Al colocar la imagen de la MTA en el Santuario de Paso Mayor.

13 abril 1952. Domingo de Resurrección en la Patagonia Argentina.

 

Queridos fieles:

Hemos pasado juntos un día entero. Hoy a la mañana, nos encontramos en este Santuario, estuvimos junto al altar, hemos cantado y rezado juntos y al salir, hemos vivenciado una alegría tan auténticamente humana, que los lazos de la mutua pertenencia espiritual se han fortalecido. Hemos comido (asado comunitario) y cantado juntos, pero no hemos bailado. Nuestra juventud dijo que eso tendría que estar, entonces el día habría alcanzado una cierta culminación y nosotros podríamos decir que habría sido una auténtica fiesta religiosa del pueblo. Sentimos que hoy, lo religioso ha estado en primer plano. ¡Una fiesta religiosa popular! La mayoría de las veces nos hemos encontrado aquí, en el Santuario. Fue una fiesta popular que supo unir también lo religioso con lo auténticamente humano, con la alegría. ¡Una fiesta religiosa popular! El pueblo no solamente ha participado en la fiesta, sino que también ha hecho todo lo posible por organizarla en la forma correspondiente. Ahora debo pensar, en primer lugar, en aquellos que han donado el Santuario (la familia Strack), luego, en los que, fielmente, han colaborado para adornarlo. El pueblo es el dueño de este Santuario y el pueblo es el que ha preparado la fiesta.

Una y otra persona me lo ha contado, por eso sé cuántos esfuerzos ha costado conseguir, cada vez, un Padre que celebrara la Santa Misa. Detrás de todo lo que se ha hecho, se halla siempre la iniciativa del pueblo, la colaboración del pueblo. También, aquí y allá, he oído graznar un búho: antes era mayor la participación en la Santa Misa. Sólo era necesario que se oyera el eco, «hay Santa Misa», «viene un sacerdote», para que la participación fuera más numerosa, más entusiasta. Pero un Padre, venido de Buenos Aires, ha comentado que hoy todo va cuesta abajo. ¿También entre nosotros va todo cuesta abajo? Verdad, la iniciativa es grande y vigorosa, puesto que es nuestro Santuario.

Me viene a la memoria un ejemplo: en Alemania, la catedral de Friburgo no fue construida por los grandes sino por los pequeños, los sencillos. Por eso, el pueblo está tan vinculado a su catedral y ahora, que ha sido destruida por la guerra, el pueblo trabaja con ahínco para volver a edificarla. Por eso, lo que allá fue en grande, aquí se ha repetido en pequeño. ¿Podemos decir que ahora va cuesta abajo? El amor, la responsabilidad por nuestro Santuario ¿van cuesta abajo? ¿Es cierto? ¿Es verdad que aquí, las distintas chacras no pueden poner a disposición ni siquiera un monaguillo cuando es necesario?

Me parece que la fiesta popular también debería volver a fortalecer nuestra conciencia de responsabilidad por nuestro Santuario, pero también la de los unos por los otros. No debemos ir cuesta abajo. Hemos de velar por ello. Puede ser que pase en la zona, pero no aquí. ¡Una fiesta religiosa popular! No sé si veo bien; hay un hombre que hoy ha pasado silenciosamente entre nosotros y sin embargo ha sido el centro; me refiero a nuestro Padre Maibach. Si estoy bien enterado, creo que todo lo que aquí se ha ido haciendo es inimaginable sin él. Muchas veces he pensado qué bien les hace tener a alguien que los conduzca, que los quiera, que les cante «las cuarenta», sin que se lo tome a mal. Ustedes están vinculados a él. El se los ha «comprado». El jamás ha buscado su provecho. El quiere servir al pueblo y ser uno más entre ustedes.

¡Fiesta popular! Preparar la fiesta popular no ha significado precisamente poco trabajo. Por eso les agradezco a todos los que hoy han participado, pero también a aquellos que han tratado de dar lo mejor de sí mismos para que la fiesta se transformara en una verdadera fiesta popular. Seguramente, a ustedes aún les hubiera gustado que se bailara. Lo necesitamos para que sea una verdadera fiesta popular. Las chicas tienen que conocer a los jóvenes y viceversa. El sacerdote puede estar presente. Yo no sé, yo soy un extraño, pero quiero el bien de ustedes y creo que sería lindo si pudiéramos reunirnos con más frecuencia. Tenemos lo suficiente para comer y beber. Lo que necesitamos es una unión mayor, no solamente por medio de la religión sino también por medio de lo auténticamente humano. Al mirarlos a los ojos, tengo la impresión de que allí hay tanta transparencia, tanta pureza. Sería una verdadera lástima que en nuestra juventud, se hicieran realidad las palabras: en todas partes, las cosas van cuesta abajo. Y para que no vaya cuesta abajo, nuestra sencilla fiesta popular tiene que alcanzar una cierta coronación en el hecho de que nosotros colocamos la imagen de nuestra Madre tres veces Admirable de Schönstatt en este Santuario.

 

Si alguna vez quieren saber cómo festejaba la religiosa Edad Media tales fiestas, tienen que leer cómo eran las coronaciones de los reyes y de las reinas. Piensen en el campeonato de tiro, ¡cómo lo hemos celebrado! O ¿cómo se celebran las fiestas en las sociedades recreativas? Ustedes pueden estar seguros, de que, si la Iglesia y aquellos que la sirven no ofrecen al pueblo ninguna alegría, lo harán otros. El pueblo corre en pos de aquellos que le saben ofrecer el máximo posible de alegrías. Y esto queremos hacerlo nosotros. No decir siempre, tan sólo: ¡Qué distinto era todo cuando éramos jóvenes! Oh, no, hoy también existen cosas valiosas. Sólo que tenemos que intentar reunir al pueblo joven para que sea capaz de resistir contra todo lo que lo impulsa hacia abajo.

¿Saben cómo se celebraban tales fiestas en la Edad Media? Eso era cuando aún había fiestas del emperador o del rey. Se abrían las canillas y el vino corría a torrentes; y se hacían juegos. Pero el punto cumbre de la fiesta popular era -en los tiempos en que el pueblo tenía aún emperadores y reyes cristianos-, cuando el rey o el emperador presentaba al pueblo su esposa cristiana. Todos se sentían como en una familia y la reina era la gran madre de la familia.

¿Qué queremos hacer? Coronar nuestra fiesta popular. ¿Con qué queremos coronarla? ¿Por medio de qué? Ahora podría imaginarme que estoy en el lugar de un emperador o de un rey, entonces, en nombre de la Santísima Trinidad, puedo presentarles a nuestra Reina, nuestra Madre y Reina tres veces Admirable de Schönstatt. Ella quiere volver a presentarse hoy, nuevamente, ante nosotros y nosotros queremos regalarnos renovadamente a Ella. Conocemos la historia de la imagen, sabemos que ahora tenemos ante nosotros, la imagen de la MTA en su forma original. Pedimos que nos enviaran la imagen desde Europa y la hemos bendecido en nuestro Santuario central de Argentina, en Florencio Varela. Si Dios quiere, el Padre Maibach va a velar para que ustedes hagan, en octubre, una peregrinación al Santuario central, en Florencio Varela. La imagen de la Madre de Dios quiere volver a iluminar nuevamente nuestra vida.

 

 

Cuando me dijeron, con tanta sinceridad, que el Padre de Buenos Aires habría dicho que aquí todo va cuesta abajo… yo pensé que no quedaría otra solución que colocar en el centro a nuestra Madre tres veces Admirable y entregarle a Ella la responsabilidad por todos los habitantes del pueblo y por todos los que quieran participar de la responsabilidad por este Santuario. Un hombre sencillo del pueblo me dijo: nosotros no podemos hacer nada, no podemos detener los autos que pasan a toda velocidad. Lo que ahora podemos hacer es ofrecerle nuestro pueblo y ofrecernos a nosotros mismos a la Madre tres veces Admirable y pedirle que Ella mantenga el cetro en sus manos.

Con esto no les he dicho nada nuevo, solamente he repetido lo que ustedes hoy me han dicho con sus palabras, con sus gestos, con su ejemplo y con lo que han experimentado en sus corazones sin haberlo expresado verbalmente. En realidad yo no necesito decir nada más. ¿Estamos aún un poco abiertos para lo religioso, o todo esto nos deja insensibles? Si somos hombres pascuales, siempre poseeremos un órgano para lo moral, para lo religioso, para lo sobrenatural. Creo que debería pedirle a la Madre de Dios y a todos los que nos quieren que Ella inscriba nuestros nombres en su corazón con sangre y fuego. ¡Por favor, tomen una vez su nombre, su apellido! Mi nombre, el nombre de cada uno de ustedes, ha de ser inscripto por Ella, con sangre y fuego, en su corazón, es decir, Ella debe inscribirlo indeleblemente con su amor maternal cálido y profundo. Por supuesto que de esto se desprende que si la Madre de Dios hace esto, también nosotros tenemos que empeñarnos por inscribir en nuestro corazón el nombre de la Madre y Reina tres veces Admirable de Schönstatt con sangre y fuego, indeleblemente, con un amor cálido, ardiente y con un amor creciente.

 

No quiero decirles cosas sólo intelectuales. Podría darles toda una serie de reglas de sabiduría: esto hay que hacerlo así y esto hay que hacerlo así… pero creo que tenía razón el hombre que dijo con tanta sencillez que no podía hacer otra cosa que regalarle el pueblo a la Madre de Dios. ¿Qué es lo que lo ha movido al Padre Maibach a venir con ustedes? ¿Creen que él obtiene algún provecho de esto? Aunque, también hoy, haya estado tratando de conseguir lana de oveja y no haya dejado en paz a nuestros hombres hasta que le regalaron un poco, éste no fue el motivo principal. Lo que lo ha movido fue lo que les he explicado: él quisiera regalarlos a todos ustedes a la Madre de Dios. El ha venido hasta aquí para darles a conocer a la Madre y Reina tres veces Admirable, para entusiasmarlos, para que realmente sus nombres sean inscriptos en su corazón y su nombre en sus corazones. En el hecho de que ustedes me hayan buscado para que viniera a visitarlos se han unido la preocupación de su pastor, de su cura de almas, y la preocupación de sus padres en el anhelo de salir al encuentro de un nuevo mundo. ¿Y quién ha de prestarnos ayuda y sostén en ese nuevo mundo?

Existe un relato, de hace mucho tiempo, proveniente de la Edad Media. Debe de haber sido un príncipe suabo. Su madre había muerto y al finalizar el entierro, regresa a su castillo, atravesando grandes bosques. Permanentemente piensa en su madre, a quien ha querido con todo su corazón. Pensativo, se detiene delante de un árbol y, sin querer, se da cuenta que ha grabado el nombre de su madre, en la corteza del árbol. Vuelve a su casa. Al cumplirse el primer aniversario recuerda a su madre, no solamente junto al altar sino que decide recorrer el mismo camino que recorriera un año antes. Va al bosque y se detiene delante del árbol en el que había grabado el nombre de su madre. Al ver cómo la corteza había seguido creciendo, pensó: puede ser que en la corteza se borren un poco los contornos, pero el nombre de mamá está grabado indeleblemente en mi corazón y ya no se puede borrar más.

¿Están ustedes convencidos, al igual que yo, que a cada uno de nosotros -sea hombre o mujer- la Madre de Dios lo ha inscripto con nombre y apellido en su corazón? Nuestro nombre no puede ser borrado jamás, por más que llegáramos a ser no sé qué clase de ancianos. Nuestro nombre se mantiene indeleblemente grabado en el corazón de la Madre de Dios. Esto quiere decir que Ella nos rodea, a cada uno de nosotros, con un amor ardiente, creciente. Pensemos en las fiestas populares que se celebraban en la Edad Media. La reina era presentada al pueblo. Así vemos nosotros a la Reina del pueblo, a la Reina de los corazones. ¿Qué significa esto en particular? La Madre de Dios ha inscripto mi nombre en su corazón con sangre. ¡Ah! Eso quiere decir: con todo su amor maternal.

San Agustín dijo una vez que las lágrimas son la sangre del alma. No sólo pueden llorar los ojos sino también el alma. La Madre de Dios ¿no ha tenido que sufrir muchísimo por nosotros? Recordemos que Ella ha tenido que entregar al Salvador, al pie de la cruz. Ella lo ha entregado por nosotros. Quiere decir que Ella ha estado dispuesta a morir, junto con el Salvador, por amor a nosotros. No sé, si esto lo tenemos presente ante nuestro ojos, entonces hay un pensamiento que penetra profundamente en nuestro corazón: la Madre de Dios ha permitido que el amor a nosotros le costara un precio muy alto. Ella ha permitido que nuestra redención le resultase cara. No fue algo tan simple.

 

En algo estamos aún bajo la impresión del Viernes Santo. «La Madre de Cristo estaba llena de dolor» (Misa de Nuestra Señora de los Dolores, 15 de setiembre). Su dolor maternal tiene que haber sido ilimitado, como el mar. Por favor, comprendan lo que quiero decir: «¡Stabat Mater!» ¡Ella estuvo de pie junto a la cruz! (idem) Ella no sucumbió, ha dicho un sí a la muerte de su Hijo; no se limitó a una actitud creyente ante la misión del Salvador, sino que también, por libre elección, hizo descender al Salvador, del cielo a la tierra.

Si se dice del Padre Celestial: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unico» (Jn 3,16), las mismas palabras valen de la Madre de Dios: Tanto amó Ella al mundo que entregó a su Hijo Unico, por amor a nosotros. Ahora tengo que pedirles, a cada uno, que pronuncien su nombre y apellido: por mí la Madre de Dios ha presentado como ofrenda de sacrificio a su Hijo Unigénito, en esa figura terriblemente maltratada.

 

«¡Stabat Mater!» En esas palabras, resuena todo lo que la Madre de Dios ha tenido que soportar, en penas y sufrimientos. ¿Cuáles fueron esos sufrimientos? ¡El nacimiento de su Hijo en un establo! ¿Fue algo grande eso? ¡Cuántas veces tuvo que huir! También nuestros antepasados tuvieron que huir. María tuvo que huir de la tierra judía a la tierra pagana. ¡Cuánto ha tenido que soportar al ver al Salvador azotado, coronado de espinas! Y Ella sabía que Jesús no moriría, si Ella, la Madre, no decía su «sí».

Podemos comprender que, ante esta realidad, ciertos teólogos, que ven los nexos internos con mayor claridad, digan que el sol y la luna se oscurecieron, por lo que estaba sucediendo, pero de la Madre de Dios dicen: «Stabat». Ella estaba tranquila, firme, decidida. Algunos teólogos van más allá y dicen que María se hallaba tan profundamente inmersa en la voluntad divina, que, si los soldados no lo hubiesen hecho, Ella hubiera estado dispuesta a clavar, con su propia mano, la lanza en el corazón de su Hijo. Con tanta firmeza creyó en su misión. ¿Comprenden por qué les recuerdo esto? «Tanto amó Dios al mundo…», tanto nos ha amado la Madre de Dios, que fue capaz de entregarlo todo con soberana libertad.

Cuando el Señor ascendió, no hacia el Gólgota sino al Monte Tabor, llevó consigo a tres de sus discípulos, pero a su Madre no. Los discípulos lo vieron transfigurarse y no fueron capaces de dominar la vida, a pesar de haber visto toda su gloria; pero ahora, al dirigirse al Gólgota, El lleva consigo a su Madre. Y Ella estuvo de pie, junto a la cruz.

Contemplemos el paraíso. ¿Quién estuvo en ese tiempo, de pie, ante el árbol de la vida? Eva. ¡Cómo traicionó ella al mundo! Aquí está la Madre de Dios, al pie de la cruz. Ella quiere reparar el error de Eva. A la hora del mediodía, María está de pie. Una masa de personas se halla en torno al «criminal» y Ella lo apoya. ¿Se dan cuenta de su grandeza, de la plenitud de gracias? ¿No ha permitido la Madre de Dios que mi redención le costase cara? Solamente necesitamos mirar su interior, la grandeza de un corazón de mujer, en el indecible sufrimiento que, en aquel tiempo, tuvo que saborear la Madre de Dios para comprender lo que significa que Ella haya inscripto mi nombre en su corazón, con sangre y fuego. El emperador Vespasiano dijo que, cuando un emperador muere, corresponde que lo haga de pie.

De la Madre de Dios se dice: «¡Estaba de pie!» ¿De dónde sacó la fuerza? Cuando el sol, la luna y las estrellas temblaron por la muerte de Jesús, ¿de donde recibió María la fuerza y la tranquilidad? Ella estaba de pie junto a la cruz. Podía asemejarse al Crucificado y por medio de El, recibió la fuerza para inclinarse ante la voluntad del Padre, para sacrificar a su Hijo Unigénito, por nuestro bien.

Esto es lo que quiere decir la expresión: la Madre de Dios nos ha inscripto en su corazón con sangre y fuego. Ahora yo le pido a Ella que vele para que ustedes no sólo escuchen este mensaje, sino para que les penetre profundamente en el corazón. Podemos ser jóvenes o ancianos, podemos ser varones o mujeres, pero todos necesitamos tener alguien que nos quiera, que nos ame, que esté dispuesto a ponerse a nuestra disposición, en cada momento. ¿Y quién es esa persona? La Madre de Dios. En la culminación de esta fiesta popular, miren a la Reina, a la Madre, a la Reina del pueblo, que ama también a nuestro pueblo, que nos ama a nosotros, que nos ha guiado hasta aquí y que ha guardado la fe de nuestros antepasados alemanes, en Rusia y también aquí, en la Argentina. Ella ha inscripto mi nombre en su corazón, con sangre y fuego. ¿Qué se desprende de esto?

Después, cuando bendigamos la imagen y la coloquemos aquí, en el nuevo lugar, ¿qué deberá decirnos? La Madre y Reina tres veces Admirable de Schönstatt nos lleva a nosotros y a cada hijo en su corazón. Mi mayor preocupación debe ser volver a encomendarle, todos los días, a la Madre de Dios, cada uno de mis hijos. Ella nos ha inscripto en su corazón con sangre y fuego.

 

Hoy por la mañana, cuando tomé el café en la cocina, nos regalaron una hermosa torta. Estaba adornada con una rosa. Quisiera decir algo sobre la rosa roja. Voy a contarles una leyenda. Cuando el Salvador se desangraba en la cruz, la sangre corrió hasta el suelo. Al pie de la cruz, había una rosa blanca. En aquel tiempo, todas las rosas deben de haber sido blancas. Pero como esa rosa blanca absorbió la sangre del Señor, desde ese entonces dio las más hermosas rosas rojas y nunca más perdieron su color. Así, mi nombre está indeleblemente inscripto en el corazón de la Madre de Dios, no solamente en el árbol, en la corteza, sino en el corazón de la Madre de Dios y, por cierto, con sangre y fuego, con un amor cálido, sumamente cálido y ardiente.

Volvemos a abrir la Sagrada Escritura y allí leemos: En cierta ocasión, llevaron a una adúltera hasta el Salvador; El debía juzgarla. Entonces, -está tan hermosamente escrito en la Sagrada Escritura (Jn 8,1-11)- el Salvador comenzó a escribir en la arena con la mano. ¿Qué escribió? No lo sabemos, ya que después el viento volvió a desparramar la arena. También estoy inscripto en el corazón de la Madre de Dios, no en la arena sino en el corazón y, por cierto, con sangre. Por eso, ningún poder del mundo me puede volver a borrar; hay una sola cosa, un sólo motivo que puede llegar a obligar a la Madre de Dios a arrancarme de su corazón, si al final de la vida me tuviera que colocar a la izquierda del Señor, si tuviera que escuchar las duras palabras: «Apártense de mí, malditos» (Mt 25,41). Entonces, también Ella tendría que arrancarnos de su corazón. Pero esto jamás se hará realidad, puesto que Ella nos ha inscripto en su corazón con sangre y fuego.

¿Qué se desprende de todo esto? También nosotros queremos grabar indeleblemente el nombre de la Madre y Reina tres veces Admirable de Schönstatt en nuestro propio corazón. En nuestro propio corazón, pero también en el corazón de nuestros hijos y en los de los hijos de nuestros hijos. ¿Qué podemos hacer para que las cosas no vayan cuesta abajo? Creo que lo que dijo ese hombre sencillo, sólo que ahora lo he expresado en forma un poco diferente: entregarle a María el cetro en las manos o, expresado en forma más sencilla aún, queremos inscribir su nombre en nuestro corazón con sangre y fuego. Aquí tenemos su imagen. ¿Qué nos dice? ¿No deberíamos tener un rincón schönstattiano y conducir a toda la familia para que rece delante de su imagen?

Ustedes deberían considerar todo esto como una parte de la más sana sabiduría de vida. Lo que tenemos que salvar es el amor a la Madre de Dios. También yo tengo que permitir que el amor a la Santísima Virgen me resulte caro, debo hacer abundantes sacrificios por Ella, sobre todo los sacrificios en la autoeducación y en darle mayor valor a lo moral.

Si en vez de venir con las manos vacías, llegamos hasta aquí con las manos llenas, los sacrificios que traemos son la causa por la que la Madre de Dios nos contempla con gran alegría.

 

Hace mucho tiempo, a fines del siglo pasado, un joven sargento francés iba a ser condenado a muerte. El era el orgullo de su regimiento. Al entrar en Estrasburgo, fue tomado prisionero. Durante la noche, lo visitó un joven oficial, quien le dijo: «Te he visto luchar como sargento, ¡confiésame tu secreto! ¿Qué has hecho?» «Deserté y fui condenado a muerte. ¡Oh, eso es algo que tú no entiendes!» El oficial trató de penetrar más aún en su interior y quiso saber por qué había desertado. Entonces, el sargento comenzó a llorar y dijo: «Entre nosotros es costumbre -puede ser superstición- que cuando alguien muere, aquel que encuentra la primera florcita sobre la tumba del difunto puede confiar que estará unido a él por toda la eternidad. Mi madre había muerto y yo la quería mucho. Ese fue mi secreto: yo siempre hice lo que le daba alegría a mi madre. Tuve que dejarla, me resultó difícil, pero ella me dijo: ‘Sabes que con esto me das una alegría’. Esto me dio fuerzas para abandonar el hogar. Ustedes me han visto luchar como un león. Siempre pensé que así lo quería mi madre. Siempre viví en mi madre y con mi madre. De repente recibí la noticia de que mi madre había muerto. Pedí licencia y no me la dieron.» «¿Y entonces?» «Entre nosotros existe la creencia que aquel que encuentra el primer ‘nomeolvides’ de la tumba de un difunto permanece indisolublemente inscripto en su corazón, y esto me dio fuerza para ser infiel a mi puesto a fin de apurarme para llegar a la tumba de mi madre y conseguir el primer ‘nomeolvides’. Aquí lo tengo escondido. Mañana seré llevado al patíbulo. Cuide que nadie me quite el ‘nomeolvides’, pues, mientras lo tenga conmigo, sé que mi madre piensa en mí.» El joven oficial abandonó al sargento. Irrumpió la luz del día y llegaron los últimos momentos. El joven se dirigió con vigor hacia el patíbulo. Lo fusilarán. De repente, se produce un gran tumulto. Suenan las trompetas y se escucha: «¡Llega el emperador!» El condenado a muerte se da vuelta y ve que el joven oficial que le había visitado durante la noche, era el emperador. Solemnemente, el emperador anuncia el perdón y dice: «Un hijo que tanto quiere a su madre, es un hombre fiel.» Le fue perdonada la pena, recibió un puesto importante y murió rodeado de honores.

¿Por qué les cuento esto? Si la Madre de Dios ha escrito nuestro nombre en su corazón, con sangre y fuego, entonces corresponde que también nosotros nos convirtamos en un segundo sargento; que su nombre sea inscripto en nuestro corazón y que el amor a Ella se convierta en un gran poder.

Entonces, el Salvador nos dirá: quien me pida una gracia en nombre de la Madre tres veces Admirable será escuchado. Su nombre tiene que arder de tal modo en mi corazón que, por causa de Ella, sean quebradas todas las cadenas, las cadenas de la pasión, de la falta de religiosidad.

En mí tiene que arder el amor a la Madre de Dios, ya que el amor que Ella me tiene es tan cálido y profundo. Nuestro mundo de Schönstatt está orientado por una expresión que nosotros repetimos entusiasmados en todas partes. Esa expresión dice: «¡Mater habebit curam!» La Madre cuidará. ¿De qué cuidará Ella? De la triple gracia sobre la que hablé ayer por la noche:

  1. Que nuestra descendencia se mantenga católica. Es decir, ¿me preocupan mis hijos? ¿Adónde puedo ir? A la Madre de Dios.
  2. Ella tiene que velar para que nosotros nos mantengamos como una unidad cerrada, que no nos separemos. Es decir, cuando noto envidias y celos, desunión dentro de las propias filas, y por mis propias fuerzas no puedo volver a restablecer la unidad, quién debe ayudarme? La Madre de Dios.
  3. Y finalmente, si nos preocupa la situación económica, afirmamos «¡Mater perfectam habebit curam!»

 

Así quisiéramos concluir hoy con nuestra fiesta popular, al menos terminar el primer día. Si los reyes y los emperadores consideraron como el momento cumbre de la fiesta la presentación de la Reina al pueblo, también éste debe ser el momento cumbre de nuestra fiesta popular: haberles mostrado, hoy, a la Reina, a nuestra Madre tres veces Admirable, mediante la colocación de su imagen. Vemos a la Madre de Dios y estamos convencidos de que Ella nos quiere, que Ella ha permitido que nuestra redención le significase algo. Nosotros le pertenecemos a Ella y Ella nos pertenece a nosotros. «Mater perfectam habebit curam». Y si ahora puedo bendecir la imagen de María, quisiera, con ello, volver a bendecirlos a todos ustedes y pedirle a la Madre de Dios que Ella inscriba en su corazón mi nombre, el nombre del Padre Maibach, y todos nuestros nombres; pero también queremos prometerle que inscribiremos profundamente su nombre en nuestro corazón.