Tema 7 – 14 de Noviembre
Oración inicial del Mes
«¿Quien soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» Texto: Lucas 1, 39-45
Meditación P. Rafael Fernández

¡Qué extraordinario es recibir la visita de alguien a quien amamos! Al ver a quien esperamos pareciera que todo nuestro ser no pudiera contenerse en sí mismo, y nuestro corazón se desbordara de alegría. ¡Qué humano y qué real resulta entonces, para quien ha tenido esta experiencia, el hecho que Isabel a voz en grito, llena del Espíritu Santo, le diga a María: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». Isabel se sentía inmensamente regalada con la visita de María. Hay en sus palabras una humildad y admiración que nos conmueven. La sola presencia de María, portadora de Cristo, ha desencadenado un torrente de gracias que ella ha sentido penetrar hasta lo más hondo de sus entrañas, donde cobija al pequeño ser que Dios le ha regalado. «En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno».

Muchas veces nosotros no sabemos aquilatar la riqueza de la presencia de quienes nos saludan o vienen a visitarnos; estamos, quizás, demasiado llenos de nosotros mismos; no poseemos la humildad necesaria para abrirnos a la realidad del otro. Michel Quoist, en su libro «Triunfo», dice en un párrafo:

«Por el simple hecho de estrechar la mano a muchos, darles unos golpes en la espalda, tomar con ellos una copa, hablar, discutir con ellos, hay quien piensa: ‘Yo estoy enormemente relacionado, conozco a muchísimas personas. Se equivocan; el hombre está solo entre una multitud de ésas que llama relaciones, a menos que tenga los ojos de par en par abiertos y el corazón dispuesto a ver y acoger a sus semejantes.

Llevas ya largo tiempo esperando el autobús Pasa…completo. Impaciencia, desánimo: ‘Siempre ocurre lo mismo en esta línea. Lo mismo sucede a algunos: no hay sitio nunca en ellos. No respetan paradas y circulan con rapidez por entre quienes los esperan. ¡Están repletos de bote en bote». (Triunfo, pág. 127-128)

María se ha acercado a nosotros; quiere visitarnos. ¿Nos dejaremos tiempo para acogerla? ¿Nos dejaremos encontrar por ella? ¿0 nos pasará con ella también lo que nos sucede con aquellos que tantas veces han tratado de visitarnos, de llegar hasta nosotros, pero que no encontraron lugar, porque nuestra constante actividad y el bullicio simplemente nos impidió darnos cuenta de su presencia?.

En verdad, tendríamos que decir con Isabel: «¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor?». ¿Nos damos cuenta del regalo que significa que ella se acerque y nos tienda la mano? Ojalá nos encuentre con los ojos y el corazón abiertos.

Cuando María visitó a su prima sucedió algo extraordinario. Ese encuentro tan humano, tan normal, de una prima que viene a ayudar a su prima en los quehaceres de su casa pues ésta espera familia y necesita ayuda, ese encuentro está, al mismo tiempo, traspasado por la presencia de Dios. María, que lleva a Cristo en su seno, es el sacramento de la presencia salvadora del Señor. Está tan llena de él, tan plena del Espíritu Santo, «llena de gracia», la había llamado el ángel, que el simple contacto con su persona significa un profundo encuentro con el Señor, un recibir con fuerza la acción del Espíritu. Pero, para que esto suceda, tenemos que dejarnos encontrar. Ella, como el Señor, «está a la puerta y golpea». Si le abrimos, entrará en nuestra casa y cenará con nosotros.

«Si me domesticas, decía el zorro al Principito, mi vida se llenará de sol». Si esto nos sucede con un ser humano semejante a nosotros, podemos imaginarnos qué intensidad y fuerza tendrá el brillo de ese sol en el corazón de aquel que se ha dejado «domesticar» por María. Ella siempre ha ejercido una atracción extraordinaria sobre el corazón humano.

¡Nos hace tanta falta su presencia en medio de este mundo, de este planeta, al decir del mismo Principito, raro, seco, puntiagudo y salado, donde los hombres no tienen imaginación y repiten lo que se los dice. Sí, nos hace falta María. Si la recibimos, entonces, brillará el sol en nuestra vida. Ella es «la Madre del amor hermoso» (Ecl 24,24). «Vida y esperanza nuestra», la llama una antigua oración de la Iglesia. Abramos, entonces, las ventanas de nuestra alma para que penetre en ella la luz de María. Que ella, «la Mujer vestida de sol» ilumine nuestra oscuridad, para que ya no seamos más hijos de las tinieblas, sino los «hijos de la luz».

¡Que así sea!

Oración Final del Mes de María