Meditación P. Rafael Fernández
Israel ha realizado en nuestro siglo una hazaña de solidari¬dad nacional mucho más espectacular que el rescate de sus rehenes, desde el aeropuerto ugandés Entebbe. Se trata de una hazaña sin parangón en la historia universal: han logrado reconstruir su comunidad racial, dándole nuevamente estructura política, después de 2.000 años de dispersión. Todo esto implica una solidaridad, un amor patrio, una conciencia de pertenencia mutua, realmente excep¬cional. Sin embargo, no constituye sino un resto de lo que fue el sentido de pueblo del antiguo Israel. Decimos «resto» porque, no obstante su tenacidad, se trata de un patriotismo que ha ido des¬ligándose paulatinamente de la raíz que lo di6 su fuerza: la fe. La solidaridad nacional del judío moderno no puede explicarse sin su pasado religioso, pues no es sino el remanente humano de su pro¬funda conciencia de Pueblo escogido de pueblo de Dios.
Para reencontrarnos con esta conciencia en la plena riqueza y vigor de su dinamismo original, tenemos que mirar a María y a la Iglesia. María es, por excelencia, la Hija del Antiguo Israel, la gloria de su pueblo, el orgullo de su raza, como la llama hoy nuestra liturgia. En ella culmina todo lo noble y lo santo de la historia de Israel. También su conciencia de pueblo. De pueblo na¬cido, crecido y atado para siempre, con indestructibles vínculos de solidaridad, a partir de su fe común. Por eso María convierte, espontáneamente, el canto de alabanza a Dios que entona en casa de su prima Isabel, en un himno a la historia de su pueblo. María ha comenzado cantando con gratitud por un don personalísimo: su elección como Madre del Mesías. Pero proyecta de inmediato la gracia recibida, sobre el telón de fondo de la historia de Israel. Porque se siente miembro de una comunidad de fe y enraizada en una his¬toria de fe. Porque sabe que el don que ella acaba de recibir en su seno, es el Salvador prometido desde hace siglos a su pueblo. Por eso proclama que Dios «se acordó de la nación de Israel, su ser¬vidor, según su misericordia, así como prometió a nuestros padres…»
María es la Madre y el Modelo de la Ig1esia. En ella, Nuevo Israel de Dios, se prolonga su espíritu. Dios quiere hacer de la Iglesia un triunfo vivo de la conciencia solidaria. De una solidaridad inusitada, sorprendente, que irrumpa en lo humano desde el seno mismo de Dios. La quiere, como dice el Concilio, un pueblo unido con la misma unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, no puede haber cristianos individualistas. La fe no es asunto personal. No puede vivirla cada uno a su manera. Porque nuestro Dice no salva individuos aislados. El Hijo de María viene a salvar a un pueblo. Y un pueblo concreto, que nos exige una solidaridad también concreta. No de libros ni de declaraciones de principios. Sino con los hermanos concretos que tengo cerca, con la comunidad cristiana de mi barrio o de mi escuela, Solidaridad, también, con la persona concreta de aquellos que son actualmente los «padres» del pueblo de Dios: nuestros Obispos. Y solidaridad, finalmente, con la historia concreta de nuestra Iglesia, por vapuleada y criticada que sea, por en ella se nos revela y nos habla Dios. El Magnificat es realmente un desafío, nos llama a un tipo de solidaridad que nos cuesta. Como hombres modernos, despersonalizados y desarraigados, nos resulta fácil movernos en el ámbito abstracto de la ciencia, los principios y las ideologías. O en el mundo impersonal de la economía y la técnica. Pero nos cuesta atarnos de corazón a una comunidad viva y concreta y enraizarnos en su historia. Por eso a nuestros ojos, Dios permanece abstracto, impersonal y lejano, y no es el Dios vivo de María y de la Iglesia.
Guiados por el ejemplo de María y con ella, queremos conquistar Iglesia la auténtica solidaridad como Iglesia y ser fermento de ella en el mundo.
¡Que así sea!