción y a los instrumentos que suscite, con libertad, confianza y generosidad, pues se trata de una misión común, enriquecida por nuestra originalidad.