P. Rafael Fernández
2. El imperativo de la autoformación
Desde el inicio de Schoenstatt, el P. Kentenich destacó el imperativo de la autoformación. Lo proclamó ya en el Acta de Prefundación (27 Octubre de 1912) y en el Acta de Fundación (18 de Octubre de 1914).
Citamos sus palabras en el Acta de Prefundación:
“¿Cuál es, entonces, nuestro fin? (…) Bajo la protección de María, queremos aprender a educarnos a nosotros mismos, para llegar a ser personalidades recias, libres y sacerdotales. (…)
Queremos aprender. Por tanto, no sólo ustedes, sino también yo. Queremos aprender unos de otros. Porque nunca terminaremos de aprender, mucho menos tratándose del arte de la autoeducación, que representa la obra y tarea de toda nuestra vida.
Queremos aprender, no sólo teóricamente: así hay que hacerlo, así está bien e incluso es necesario… En realidad todo eso nos serviría muy poco. No. Tenemos que aprender también prácticamente. Debemos poner manos a la obra cada día, cada hora. ¿Cómo aprendimos a caminar? ¿Se recuerdan cómo aprendieron, por lo menos, cómo aprendieron sus hermanos menores? ¿Acaso la mamá hizo grandes discursos diciendo: “Fíjate Toñito o Mariíta, así hay que hacerlo”? Si así hubiese sido, aún no sabríamos caminar. No, ella nos tomó de la mano y así comenzamos a caminar. No, a caminar se aprende caminando; a amar, amando. Del mismo modo debemos aprender a educarnos a nosotros mismos por la práctica constante de la autoeducación. Y, en verdad, ocasiones no nos faltan.
Queremos aprender a educarnos a nosotros mismos. Esta es una tarea noble y alta. Hoy en día la autoeducación ocupa el centro de la atención en todos los círculos culturales. La autoeducación es un imperativo de la religión, un imperativo de la juventud, un imperativo del tiempo. (…)
La autoeducación es un imperativo del tiempo. No se necesita un conocimiento extraordinario del mundo y de los hombres para darse cuenta de que nuestro tiempo, con todo su progreso y sus múltiples experimentos, no consigue liberar al hombre de su vacío interior. Esto se debe a que toda la atención y toda la actividad tienen exclusivamente por objeto el macrocosmos, el gran mundo en torno a nosotros. Y realmente entusiasmados tributamos nuestra admiración al genio humano que ha dominado las poderosas fuerzas de la naturaleza y las ha puesto a su servicio. (…)
Pero a pesar de esto, hay un mundo, siempre viejo y siempre nuevo, el microcosmos, el mundo en pequeño, nuestro propio mundo interior, que permanece desconocido y olvidado.
No hay métodos, o al menos, no hay métodos nuevos, capaces de verter rayos de luz sobre el alma humana. “Todas las esferas del espíritu son cultivadas, todas las capacidades aumentadas, sólo lo más profundo, lo más íntimo y esencial del alma humana es, con demasiada frecuencia, descuidado”. Esta es la queja que se lee hasta en los periódicos. Por eso la alarmante pobreza y vacío interior de nuestro tiempo.
Aún más. Hace algún tiempo, un estadista italiano señaló como el mayor peligro del progreso moderno, el hecho de que los pueblos atrasados y semicivilizados se apoderasen de los medios técnicos de la civilización moderna sin que, al mismo tiempo, les sea suministrada la suficiente cultura intelectual y moral para emplear bien tales conquistas.
Pero quisiera invertir el problema y preguntar: ¿están los pueblos cultos y civilizados suficientemente preparados y maduros para hacer buen uso de los enormes progresos materiales de nuestros tiempos? ¿O no es más acertado afirmar que nuestro tiempo se ha hecho esclavo de sus propias conquistas? Sí, así es. El dominio que tenemos de los poderes y fuerzas de la naturaleza no ha marchado a la par con el dominio de lo instintivo y animal que hay en el corazón del hombre. Esta tremenda discrepancia, esta inmensa grieta, se hace cada vez más grande y profunda. Y así tenemos ante nosotros el fantasma de la cuestión social y de la ruina social, si es que no aplicamos enérgicamente todas las fuerzas para producir muy pronto un cambio. En lugar de dominar nuestras conquistas, nos hacemos sus esclavos. También nos convertimos en esclavos de nuestras propias pasiones.
¡Es preciso decidirse! ¡O adelante o atrás! ¿Hacia dónde entonces? (…)
Por lo tanto ¡adelante! Sí, avancemos en el conocimiento y en la conquista de nuestro mundo interior por medio de una metódica autoeducación. Cuanto más progreso exterior, tanto mayor profundización interior…
En adelante no podemos permitir que nuestra ciencia nos esclavice, sino que debemos tener dominio sobre ella. Que jamás nos acontezca saber varias lenguas extranjeras, como lo exige el programa escolar, y que seamos absolutamente ignorantes en el conocimiento y comprensión del lenguaje de nuestro propio corazón. Mientras más conozcamos las tendencias y los anhelos de la naturaleza, tanto más concienzudamente debemos enfrentar los poderes elementales y demoníacos que se agitan en nuestro interior. El grado de nuestro avance en la ciencia debe corresponder al grado de nuestra profundización interior, de nuestro crecimiento espiritual. De no ser así, se originaría en nuestro interior un inmenso vacío, un abismo profundo, que nos haría desdichados sobremanera. ¡Por eso: autoeducación!
Así lo exigen nuestros ideales y las aspiraciones de nuestro corazón, lo exige nuestra sociedad, lo exigen sobre todo nuestros contemporáneos, especialmente aquellos con quienes conviviremos al realizar nuestras tareas futuras. Como sacerdotes (NT: el P. Kentenich se refiere a estudiantes seminaristas que se encaminan al sacerdocio; pero esto mismo puede aplicarse a todo joven y a la tarea que está llamado a realizar en el futuro) tendremos que ejercer una profunda y eficaz influencia en nuestro ambiente y lo haremos, en último término, no por el brillo de nuestra inteligencia, sino por la fuerza, por la riqueza interior de nuestra personalidad.
Tenemos que aprender a educarnos a nosotros mismos. A educarnos a nosotros, con todas las facultades que poseemos…
Debemos autoeducarnos como personalidades sólidas. Hace tiempo que dejamos de ser niños pequeños. Entonces, permitíamos que nos guiaran las ganas y los estados de ánimo en nuestras acciones. Ahora, sin embargo, debemos aprender a actuar guiados por principios sólidos y claramente conocidos. Puede ser que todo vacile en nosotros. Vendrán con seguridad tiempos en que todo vacile en nosotros. Entonces ni siquiera las prácticas religiosas nos ayudarán. Sólo una cosa nos puede ayudar: la firmeza de nuestros principios. ¡Tenemos que ser personalidades recias!
Tenemos que ser personalidades libres. Dios no quiere esclavos de galera, quiere remeros libres. Poco importa que otros se arrastren ante sus superiores, les laman sus zapatos y agradezcan si se les pisotee. Nosotros, empero, tenemos conciencia de nuestra dignidad y de nuestros derechos. Sometemos nuestra voluntad ante los superiores no por temor o por coacción, sino porque libremente lo queremos, porque cada acto racional de sumisión nos hace interiormente libres e independientes.
Queremos poner nuestra autoeducación bajo la protección de María…”
Terminamos aquí la cita del Acta de prefundación de 1912
Dos años más tarde, el 18 de octubre de 1914, el P. Kentenich enmarca este llamado a autoformarse bajo la protección de María, en la alianza de amor sellada en el santuario. Él y los jóvenes congregantes ofrecen a María, como viva petición para que ella se establezca espiritualmente en la pequeña capilla de Schoenstatt, abundantes contribuciones al Capital de Gracias.
De esta forma, la alianza de amor sellada con María está estrechamente ligada a nuestra cooperación, según el lema que siempre ha guiado a Schoenstatt: “Nada sin ti, nada sin nosotros”.
Las contribuciones al Capital de Gracias expresan nuestro compromiso como contrayentes de la alianza. Ellas son la condición para que la Santísima Virgen se establezca espiritualmente en el santuario. Leemos en el Acta de Fundación: «Pruébenme por hechos que me aman realmente y que toman en serio su propósito»; «es esta propia santificación (autoformación) la que exijo de ustedes».
Según el Acta de Fundación, esto implica que:
Tenemos que esforzarnos seriamente por la autoformación, por nuestra transformación y crecimiento interior.
Probar con obras que la amamos realmente y que tomamos en serio lo propuesto; aumentar al máximo las exigencias, en otras palabras, ser magnánimos; distinguirnos por un fiel y fidelísimo cumplimiento del deber de estado y por una vida de intensa oración. Por último, ofrecer todo lo anterior como contribuciones al Capital de Gracias.