El atroz asesinato hace unas semanas atrás de una niña de 5 años en Valparaíso ha gatillado una comprensible indignación. El nivel de violencia empleado en la perpetración de algunos delitos en el último tiempo asombra y provoca rabia e impotencia. Esta sensación aumenta la percepción de que las penas por delitos graves son bajas y relativamente fáciles de evadir. Ante esto, se han alzado voces pidiendo la restauración de la pena de muerte. Pero no debemos dejarnos obnubilar por la indignación pasajera. En este tiempo en que la vida humana ha sufrido tantas injusticias es bueno recordar que no pueden existir excepciones ante su defensa. Así lo sostuvo hace unos meses atrás el secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Tarcisio Bertone, reiterando la posición del magisterio en el sentido de que la defensa de la vida va «desde su concepción hasta su ocaso natural».Ese ha sido el tenor del Magisterio los últimos lustros. Juan Pablo II pidió expresamente la modificación del artículo del Catecismo en relación a este tema. La versión definitiva del Catecismo dio un nuevo sentido al tema de la pena y concretamente a la pena de muerte. Para afrontar de manera eficaz el argumento de la defensa de la vida sin excepciones, la nueva versión ha modificado el número 2.266 en el que se habla en general sobre los castigos o penas que puede infligir un Estado. El Catecismo explica que «La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito». A continuación, explica la razón de ser de estos castigos: «La pena tiene, ante todo la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable».Se comprende que la pena de muerte no tiene estas características expiatorias o «medicinales» que exige el Magisterio. Con estas premisas, el número 2.267 aborda concretamente el tema de la pena de muerte. Si bien la Iglesia en un pasado no excluyó este castigo, siempre que fuera «el único camino posible para defender eficazmente las vidas humanas del agresor injusto», hoy hace severos reparos que la hacen en la práctica inaplicable. Tras afirmar que los castigos incruentos se conforman mejor con el bien común y la dignidad de la persona humana, la Iglesia reconoce que hoy día es prácticamente injustificable el recurso a la pena máxima: «Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo, «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos». (Juan Pablo II, «Evangelium vitae», 56)». Cuando se presentó la «editio typica» del Catecismo el Cardenal Ratzinger, actual Benedicto XVI, comentó, en este sentido, la situación de Estados Unidos, donde muchos católicos se declaran favorables a la pena de muerte. Explicó que «la doctrina de la Iglesia no depende de los sondeos» y recordó que «en las sociedades avanzadas, como la estadounidense, existen otras soluciones que permiten defender a la sociedad de las agresiones de los ciudadanos».Se comprende la indignación ante el atroz crimen que sufrió Francisca Silva en Valparaíso. Pero la muerte del culpable no es la solución. Éste cargará con su delito en la conciencia toda la vida. De paso nos recordará que, tras cada delito, se esconde la tarea ineludible y urgente de sanar lo que dio ocasión para algo así: ¿Marginación? ¿Abandono? ¿Sentimiento de sentirse despreciado y solo? ¿Vagancia? ¿Falta de educación? Nada que justifique ese crimen pero sí elementos que nos dan luces para explicar tanta maldad. Finalmente el criminal será un recuerdo vivo para todos de que, así como asumimos nuestras victorias y progresos, estamos llamados también a asumir nuestras miserias.