Domingo XI Tiempo ordinario

 

Ezequiel 17, 22-24; 2 Corintios 5, 6-10; Marcos 4, 26-34

«Es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra»

16 junio 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«¿Cuáles son las fuentes de mi alegría? ¿Soy capaz de desconectar cuando me voy de vacaciones o tengo un día libre? ¿Dejo a un lado el celular y esas redes sociales que me quitan la paz?»

La vida tiene esas cosas que son impredecibles. Inconvenientes con los que uno no cuenta. Imprevistos que rompen los cálculos humanos. Cuando parece que todo va a salir bien se tuerce. Una tormenta, una sequía prolongada, un incendio, un accidente, una imprudencia, un error. Las cosas suceden y no determinan mi felicidad. No soy más feliz cuando todo está en orden. Puedo ser feliz en medio del caos. Me gusta comprender una y mil veces mi falta de paciencia. Entiendo que cuando se repartía la paciencia yo no llegué al reparto. Y me impaciento cuando no resultan las cosas como yo quería. Espero más de lo que me dan. Deseo más de lo que recibo. Como ese niño malcriado que no acepta un no por respuesta, ni un mañana por consejo. Desearía tener ya lo que he soñado. Lloro de ansiedad ante un futuro incierto que me preocupa. Hay muchas personas esperando ante la puerta. Como queriendo que alguien les dé una respuesta. Hay demasiadas cosas que no dependen de mí. De mí sólo depende lo que yo haga, lo que deje de hacer, lo que diga o calle. Soy responsable de mis actos. Incluso de aquellos que yo no recuerdo. Respondo por el mal que he causado y por ese bien que he dejado de hacer. Si el mundo no cambia para mejor es también por mi culpa, soy responsable. Si hay hambre y dolor, guerras y muertes, injusticias y aberraciones yo también soy parte de ese mal del mundo. Cada vez que no he hecho el bien, cuando he ofendido, herido, abusado de otros más indefensos que yo. Cuando no he sido capaz de sembrar algo de esperanza en medio de la angustia. Cuando no he dado el perdón a quien me lo pedía de rodillas. Cuando me he negado a dar un abrazo al que suplicaba mi amor. Cuando he huido del peligro dejando que otros pasaran solos esos momentos difíciles. A veces sé que pedir perdón no es suficiente. Lo que he hecho no se olvida, es como si hubiera quedado grabado en roca en la memoria. No es suficiente con reconocer mi culpa, temiendo las consecuencias de mis actos pasados. No basta con desear que mi mal nunca hubiera ocurrido. Por eso pienso en las posibles malas decisiones que puedo llegar a tomar. No quiero cometer errores. No quiero hacerle daño a nadie. La vida es muy breve y sólo merece la pena si siembro luz. A veces me duele el alma al escuchar el dolor que causan los pecados. Me duele el corazón ante las injusticias, ante la inocencia quebrada. Las lágrimas de los que sufren me dejan roto. ¿Cómo puedo calmar todo el dolor que veo? ¿Cómo puedo sanar tantas heridas abiertas? ¿Cómo se unen el cielo y la tierra creando una cadena de esperanza? Me asusta la impotencia que siento. La impunidad ante el daño que cae como una tormenta de forma inapelable. Hay muros que se caen y dejan al desnudo mis fragilidades. Un muro roto deja pasar la vida y el dolor. Puedo inventarme algo para evitar los miedos. O puedo enfrentar la vida con todo lo que tiene, lo bueno y lo malo. Hay más esperanza en los que han pasado por grandes dificultades. Los que han sufrido la muerte y han salido victoriosos. Hay mucha más alegría en los que han llorado y han visto recompensada su entrega. Hay más vida en los que han muerto y han sido rescatados de un valle de lágrimas. Siento que puedo hacer algo para restablecer ese caos emocional de los hombres. No puedo volver al momento previo a esos actos que causaron tanta muerte. Pero puedo acoger al que sufre, escuchar al que llora, acompañar al que está herido. Puedo permanecer ante la cama del que gime en agonía. Esperando su recuperación y su sanación de un día para otro. Sé que la soledad en medio del dolor es demasiado dañina. El alma se resiente y todo parece descomponerse de forma inmediata. Se caen los cimientos que estaban mal levantados y parece imposible recomponer lo roto. ¿Cómo podré cambiar el aspecto de todo lo que no me gusta? ¿Cómo haré para que la vida sea mejor después de haberlo perdido todo? No hay manera de llegar más lejos, ni más alto. El camino se pone difícil, demasiado lejos queda todo, demasiado alto. Quisiera dar la vida por amor y sostener a los que están más solos. A los que han sufrido la angustia y la muerte. Me gustaría levantarme sobre mis cimientos caídos y volver a empezar un día nuevo. Con más fuerzas. Resurgir de esta tierra de esperanza que mira al cielo. No sé cómo sanarán las heridas, pero sí sé que brotará agua que calmará la sed y la sequía.

Necesito crear vínculos sanos. Quiero ser capaz de vivir anclado en el corazón de mi hermano. Vinculado a un hogar, a un nido. Quisiera tener vínculos estables y duraderos, profundos y maduros. Vínculos que me aten a las personas sin esclavizarme a ellas. Que ese arraigo me lleve al corazón de Dios. El mundo en el que vivo no tiene vínculos estables y profundos. Cuando miro la soledad del hombre de hoy me conmuevo. Leía algo el otro día sobre los vínculos que hoy abundan: «Hay cierta fragilidad en las relaciones entre los universitarios hoy día, las cuales se caracterizan por su ambivalencia, lo que genera una gran inseguridad y deseos conflictivos de crear lazos estrechos, pero lo suficientemente sutiles como para poder desligar-se de ellos con facilidad (Bauman, 2005). Esta nueva manera de relacionarse, pese a su necesidad, produce Por otro lado, la llegada del WhatsApp supuso un cambio en el comportamiento; ahora se está constantemente atento a los mensajes, de manera que ha generado múltiples problemas relacionales. Dicha aplicación tiene distintas características, como saber cuándo fue la última vez que se conectó la persona, si el mensaje que se ha enviado fue leído y si la persona está en línea en ese momento»[1]. Vínculos que fallan, que se evaporan. Vínculos que no se mantienen en el tiempo porque son susceptibles de ser olvidados sin ningún problema, sin consecuencias, sin responsabilidades. Un amor que no genera compromiso. Es algo superficial que se vive en presente. Me han dicho tantas veces que tengo que aprender a vivir en presente que siento que el futuro no tiene nada que ver con lo que decido ahora. Es una tendencia del tiempo de hoy. Amor sin compromiso, sin obligaciones. Vínculos que no me exijan nada que no quiera dar. El P. Kentenich decía: «Si no vuelven a estrecharse de forma más delicada, dichosa e íntima lazos del alma con lazos del alma, la incapacidad de contacto que se dará mañana y pasado mañana será clamorosa»[2]. Me asusta vivir desarraigado, sin raíces, sin amores estables ni duraderos. El alma está hecha para el encuentro con sus hermanos. No he nacido para vivir solo, aislado, sin dar amor, sin recibir nada de amor. Tengo una responsabilidad. Ojalá pudiera educar a un hombre que sea libre para amar, capaz de amar y de recibir amor. Un hombre maduro que se posea a sí mismo con libertad. Sólo así podrá darse sin miedo y por entero. Sólo cuando me poseo de verdad, sólo cuando me quiero y me trato bien, puedo querer y tratar bien a los que amo. Sólo cuando he experimentado un amor sano e incondicional en mi vida puedo emprender la aventura del amor sin dañar a nadie, amando de forma sana y libre. Me gusta pensar que nunca habrá un amor verdaderamente sano sin sacrificio ni renuncia. No es posible amar sin dejar algo por amor al otro. Sin negarme a mí mismo para que el otro tenga vida en abundancia. Decía el P. Kentenich: «La mesa familiar es y seguirá siendo una mesa de sacrificios, porque el estar espiritualmente el uno en el otro, con el otro y para el otro, implica desprenderse de egoísmos. Y si hoy existen tan pocas familias sanas, es precisamente porque no podemos abandonar nuestra actitud infantil. Una sana vida familiar presupone la muerte del egoísmo»[3]. El amor inmaduro es infantil, egoísta y autorreferente. Creo que las heridas que llevo en el alma desde niño son las que marcan mi incapacidad de amar. Amo mal porque me amaron mal. No le echo la culpa a mi familia porque yo tengo que aprender a hacerme cargo de mi vida sin justificar nada. Lo cierto es que necesito maestros en el amor que me sanen por dentro y me permitan amar bien. Cuando me han herido puede que no quiera volver a amar. Esa no es la salida. Después de un amor fracasado puedo tener experiencias positivas que sanen mi pasado. Quisiera amar bien, desde lo profundo. Que la persona a la que amo sepa que siempre voy a estar ahí a su lado. No quiero decir te quiero a cualquiera si no lo siento. No quiero que esa afirmación pierda fuerza. Cuando le digo a un ser querido te quiero lo hago de forma consciente. Sé que lo que significa amar al otro hasta el extremo. Sé que lo que implica renunciar por amor a aquellos que Dios ha puesto en mi camino. ¿Cómo es la calidad de mis amores? ¿Cómo de profundos son mis vínculos? Me gustaría amar en profundidad y desde mi verdad. No siempre lo haré bien. Cometeré errores, fallaré y tendré muchos pecados de omisión. Siempre desde la libertad y desde la verdad. Desde lo que yo soy, desde lo que es el otro. Sin miedo a darme. Sin desconfiar nunca. Sin caer en inseguridades y celos. Quiero poseerme de forma madura. Amarme a mí mismo para poder amar bien a los míos. Vínculos firmes, estables, sólidos. Vínculos que me permitan arraigarme a través de lazos humanos en el corazón de Dios.

Es necesario callar y dejar ir. Buscar el silencio y la quietud. Descansar dentro de mí mismo, buscando la paz en lo más íntimo de mi ser. Sin dejarme llevar por la corriente, por los miedos, por las tentaciones. Sin dejarme arrastrar por la vida que fluye sin darme espacio, sin dejarme estar. ¿Cómo lograré que se calmen los miedos y las ansiedades? Miro hacia delante buscando respuestas. ¿Qué quieres que haga, Señor? ¿Qué decisión quieres que tome? No es tan fácil decidir. No es sencillo tener claros los pasos que hay que dar. Silencio, quietud, paz. No siempre tengo que estar escuchando música. Es posible callar y dejar hablar a Dios dentro de mí. ¿Cómo puedo escucharle si me cuesta tanto escuchar a los que están a mi lado y necesitan abrirme su corazón? Sentarme en un banco y escuchar. Dejarme tiempo, nada es más importante que la persona que está frente a mí. Nada más importante que el silencio y la paz que me rodean en esta hora. Nada más importante que el Dios que me habita y quiere vivir dentro de mí, tomar posesión de todos mis sueños y deseos. Si lograra tener a Dios presente todo el día. Decía el P. José Kentenich: «Así pues puede ocurrir que haya estado todo el día a disposición de los demás y al cabo de la jornada decirme: Durante mi trabajo he estado más junto a Dios que cuando hago lo que comúnmente se llama meditación»[4]. Es un movimiento de fuera hacia dentro. Dejo entrar a Dios para que viva Él dentro de mí cuando parece que me estoy dando a los demás. Primero quietud y silencio para que pueda estar conmigo, para ser yo consciente de su presencia. Y luego, durante el día, corriendo de un lado a otro tratando de servir a los hombres, estar cerca de Dios todo el día, sin perder la paz. Nadie tiene derecho a quitarme la paz. No puedo darles ese derecho a las personas. Buscar el querer de Dios en cada momento. Aquí o allí. Ahora o más tarde. Una acción buena por los demás o una acción mejor, porque es lo que Dios me pide ahora. Un no que puede ser un sí a otras realidades. Un sí que es optar por ese bien que se me presenta ante los ojos como la opción verdadera. ¿Y si me confundo? Siempre puedo confundirme. Volveré a empezar. Retomaré la búsqueda, no importa. Mi vida está llena de errores y aciertos. No todo lo que parece negro va a ser siempre negro. Mi vida transcurre en un instante sagrado que se pierde en el tiempo. No sé cuántos años viviré y sumados son muy pocos en relación con toda la eternidad. Puedo hacer algo grande o pequeño. Puedo perder la vida o ganarla para siempre. Puedo dejar pasar oportunidades preciosas o pensar que aprovechándolas voy a ser más de Dios, más libre, más santo. Discernir es una actitud de vida. Un corazón en búsqueda nunca se cansa de buscar. Con paz, con silencios, con meditación, con interiorización. Me busco a mí mismo para saber qué es lo que necesito, qué me hace falta para llegar a Dios. Quiero aprender a callar para escuchar. Calmar las ansias y los ruidos. Dejar que los pensamientos fluyan y se vayan. No siempre es fácil, como leía el otro día: «Hay gente que no consigue realizar nada de lo que acabo de exponer ni aun cuando se lo propone. Otros, en cambio, lo llevan a cabo con extrema facilidad. En la meditación no hay facilidad o dificultad objetivas; todo depende de las resistencias de cada cual»[5]. ¿Cuáles son las resistencias que me impiden dejarme llevar por Dios a la quietud, al silencio? ¿Qué ruidos me impiden escuchar su voz? ¿Qué quiere Dios de mí, qué me pide? Me quedo en silencio contemplando el presente. Habita dentro de mí y no lo veo. Está conmigo y yo vivo desparramado en el mundo buscando compensaciones que calmen mi sed de infinito, que me den gratificaciones inmediatas para calmar mi necesidad de estar feliz, estimulado, contento. Hay muchas tentaciones a mi alrededor. Muchas preguntas que se deslizan ante mis ojos. La vida es mucho más corta de lo que creo. Los días pasan y los años. Y cuando me quiera dar cuenta, tal vez ya no tenga la fuerza para dar un salto en el vacío. Llevo dentro de mí la esperanza grabada. Aunque las cosas no salgan como yo esperaba no por eso me desanimo. Estoy contento en medio de las dificultades. Sonrío cuando todo parece torcerse ante mis ojos. No pasa nada, Dios no se muda, no cambia, no me deja, no se va. Dios siempre me acompaña. Una expresión me acompaña cada día: Sólo por ti, Señor. Sólo por tu amor, por tenerte cerca, por escuchar tu voz lo daría todo. Lo dejaría todo y volvería a empezar, sólo por ti. Seguiría por el mismo camino sin dudar, sólo por ti. Esa frase es una certeza en mi vida. Nada cambia si Él está conmigo. Nada es amenazante si Él me sostiene en las adversidades. No hay un final de nada, sólo un nuevo comienzo. Las cosas no son blancas o negras. Hay tonos grises que me fascinan. Dios me ha dado la vida para que no la pierda, para que la viva, para que disfrute todo lo que ha puesto en mis manos como un don. Por eso no me desanimo, no pierdo la alegría ni la esperanza. Parece que todos los caminos se cierran, no importa, se abrirán otros. Yo confío.

Dios elige el árbol que quiere. Deja que crezca el humilde y se haga fuerte y muchos puedan refugiarse bajo sus ramas. Es Dios quien fortalece mi vida y me da esperanza: «Esto dice el Señor Dios: – También yo había escogido una rama de la cima del alto cedro y la había plantado; de las más altas y jóvenes ramas arrancaré una tierna y la plantaré en la cumbre de un monte elevado; la plantaré en una montaña alta de Israel, echará brotes y dará fruto. Se hará un cedro magnífico. Aves de todas clases anidarán en él, anidarán al abrigo de sus ramas. Y reconocerán todos los árboles del campo que yo soy el Señor, que humillo al árbol elevado y exalto al humilde, hago secarse el árbol verde y florecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré». Me impresionan esos árboles firmes, sólidos, de profundas raíces que no se rinden aunque vean que el tiempo no trae lluvia o el suelo permanece seco a sus pies. Sus raíces se hacen hondas en un esfuerzo titánico, abriéndose paso entre las rocas, buscando el agua. Dicen que hay la misma cantidad de madera del árbol bajo tierra como sobre la superficies. Sólo con un buen tronco y unas fuertes raíces podrá sobrevivir. Un árbol con gruesas ramas en las que muchos puedan cobijarse. Es como el árbol que surge de la más pequeña de las semillas, la mostaza: «Pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra». Un árbol que se eleva por encima de los vientos. Un árbol en el que muchos encontrarán una morada. ¿Qué necesita el árbol para ser fuerte y cuidar a las aves en su regazo? En primer lugar unas hondas raíces. Pienso en mi vida y a veces veo que me falta profundidad. Mis raíces no son tan hondas y vivo expuesto a las dificultades de la vida. El tiempo que hace me afecta, como a ese árbol con pocas raíces. Si no llueve mucho me seco. Si hace mucho frío me hielo. Si el viento es muy fuerte cedo y caigo vencido por la fuerza de la naturaleza. Pienso en la necesidad de tener hondas raíces. ¿Cuáles son mis raíces? Necesito hacer más silencio, escuchar más a Dios. Necesito buscar mi felicidad en lo más hondo de mi corazón, no fuera de mí. porque la vida fluye y las cosas suceden. Y si mi paz interior depende de la realidad mundial que vivo llena de guerras e incertidumbres. O de la aprobación de todo el mundo que me rodea, conocidos y desconocidos. O de que los demás se comporten de la manera como espero que lo hagan. Si las cosas de fuera son cambiantes, no encuentro paz. No puedo depender de lo que pasa a mi alrededor para ser feliz. No puedo darle el derecho al mundo de quitarme la alegría. Quisiera tener raíces más hondas. ¿En quién confío de verdad? ¿Es Dios el seguro que me sostiene? Un árbol arrastrado por las aguas de un río que se desborda. Un árbol que cae vencido por el peso del viento. Necesito tener más raíces, más profundidad en mi vida. No quiero depender para ser feliz y libre de tantas cosas que escapan a mi control. Pienso en cómo cuidar esas raíces mías. Leía el otro día: «Dios es una realidad profundamente interior al hombre y, por lo tanto, el hombre solo puede encontrarle evitando salir de sí mismo, no cediendo a la fascinación de la exterioridad y volviéndose a la interioridad»[6]. Quiero escuchar estas palabras de Jesús y preguntarme cómo están mis raíces, cómo es mi vida interior, cuánto tiempo dedico a estar con Dios en meditación, en silencio, recogido sobre mí mismo. Cuando tengo un momento de paz miro el celular. Me dejo interpelar por todo lo que sucede en el mundo. Me siento imprescindible y trato de responder a todo lo que me piden. Busco la paz y no la encuentro, porque no puede estar fuera de mí. Quisiera más raíces, más hondura. Pienso en mis vínculos. En los vínculos con las personas que me rodean. ¿Las amo bien? ¿Hay profundidad en esas relaciones? Me da miedo que todo sea superficial en mi vida y tenga poca hondura. ¿Cuáles son las fuentes, los pozos en los que mi alma busca calmar la sed? Me da miedo quedarme buscando el agua en pozos secos. Me asusta perder la vida hacia fuera sin nada en mi interior que ofrecer. ¿Cuáles son las fuentes de mi alegría? ¿Cómo logro el descanso? ¿Soy capaz de desconectar cuando me voy de vacaciones o tengo un día libre? ¿Dejo a un lado el celular y esas redes sociales que me quitan la paz? Un árbol con profundas raíces. es el ideal que hoy se presenta ante mis ojos. ¿Cuántos árboles así tengo a mi lado? Hay personas que son como esos árboles de hondas raíces. Son personas sólidas que no se dejan llevar por las inclemencias del clima. Hoy están ahí y mañana también permanecen a mi lado. No cambian de opinión. No son volubles. Me admiran esas personas sólidas que no tienen un precio. No todos tienen un precio. No cualquiera se deja llevar por la opinión de las masas para no ser rechazado. Mantenerse firme en las dificultades, y no dejar a un lado los principios en los que uno cree, no es tan sencillo. A veces mantengo ciertas posturas hasta que no me conviene permanecer en esa opinión. Entonces cedo, me cambio de bando, de partido. Busco lo que más me conviene y mis principios ahora pasan a ser otros. Poca solidez, poca profundidad. Admiro a los que no caen por la fuerza del viento y siguen siendo los mismos pase lo que pase.

Se trata de la semilla más pequeña, de la vida aparentemente más insignificante. Dios se sirve de mi pobreza para lograr hacer milagros. Las imágenes del campo son muy claras. Una semilla que se siembra y durante la noche germina: «En aquel tiempo, Jesús decía al gentío: – El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». Me gusta esa imagen. Basta con sembrar. Yo no sé lo que dará fruto de todo lo que hago. Puede que no mucho, puede que sí porque es Dios el que obra los milagros en la vida. Él es el que consigue que la semilla dé su fruto y el árbol crezca en hondura y en altura. Y lo hace sin que el sembrador tenga que hacer nada especial. Durante la noche, mientras duerme, la semilla muere y da la vida. En mi vida me afano por muchas cosas. Me desgasto sin descanso dándolo todo. Quiero llegar a la meta, quiero obtener los frutos que creo merecer. Me esfuerzo y lucho. Nadie me garantiza el éxito al final del camino. Dios hace lo que quiere con mi vida. Trabaja en mi corazón y produce frutos en mi interior. Ese es el reino de Dios. Es el reino que brota cuando uno menos lo espera. Aparentemente no pasa nada y el bien no vence. Es como si el mal fuera más poderoso. No hay fuerza que pueda con la injusticia, con el odio, con el robo. Los valores cambian y aquello en lo que creo se desmorona. ¿Cómo es que el reino de Dios sigue creciendo? Lo hace en lo oculto. «¿Con qué compararemos el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña». El reino de Dios es la semilla más pequeña. Los comienzos en la Iglesia siempre han sido pequeños, insignificantes. Jesús el hijo del carpintero y los doce discípulos que comienzan el reino. Algo insignificante en comparación con todo lo que estaba pasando a su alrededor. Las grandes obras tienen comienzos pequeños, insignificantes. Lo pequeño importa, cuenta, vale. A veces desprecio lo pequeño, lo que parece demasiado pobre. No le doy valor a las pequeñas obras que nadie ve. Esas que permanecen en lo oculto. ¿Cómo voy a estar cambiando el mundo si no pasa nada, si nadie lo valora, nadie lo ve? Sí, ocurre en el misterio del corazón del hombre. Allí está naciendo el reino de Dios, sin que yo lo vea, sin que nadie sepa. Me gusta pensar que es así. Las cosas pequeñas cuentan. Esas que me propongo cada mañana. Esas que sólo yo sé que se están haciendo. Renunciando a algo por el bien de los demás estoy cambiando el mundo. Dando mi vida en silencio y sin que nadie lo sepa estoy cambiando la realidad. Son pequeñas obras que suceden en lo oculto del corazón. No quiero dejar de hacer lo que a mí me toca. Es lo único que puedo hacer, sembrar semillas. Echarlas en el campo abierto y esperar. Dormir y dejar que la noche, la lluvia y después el sol hagan su labor. Mis actos, por pequeños que sean, pueden dar fruto. Lo más pequeño importa. A veces me preocupo por cosas pequeñas que me quitan la paz o lo mío me parece más importante que lo verdaderamente grave que les sucede a otras personas: «Nuestros propios intereses, o sea, los intereses más inmediatos, que tanto requieren nuestra atención y nuestra fuerza, nos parecen tan grandes que otros círculos de intereses de nuestros semejantes, de mucho mayor magnitud e importancia, se nos escapan por completo o nos parecen pequeños y secundarios»[7]. Las cosas pequeñas importan y al mismo tiempo hay cosas pequeñas a las que no tengo que darles tanta importancia. No son tan relevantes como las grandes. Es cierto que todo importa, pero lo pequeño no es lo definitivo. Pienso en las cosas pequeñas de mi vida. En las que me quitan la paz e inquietan. En las que me asustan. Pienso en mis debilidades que me hacen sentir más pequeño. Y veo que Dios me sigue llamando a enterrar mi semilla, lo que llevo en mi corazón, lo que hay dentro de mí. No importa que sea débil, es lo que Dios necesita. Al mismo tiempo no quiero angustiarme por cosas pequeñas. El reino de Dios es más poderoso y crece pese a tantas resistencias. No me obsesiono con lo que más me inquieta ahora, con lo que me preocupa. Mis pequeños actos hacen crecer el reino de Dios. La semilla de mostaza crece hasta convertirse en una planta grande. Es un crecimiento expansivo del Reino de Dios. Su impacto y alcance pueden ser enormes. Al mismo tiempo la planta de mostaza crecida les regala un refugio y un hogar a los pájaros. Me gusta esa imagen. El árbol es un hogar, un lugar seguro donde descansar. El Reino de Dios cobija, protege y consuela a aquellos que buscan refugio en él. Mi vida está llamada a ser un refugio para los que necesitan sentirse cobijados. Cuando vienen a mí, que soy pequeño, encuentran ese árbol que es obra de Dios dentro de mi corazón. Me da paz saber que no soy yo, que es Cristo el que lo hace posible. El Reino de Dios no me pertenece, es de Dios. Yo sólo soy un frágil instrumento en sus manos.

La parábola hoy también me habla del poder de la fe, aunque sea pequeña. Jesús enseña que incluso una pequeña cantidad de fe puede llevar a grandes resultados, así como una pequeña semilla puede crecer y transformarse en algo grande y significativo. «El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, mi Roca, en quien no existe la maldad». El justo es el hombre de fe que actúa con justicia, con verdad. El justo es el que vive siguiendo la voluntad de Dios y dejándose guiar por Él. Cumple la ley de Dios. Se somete a esos preceptos que mandaba Dios al pueblo de Israel. Al mismo tiempo el justo ama a Dios con respeto y reverencia. Se aparta del mal poque lo aleja de Dios y de su voluntad. Por eso no hace el mal, no desobedece, no se engríe ni cae en el orgullo ni en la vanidad. El justo ama y su amor lo lleva a entregarse a sus hermanos. El justo no lo comprende todo, como les pasaba a los discípulos del Señor: «Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos les explicaba todo en privado». No comprendían, como yo no comprendo tantas veces. El justo es compasivo y honesto. Cuida la vida de sus hermanos. Se preocupa por ellos y los atiende. Abraham creyó en Dios y salió de su tierra. Se volvió el justo en la fe, porque creyó cuando era tan difícil hacerlo. El justo que quiero llegar a ser es el que conforma su vida con la del Señor. Quiero amar como Él me ha amado, hasta dar la vida por amor. Con alegría, con paz, con paciencia, con mansedumbre. La misericordia del Señor es la que yo quiero vivir. Tener sus sentimientos, vivir inscrito en su corazón y él en el mío. Esa actitud es la que me salva, la dependencia. Mi fe es débil, pero unida a Jesús se hace más fuerte. Mi fe necesita obras. Quiero actuar movido por el amor y los frutos de mi vida serán obras buenas, llenas de bondad y belleza. El justo hace obras buenas. Sus obras están marcadas por su pertenencia. Le pertenece a Dios por entero. El justo es una persona íntegra, con valores firmes, que no se deja llevar por la corriente. No toda persona tiene un precio por el que pueda venderse. El hombre justo no tiene precio. La verdad es que es más fácil tener un precio para poder ceder a las presiones del que quiere someterme y lograr algo de mí. Si tengo un precio dejaré de sufrir y viviré. No tener un precio puede llevarme a la muerte, a la pérdida de mis bienes, de lo que más valoro. Tener un precio me hace capaz de huir cuando las circunstancias se pongan difíciles. Pero el hombre justo no tiene precio. No es sobornable. No se deja comprar. No cambia de opinión de acuerdo con las amenazas que recibe. Simplemente se mantiene en su sitio firme como una roca. El hombre justo trata a todos por igual, actúa con equidad sin dejarse llevar por sus favoritismos. Actúa con bondad con todos. S. José era un hombre justo y así es conocido. Por su amor a Dios y a los hombres. Justo es aquel que actúa movido por el amor de Dios y se entrega sin buscar su propio beneficio. Me gustan las personas justas que permanecen firmes como rocas en medio del mar. Las que defienden las causas perdidas, las que optan por el pobre y el oprimido. Las que no pasan de largo ante el que sufre alguna necesidad. Justos son aquellos que viven la vida que Dios les pide y no escatiman en esfuerzo y entrega. Justos porque no se dejan llevar por las presiones y gustos de quienes mandan cuando lo que está en juego es la justicia. Me gustan las personas para las que la verdad es un valor decisivo. No saben mentir y odian las mentiras. Van con la verdad por delante aunque muchas veces duela. Sirven por amor, se entregan por entero, no se dan a medias, no juegan nunca a dos bandas. Son honestas y fieles a los compromisos adquiridos. No dicen un sí por un no, ni un no por un sí. Son lo que son, no tienen doblez. Son dóciles con Dios y lo siguen por los caminos aunque estos no sean los que ellos hubieran elegido. Son justos porque se dejan hacer por Dios, habita Él en sus corazones y el reino de Dios los hace discípulos de Cristo. Hacen el bien, nunca el mal. Y si se equivocan piden perdón con humildad. Perdonan siempre, consuelan en todo momento y saben que si no se reconcilian el rencor les hará daño. Es la actitud de los justos la que cambia este mundo. Sus acciones son pequeñas, aparentemente insignificantes, no importa, su obra es la de Dios y los milagros de Él no les pertenecen.

[1] Problemas de pareja causadospor las redes sociales en universitarios de la ciudad de méxico. Cristina Lozano Marroquín, Sofía Antón Espinosa, Valentina Escamilla Mora y Miriam Wendolyn Barajas Márquez

[2] Confer, Herbert King, Textos pedagógicos, 439

[3] Herbert King. King Nº 3 El mundo de los vínculos personales

[4] Jose Kentenich, King4, Pensar y vivir orgánicos

[5] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

[6] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66

[7] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor