Misión 31 de Mayo
Evangelio Lunes 20 de Enero 2025
Evangelio según Marcos 2, 18 – 22
Segundo lunes del tiempo ordinario
Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decirle a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos?” Jesús les respondió: “¿Acaso los amigos del esposo pueden ayunar cuando el esposo está con ellos? Es natural que no ayunen, mientras tienen consigo al esposo. Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán. Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido viejo y la rotura se hace más grande. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más ni el vino ni los odres. ¡A vino nuevo, odres nuevos!”
Meditación de Francisco Bravo Collado
“… y entonces ayunarán”
Pareciera que Jesús me dice: “Ya pasó el momento en que el esposo está con ustedes. Por lo tanto: ¡ayunar!¡Practicar la templanza! ¡agere contra! No hay ninguna excusa para que te tomes tu autoformación a la ligera. Es importante. ¡Es central! Bajo la protección de María, fórmate como una persona recia, libre y apostólica. Este es el imperativo del cual quiero que seas consciente, y no lo es meramente por el momento histórico en el que estás viviendo, sino que, en el caso tuyo, por tu historia personal. Hoy. Así que te invito a que te aprietes el cinturón y te tomes tu horario espiritual con seriedad y no le tengas miedo a ofrecer sacrificios heroicos”.
Me siento tremendamente interpelado. Siento vergüenza porque me he engañado a mí mismo durante mucho tiempo del ayuno y de la práctica ascética, diciéndome que podía ser vacía de sentido o poner el foco en lugares equivocados. Eso ha sido una excusa. Hoy mi libertad es frágil. Mi reciedumbre no es más que un amague para que los que me rodean me admiren; una máscara, un cascarón frágil. Jesús me llama a ser ‘de verdad’. Me llama a conquistar mi libertad. Entiendo a los apóstoles, que no vivían para el sábado. Pero hoy, en esta etapa de mi vida: cumplir con heroísmo.
Jesús, amigo y maestro, ¡gracias porque una y otra vez me invitas a lo más grande! Hoy quiero ofrecerte mi reciedumbre y mi capital de gracias para conquistar mi libertad. Perdón porque una y otra vez me dejo llevar por mis pasiones más básicas, y casi todos los días como sin medida ni tino, sin siquiera disfrutarlo, hasta quedar completamente superado por haber comido tanto. Regálame templanza. Enséñame a ser un hombre recio y generoso. Muéstrate a mí en la frugalidad y en lo prosaico. Te ofrezco mi ayuno alegre durante todo este lunes. Enséñame, en el ayuno, a saborear aquello que no soy capaz de percibir. AMÉN
Homilía II Domingo tiempo ordinario – Domingo 19 de enero – Padre Carlos Padilla Esteban
Isaías 62, 1-5; 1 Corintios 12,4-11; Juan 2, 1-11
«Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: – No tienen vino. Jesús le dice: – Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora»
19 enero 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«En la vida tengo que estar atento, ver el dolor de los que me rodean, escuchar las quejas y gritos y actuar. No basta con ver y saber que hay un dolor cerca de mí, hay que hacer algo»
Es difícil regalar y saber recibir regalos. Difícil descubrir lo que mi hermano necesita o lo que le hará feliz. Complicado entender qué siente, qué anhela, qué busca. Me gusta recibir regalos. La sorpresa de abrir un paquete y ver el contenido. El asombro y la ilusión dibujados en mi rostro. Las ganas de soñar y de alcanzar lo soñado. No siempre acierto con el regalo que hago, pero lo importante es la emoción que he puesto en buscar el más adecuado y el deseo de agradar a quien le regalo algo. Pienso en el regalo y pienso en la persona que lo va a recibir. Corro el riesgo de no saber lo que necesita o lo que le gusta. Vivo con él, lo amo, es mi familia y aun así no sé lo que de verdad desea. El otro día vi que hicieron un programa. Reunían a una familia en una cena y tenían que responder varias preguntas. Algunas de esas preguntas tenían que ver con personajes famosos y sus gustos o su historia. Otras preguntas tenían que ver con miembros de su familia, sobre sus gustos, sus anhelos o su historia personal. Cuando uno no lograba responder a una pregunta de un miembro de la familia tenía que abandonar la mesa familiar. Me impresionaba ver cómo sabían cosas insignificantes de personajes famosos a los que admiraban y no sabían cosas evidentes de sus padres, hermanos o abuelos. En realidad muestra algo muy real. A veces sé más de gente lejana que no son importantes para mí y desconozco lo más valioso de aquellos a los que de verdad amo. Por eso siento que es muy importante aprender a regalar y saber lo que le va a gustar y a hacer ilusión a quien lo reciba. Puede que no acierte del todo pero el esfuerzo en la búsqueda habrá valido la pena. Recuerdo algún regalo de cumpleaños en mi vida en el que me dieron un sobre con dinero para que me comprara lo que quisiera. Me dio pena ver que el que me lo regalaba no había hecho el mínimo esfuerzo de pensar en aquello que a mí me haría ilusión tener, incluso aunque no acertara en absoluto. Lo importante del regalo es más la búsqueda y el esfuerzo de acertar que el regalo en sí mismo. Al mismo tiempo quiero ser muy agradecido al recibir un regalo. Sin quejarme si no me gusta o no es lo que yo quisiera. Me gustaría tener una mirada positiva y agradecida. Valorar el esfuerzo que han hecho pensando en mí. Lo que han trabajado para que yo esté feliz. Eso es lo verdaderamente importante. Aprender a recibir cosas gratis. A veces me siento en deuda y me parece que yo también debería regalar algo de vuelta. No es así. No tengo derecho a que me den algo gratis, a que piensen en mí con amor. Ya eso es mucho y tengo que estar agradecido. Quiero darle las gracias a Dios y al que me da algo. Al que me entrega lo que ha pensado que sería bueno para mí. El corazón agradecido se alegra con lo que es un don en la vida. Y al final agradece no sólo por lo bueno, sino también por lo malo. Leía el otro día: «Nuestras experiencias dolorosas no son un hándicap, son un regalo. Nos proporcionan perspectiva y sentido, una oportunidad de encontrar nuestro objetivo y nuestra fuerza»[1]. También las cosas malas que me pasan. Una pérdida, una enfermedad, un accidente, un fracaso son experiencias que me enseñan mucho y me ayudan a madurar. No sería el mismo si no hubiera vivido esa cruz concreta. Por eso es un regalo incluso un cáncer en mi vida. Si pudiera no elegirlo, es cierto, lo dejaría a un lado. Pero puestos a ver la vida como es, lo más sano y lo que me hace crecer, es mirar mi vida con agradecimiento. Todo ha sido un regalo. No me merezco el amor, tampoco el dolor de la cruz y ambas cosas forman parte de la vida. La gratitud es lo que ensancha mi corazón y me hace tener un alma alegre y agradecida. Cuando vivo así todo lo que me sucede soy más feliz. El que sonríe con los regalos que recibe es una persona con un corazón grande. No se queja si recibe poco o justo lo que no necesita. No vive protestando por no tener tanto como los demás. Un corazón agradecido mira siempre las estrellas y está feliz con lo que tiene, ya sea poco o mucho. Aprender a regalar y aprender a recibir regalos sin sentirme en deuda es lo que tengo que aprender continuamente. Si no lo hago me llenaré de amargura y resentimiento.
Saber lo que quiero, luchar por lo que deseo, tener una meta, un camino que recorrer. Vivir sin un sentido me lleva a la tristeza, a la melancolía. Viktor Frankl escribe: «La búsqueda por parte del hombre del sentido de la vida constituye una fuerza primaria […]. Este sentido es único y específico en cuanto es uno mismo y uno solo quien tiene que encontrarlo; únicamente así logra alcanzar el hombre un significado que satisfaga su propia voluntad de sentido». Quiero saber el sentido para mi vida, lo que me hace bien, lo que me ayuda a ser mejor persona. Esa búsqueda puede que dure toda la vida. Es un desafío conocerme y ver lo que me mueve en mi interior, de dónde vengo, hacia dónde voy. Decía Toni Nadal, exentrenador del tenista Rafael Nadal: «La ilusión por lo que podemos conseguir da sentido al día a día. Me cuesta concebir una vida que no tenga unos objetivos». Y añadía: «Observar y aceptar nuestras debilidades es el punto de partida para superarlas y para luchar por unos objetivos. El esfuerzo debería dejar de ser contemplado como algo negativo o penoso; el esfuerzo no es un castigo». ¿Sé cuáles son mis debilidades? ¿Conozco y asumo mis defectos, mis límites y mis carencias? La vida no consiste en tenerlo todo claro y hacerlo todo bien. Mis límites marcan solamente el lugar del que parto. Pero la meta, el objetivo es mucho más grande, me lo da Dios. Y es que Él tiene para mí una misión, un sentido que viene inscrito en mi propio corazón. Como leía el otro día: «No confundáis lo que son con lo que hacen. Cuando mezclamos el logro con el valor, nuestro éxito puede convertirse en una losa para nuestros hijos»[2]. Quiero saber quién soy de verdad, en mi esencia, más allá de los logros que pueda conseguir. Mis éxitos no me definen. Lo que he conseguido no es lo que yo soy. Es verdad que las acciones me van haciendo. Y no soy el mismo después de haberlo intentado todo, haber luchado y haber fracasado. En medio de mis luchas me levanto y comprendo que soy mucho más que mis obras, buenas o malas. Hablan de mí, es cierto, pero no me definen en toda mi complejidad. Soy mucho más que una obra buena y mucho más que un pecado grave. Soy más que mi debilidad y que mi fortaleza. Soy un conjunto de sentimientos y pensamientos, deseos y anhelos, sueños y fracasos. Soy un hombre que ha sufrido las derrotas y ha disfrutado de los éxitos. ¿Quién soy yo? Me pregunto cada mañana al levantarme. ¿Hacia dónde camino? ¿Cuál es el sentido que me mueve? No haré todas las cosas bien y no por eso me deprimo. Sigo luchando porque el esfuerzo no se negocia. Lucharé al levantarme y mantendré en alto mi bandera durante la batalla. No dejaré de luchar incluso cuando sienta que la batalla puede estar perdida. No voy solo. Sé que sólo puedo llegar antes. Pero en compañía de otros, dejándome ayudar y apoyar llegaré mucho más lejos. El mundo de hoy me invita a hacerlo todo solo. Y al final por eso hay tanta gente que está sola, que ha fracasado y no tiene a nadie a su lado para levantarlos. Luchar solo es posible, pero levantarse después de una dura caída es más difícil. La meta siempre está lejos y no por eso dejo de levantarme cada mañana. Lucha diaria, esfuerzo, compromiso con el objetivo que persigo, con el sentido de toda mi vida. Estoy hecho para la vida eterna y no por eso dejo de consumir hasta el extremo las horas de cada día. Lo que me asusta es dejar de ver la meta y ahogarme en las tormentas de mis pequeños lagos. Sigo caminando cada día, un día a la vez, sin desfallecer. No tengo que darles cuentas a todos de lo que hago. No tengo que justificar que mi vida es necesaria para este mundo. No soy yo el que juzga esa productividad de una vida. No me interesa ser productivo sino hacer lo que Dios me pide que haga en cada momento. Y en muchas ocasiones puede que sólo me pida esperar y no hacer nada. No quiero que me pase lo que leía el otro día: «Quizás hayamos llegado a la conclusión de que nos quieren por nuestros logros, o por el papel que desempeñamos en la familia o porque cuidamos de los demás»[3]. Puede que me quieran porque les soy útil, les doy respuesta a un anhelo suyo. Puede que sea mi utilidad lo que justifique su amor hacia mí. Mientras me porto bien y hago lo que esperan de mí soy útil, soy necesario. Pero si dejo de hacerlo ya no les haré falta. ¿Es eso cierto? ¿Me relaciono con las personas en las mismas categorías? A veces puede ser que busque a las personas que me son útiles, a las que responden a mis necesidades. Entonces viviré moviéndome por ese principio de utilidad. Yo soy útil para algunos y otros son útiles para mí. Esa mirada no es la de Dios sobre mi vida. Claro que usa mis capacidades y debilidades para dar vida a otros. Pero no me ama sólo cuando le resulto útil. Su amor es incondicional y eso me da alegría. No tengo que salvar a otros. No necesito lograr todos mis proyectos. No voy a conseguir todo lo que esperan de mí. No responderé a todas sus expectativas. No haré todo lo que me piden que haga. Fallaré, no estaré a la altura, no seré tan santo, ni tan bueno, ni tan capaz. Y no por eso Dios dejará de amarme. No por eso dejará de tener un sentido mi vida.
No hay un sentimiento tan común como el sentimiento de culpa. Y es que siempre hay algo que podría haber hecho mejor, o simplemente haber hecho. Podía haber ayudado a esta persona. Podía haber amado y cuidado más a mis padres. Podía haber sido mejor esposo o esposa. Mejor hijo o hija, mejor hermano. Podía haber ayudado más a los necesitados en lugar de preocuparme tanto de mí mismo. Podía haber silenciado a los que insultaban y agredían a otras persona. Podía haber sido más justo, más generoso, más amable, más alegre. Podía. La culpa se escribe siempre en pasado y en un pasado que no se puede recuperar, porque ya se ha ido. No puedo volver atrás a reparar el mal causado o a suplir esa ausencia de bien que mis omisiones trajeron consigo. No puedo apagar mi ira cuando ya estalló. Ni acallar mis gritos que ya han dejado tantos heridos a su paso. Podía no haber escrito lo que escribí, pero lo hice. Podía no haber cometido aquel pecado, aquella ofensa. La culpa es como una lluvia fina que empampa el ánimo. Me llena de tristeza y no me deja mirar hacia delante con esperanza. La culpa no me ayuda a crecer. Leía el otro día: «La culpa no engendra amor. Nunca. La culpa nos impide disfrutar de los recuerdos y vivir plenamente en el presente»[4]. Al sentir la culpa ya no valoro mi pasado. Porque la mancha de mi pecado o el error tiñen de oscuridad todo lo vivido. Y, aunque haya motivos para agradecer y alegrarme, al sentir la culpa desaparecen, ya no están. «La culpa aparece cuando una persona se condena a sí misma, cuando cree que es responsable de algo. Es importante separar la culpa del arrepentimiento. El arrepentimiento es una respuesta apropiada a una negligencia o un agravio que hemos cometido. Se parece más a la tristeza. Significa aceptar que lo pasado pasado está y no se puede deshacer, con lo que te permite estar triste. Puedo sentir arrepentimiento y reconocer que todo lo que he vivido, todas las decisiones que he tomado, me han conducido hasta aquí. El arrepentimiento está en el presente y puede coexistir con el perdón y la libertad. Pero la culpa te atasca. Se inspira en la vergüenza: cuando crees que no eres digno; cuando piensas que no eres suficiente, que nada basta, hagas lo que hagas. La culpa y la vergüenza pueden ser extenuantes, pero no reflejan de verdad quiénes somos. Son una mentalidad que escogemos y en la que encallamos. Siempre puedes elegir qué hacer con la información que te brinda la vida»[5]. Reconozco mis errores y mis caídas. Acepto que no lo hago todo bien. Esto es un paso en mi crecimiento como persona. A veces la culpa me encalla. Sé que sentir tristeza por lo que hice es normal. Es el arrepentimiento ante algo que ya no puedo cambiar. No puedo volver atrás en el tiempo. Pero sí puedo comenzar de nuevo construyendo un futuro mejor. El presente es lo único que tengo en mis manos. Acepto el pasado como es y lo dejo ir. Pero no me regodeo en esa culpa sintiéndome incapaz de hacer nada bien, nada nuevo. Me arrepiento, pido perdón, me libero de esa culpa enfermiza que me ata y hunde. La vergüenza de la culpa no me hace bien porque no me deja crecer. Mi autoestima baja y me hace sentir siempre menos. Superar la culpa es el camino de toda una vida. Me hago responsable de lo que he hecho. No culpo a otros, que es el otro camino. A veces echo la culpa de mis errores a los demás. Si ellos no hubieran dicho, hecho o provocado una situación determinada yo no habría hecho lo que hice. Culpo a otros de mis propios pecados y errores. Siempre hay un mal extraño a mí que me libera de toda responsabilidad. Yo lo recibí así. Yo no lo comencé. Yo sólo me sumé a lo que había. Y siento entonces menos culpa, menos dolor. Eso tampoco es bueno. Reconozco mi responsabilidad en la vida, que es el ejercicio maduro de mis compromisos. Soy dueño de mis actos. No me justifico porque otros hicieron lo mismo o porque otros no me ayudaron a hacerlo mejor. Soy dueño de lo que hago y de lo que evito. Soy responsable y si cometo cualquier pecado, no son otros los que tienen la culpa de ello. Soy yo con mis obras, con mis errores y caídas. Hoy se tiende a evitar la culpa. Nadie es culpable de nada. Como si una corriente sin nombre, impersonal, me arrastrara a hacer lo que no quiero hacer. Y el concepto pecado desaparece porque se une a una culpa enfermiza. Mejor no hablar de pecado. Como si así lo solucionara todo. Y no es así. Porque la culpa siempre está. Dentro de mí se introduce como un agua fina y lo empapa todo. A unos más, a otros menos. Tener una relación sana con la culpa es el camino para crecer y madurar como persona. Me libero de una culpa enfermiza para aceptar que soy responsable de los actos malos que hay en mi vida. Y me arrepiento de haber hecho ciertas cosas sin culpar a otros. Asumo mi responsabilidad y pido perdón y deseo ser perdonado. Porque el perdón recibido me sana de mi sentimiento de culpa. Cuando alguien, sin yo merecerlo, me perdona. No soy un monstruo pero sí respondo de mis actos. No los justifico. No digo que ya pagué la pena, porque quizás nunca se correspondan pena pagada y pecado cometido. No hay una justicia exacta. Por eso no puedo alegar que ya cumplí mi pena. Eso no es tan cierto. A lo mejor no basta con pagar la pena. Hay que arrepentirse y aceptar las penas y consecuencias de mis actos. Eso también es una actitud madura ante la vida.
Todos, sobre el papel, están de acuerdo con la inclusión, la tolerancia, o el respeto. Nadie se rebelaría contra estos principios que parecen fundamentales. Que me respeten en mi originalidad, que me toleren, que me acepten por pensar diferente. No podría imaginar otra forma de hacer las cosas. Es necesario que me quieran por cómo soy, en mi originalidad. Hoy está de moda la palabra original. Luego, en la práctica, esa originalidad la pierdo intentando parecerme a otros, ser como los demás, encajar en un grupo renunciando a aquellos principios que un día pensé fundamentales. Al mismo tiempo defiendo al que es distinto, lo protejo. Quiero que su originalidad no sea mancillada. Que no sea excluido por ser diferente. Porque a mí tampoco me gusta que me rechacen por mi forma original de vivir mi vida. Abogo por la inclusión. Que todos puedan tener el derecho a estar en un sitio, a hacer una u otra cosa. El problema se da cuando esa originalidad, esas diferencias, esa forma distinta de pensar o hacer las cosas me incomodan. En ese momento me rebelo contra la situación que estoy viviendo. Me molesta en la práctica el que es diferente. Me incomoda el que no defiende ni apoya mis puntos de vista. Me alejo del que no piensa como yo y lo condeno en mi corazón por pensar de otra forma. Hoy S. Pablo me invita a una comunión que me parece imposible: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A este le ha concedido hacer milagros; a aquel, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere». Si aceptara las diferencias con ese espíritu de unidad todo sería diferente en mi vida. No pasaría la vida criticando y juzgando a los que no son como yo. Los amaría en su verdad, sin prejuicios ni condenas. Por eso me parece fundamental lo que leía el otro día: «Nadie crece con las críticas, así que despréndete de ellas. Nada de críticas. Ninguna, jamás. Hacemos esto por los demás, pero por encima de todo por nosotros, para que podamos vivir sin crearnos expectativas irrealizables, sin la rabia que nos consume cuando estas no se satisfacen»[6]. Ojalá pudiera no juzgar a los que me rodean. No pensar que mi forma de hacer las cosas es la mejor. Me gustaría mirar a mi hermano con misericordia. Cada uno tiene un carisma, una misión. Si tuviera un corazón más abierto no juzgaría, no rechazaría, no condenaría con tanta facilidad. Una forma de ser realmente tolerante no significa comulgar con todo lo que dicen los demás sino respetarlos sin caer en el juicio. No es fácil, pero es el único camino. Aceptar al diferente, comprender de dónde viene, cuál es su originalidad, su forma única de hacer las cosas. Jesús vino para mirar así a todos los hombres. Vino para enseñarme una manera diferente de mirar a mi hermano. La tolerancia no significa que yo me callo y no digo la verdad para no ofender. Respeto tu pensamiento pero también necesito que me respetes a mí que no pienso como tú. Decía Dostoievski en el siglo XIX: «La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas»[7]. Tolerar no es renunciar a ser yo mismo, a decir lo que yo pienso y creo, a manifestar mis opiniones y dejar de hacer cosas para no ofender. A veces se puede llevar a un extremo la tolerancia. Tolerar no quiere decir que debo estar de acuerdo contigo. No es posible, cada uno tiene su forma de ver las cosas. El Espíritu Santo es el único que puede mantener la unidad en la diversidad. Unir lo que no es fácil que entre en comunión. Crea lazos más hondos para mantener unido un cuerpo con muchos miembros. Cada uno aporta lo suyo sin pensar que es más importante que el del resto. Cada parte del cuerpo cumple una función. No soy reemplazable porque lo que yo haga no lo podrá hacer nadie por mí. Soy único, una pieza clave, y así también lo es mi hermano. Si lo rechazo por ser diferente el mundo se estará perdiendo algo. Por eso no funciona la educación con moldes. No quiero que todos seamos iguales. Quiero respetar las diferentes maneras de hacer las cosas. Eso me pide S. Pablo. Que acoja a mi hermano en su originalidad y lo valore, lo aprecie y respete. Que no juzgue ni condene. Que no caiga en esas críticas y juicios que separan y dividen lo que Dios quiere unir en un solo cuerpo.
Una boda señala el comienzo de los milagros. Una vida pública en la que se manifiesta Dios en una nueva Epifanía. La manifestación del amor de Dios en medio de los suyos. Una epifanía que despierta la fe de los suyos: «Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él». El primer milagro es sencillo, apenas el agua convertida en vino. Algo sin importancia, insignificante. Eso bastó para que los suyos creyeran en Él. No fueron tal vez suficientes las palabras de Juan el Bautista sobre Él. Ni sus propias palabras llenas de sabiduría. Ni su mirada que cautivaba corazones. Necesitaron un milagro tan pequeño para creer en Él. Un milagro cotidiano. Un milagro en medio de una fiesta familiar, de una boda. Como si Dios quisiera santificar la familia en un momento así y mostrar cómo Dios ama a los que se aman y se entregan. En las bodas judías, que duraban varios días, era fundamental atender bien a los invitados. Y el vino, expresión de alegría, era un signo fundamental de hospitalidad. Los novios acogían a todos los invitados a la boda. Los trataban con cariño y les daban lo mejor que tenían. Que se acabara el vino era algo complicado. ¿Cómo lo harían ahora si no había más vino? «En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino». Faltó algo que era importante para los novios y su familia. A veces yo establezco categorías. Lo que es importante y merece la pena y lo que es irrelevante y sin importancia. Comparo también las enfermedades y los problemas. La tuya es menos importante. La de tu hermano es más grave. Como si yo pudiera decir lo que es grave y lo que no lo es. No puedo en realidad. Yo no puedo juzgar el tamaño de tu dolor. No puedo decir que tu llanto no esté justificado. No puedo. Es tu dolor, tu mirada, tu angustia, tu pesar. Y eso es suficiente para que yo me arrodille y conmueva al verte sufrir. Lo que sucede es que con frecuencia no es que no sienta que tu dolor importa, el problema es que no soy consciente de que sufres. No lo sé, no me lo dices y cuando intentas decírmelo yo no escucho. Hay tanto dolor, tantas necesidades a mi alrededor que no las veo. Me gustaría tener la sensibilidad de María. Ella, como buena Madre, ve lo que les falta a los novios: «Y la madre de Jesús le dice: No tienen vino». Ella sí que ve lo que falta, lo que necesitan. Ve que los novios están agobiados porque se ha acabado el vino que tenían. Ya no hay. Ahora necesitan ese vino porque no hicieron los cálculos adecuados. Tal vez como aquellas doncellas que no tenían suficiente aceite para esperar al novio despiertas. Ahora los novios sufren y sólo María lo ve. Tal vez se lo dicen. Y Ella actúa. En la vida tengo que estar atento, ver el dolor de los que me rodean, escuchar las quejas y gritos y actuar. No basta con ver y saber que hay un dolor cerca de mí, hay que hacer algo. Me gustaría tener esa capacidad para responder a las necesidades que veo a mi alrededor. Además creo que, pensar en la necesidad de los demás, es lo que me salva. Observar lo que pasa a mi alrededor y actuar. Una sobreviviente de un campo de concentración lo explicaba así: «Sobrevivir es trascender tus propias necesidades y comprometerte con alguien o algo externo a ti»[8]. Dejo de poner la atención en lo que yo necesito para fijarme en lo que necesita quien está a mi lado. Me transciendo. Salgo de mi egoísmo, de mi egocentrismo y voy al encuentro del que sufre a mi lado. Me gusta esa imagen que es la que me ayuda a descentrarme. No soy yo el importante. El que importa es el otro. Y eso le da un sentido a mi vida. Estoy aquí para cuidar a alguien. Hago falta, soy necesario, puedo darle amor al que lo necesita y preocuparme de lo que le falta. No importa que sean cosas pequeñas. Les falta vino. Eso es lo que importa. Lo que de verdad a ti te importa. Entonces la mirada adquiere otra dimensión. Veo más que antes, descubro lo realmente valioso en la vida: «Descubrir que lo que importa no es lo que sucede, sino lo que haces al respecto»[9]. Comprendo así que ver la necesidad no es suficiente. Es sólo un diagnóstico, un análisis de las cosas en el momento presente. Pero hay mucho más. Lo que de verdad es relevante es lo que hago con esa realidad. Puedo observar que hay mucha pobreza a mi alrededor mientras me quedo quieto sin moverme. O puedo ver mucho dolor y no me pongo en acción para ayudar al que lo necesita. Puedo verte sufriendo y no acercarme a abrazarte. Puedo ver que tienes mucho que contarme y necesitas sacar tu dolor, pero yo no tengo tiempo para escucharte. La acción es importante. Hago algo o busco a alguien que pueda ayudarte y darte esperanza. Es lo que necesito hacer, salir de mí mismo, de mi egoísmo, de mi comodidad. Salir de mis pequeños problemas para hacerme cargo de los tuyos y ayudarte.
Jesús no se conmueve, escucha y de momento parece no hacer nada: «Jesús le dice: – Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora». Parece que no va a hacer nada, pero María insiste: «Su madre dice a los sirvientes: – Haced lo que él os diga». Esta petición me parece clave. Que hagan lo que diga Jesús, con eso basta. Y realmente no es mucho lo que Jesús les dice. Parece insignificante: «Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: – Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: – Sacad ahora y llevadlo al mayordomo». Bastaba con llenar las tinajas de agua. Es algo que yo puedo hacer, cualquiera puede. Basta con tener agua en abundancia. No es un bien preciado aunque cada vez lo sea más. Es algo sencillo. No sabe, no huele. Agua limpia en tinajas de barro. Y así lo hicieron. Lo que ellos sabían lo hicieron. Siempre pienso que conmigo es algo parecido. Es lo que hace Jesús conmigo. Me toma de la mano y me dice que me ama. Y luego me pide que le dé lo que tengo. Tengo agua. Eso sí. No es algo maravilloso. No es un milagro, es sólo agua. La tengo en mis manos vacías y con ello lleno mi propia tinaja. Basta con esa agua para que Jesús haga milagros. «Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: – Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». No sólo es que ahora los novios tengan vino. Además es el vino mejor, el vino bueno. Mejor que el que había al comienzo de todo. Me impresionan estas palabras. es ahora el mejor vino, el vino que merece la pena. Ha sido Jesús y su fama se extiende en aquella boda. Todos lo acaban sabiendo. Había sólo agua y ahora hay vino bueno, el mejor vino. Me impresiona siempre este milagro innecesario, pero no por eso menos importante. Mi dolor puede tener el tamaño de un dedo, no importa lo que parezca a tus ojos, es mi dolor y para mí es muy grande, es inmenso y no sé cómo vivir con él en el alma. Es lo que siento con todas las cosas que me preocupan. Son problemas grandes que parecen no tener solución. Los miro con angustia porque no sé cómo lidiar con ellos. Y entonces recuerdo el mensaje de este milagro. Ten fe, y obedece. Y me digo a mí mismo que Jesús puede hacer los milagro más grandes y los más pequeños. Puede cambiar mi mundo y hacerlo mejor. Puede salvarme con su presencia si soy dócil y le entrego el agua de mi vida, lo que no vale tanto, lo que no importa. Me duele esta imagen de un Dios que sólo me exige lo que ya tengo pero me pide que tenga fe, que crea en lo imposible, que me abaje y confíe. Y entonces, cuando eso sucede en mi vida, sólo puedo ser fiel a lo que hoy escucho: «Contad las maravillas del Señor a todas las naciones. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones. Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor. Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: El Señor es rey: él gobierna a los pueblos rectamente». Jesús comienza los milagros y el corazón se alegra. Puede ser que piense que ahora hará que sucedan todos los milagros que necesito. Como si Dios fuera el genio de una lámpara maravillosa. De esa lámpara que al frotarla saldrá con todo su poder. Así no es Dios. ¿Por qué hizo ese milagro tan pequeño? Habría tanta gente enferma en Israel. Tantos paralíticos, cojos, mudos, sordos, enfermos. ¿Por qué no curó a todos en lugar de convertir el agua en vino? Podría haberlo hecho y seguramente hizo muchos más milagros de los que conozco. Eso seguro. Y aun así muchos enfermos quedaron sin curar. Y muchos milagros no se hicieron. Muchas oraciones quedaron sin respuesta. Me conmueve pensar que no salvó a todos los que pudo haber salvado. Tampoco hoy. Y yo sigo pidiéndole milagros. Le señalo el lugar donde hace falta que convierta el agua en vino. Le digo quiénes son los que tienen necesidad. Pido una curación. Incluso la mía. Le pido que cure a tal persona o a tal otra. Le suplico que me salve, que me saque de mi necesidad y Él no siempre me responde. Parece que no me escucha y eso me duele. ¡Cuánta gente pierde la fe cuando parece que Dios no escucha sus plegarias! Rezaron y no curó a una persona enferma. ¿Es Dios injusto? ¿Por qué a otros sí y a mí no? No es así como Dios actúa. No es ese Dios que responde a todas las necesidades. Yo tengo que pedir y Dios me lo dará quizás de otra manera. Siempre me escucha pero no siempre sucede todo como a mí me gustaría. Quiero tener más fe, más hondura en mi alma. y atarme a ese Dios que me ama en medio de mi necesidad.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[5] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[6] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[7] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[8] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[9] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
Evangelio Domingo 19 de Enero 2025
Evangelio según Juan 2, 1 – 11
Segundo domingo del tiempo ordinario
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y, como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”. Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía”. Pero su madre dijo a los sirvientes: “Hagan todo lo que Él les diga”. Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: “Llenen de agua estas tinajas”. Y las llenaron hasta el borde. “Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete”. Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y, como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: “Siempre se sirve primero el buen vino, y cuando todos han bebido bien, se trae el de calidad inferior. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento”. Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él.
Meditación de Francisco Bravo Collado
Jesús me dice a mí: “Este milagro no lo voy a hacer solo porque espero que tú también hagas tu parte. Llena de agua estas tinajas y llénalas hasta el borde. No quiero que seas de los que se quedan esperando que todo se les sirva en bandeja de plata, sino que me gustaría que ofrezcas tu trabajo para que las cosas salgan adelante. Por lo tanto, si quieres que Yo haga el milagro, tú debes dar el primer paso y llenar las tinajas hasta el borde. Mi madre intercede por ti.”
Estoy cansado, y siento que ya he trabajado mucho. Me gustaría descansar y que las cosas empezaran a salir por sí mismas. Y, si bien este Evangelio me dice que todo va a salir bien, también me muestra que debo dar un paso más, dejar que la Madre interceda, y llenar las tinajas. No puedo pretender que los milagros se hagan por sí solos, sin poner yo un poquito de mi parte. En este texto veo que Dios está dispuesto a transmutar nuestra pequeñez en grandeza, pero que nos pide que nosotros demos un paso primero.
Jesús, Tú eres mi Señor. Eres mi amigo, mi pastor y mi maestro. Gracias porque vienes con tu Madre a mi fiesta, y porque quieres celebrar conmigo. Gracias porque en vez de hacerme ver mi descuido de no haber contado con suficiente vino, Tú transformas mi agua en el mejor vino. Enséñame a compartir este vino que Tú me has regalado con todos los invitados que se sienten en mi mesa. AMÉN
Evangelio Sábado 18 de enero 2025
Evangelio según Marcos 2, 13-17
Sábado de la primera semana del tiempo ordinario
Jesús salió nuevamente a la orilla del mar; toda la gente acudía a Él, y Él les enseñaba. Al pasar vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió. Mientras Jesús estaba comiendo en su casa, muchos publicanos y pecadores se sentaron a comer con Él y sus discípulos; porque eran muchos los que lo seguían. Los escribas del grupo de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, decían a los discípulos: “¿Por qué come con publicanos y pecadores?” Jesús, que había oído, les dijo: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.
Meditación de Gonzalo Manzano González
“Él se levantó y lo siguió”
Jesús parece decirme: Mateo me oyó y simplemente dio el paso que todo discípulo mío debe dar; dejarlo todo y seguirme. Dejarlo todo no implica abandonar las propias responsabilidades, sino que se debe renunciar a aquello que muchas veces toma una importancia más grande de la que me das a Mí, lo que te impide escucharme de verdad y aprender de Mí. Si tu trabajo es más importante que Yo, incluso tu familia es más importante que Yo, estás poniendo lo que va primero en un lugar secundario. Si te levantas y me sigues, todo lo demás se te dará por añadidura, y tu familia será feliz, y tu trabajo será fructífero.
Es difícil este texto, porque para mí es muy noble dedicar tiempo, esfuerzo y atención a mi familia, a mi trabajo, a mis amigos, incluso estar siempre al servicio de los demás. Creo que el punto va en lograr hacer todo eso porque son formas de alabar a Dios. Tener plena conciencia que es por Él que hacemos todo, por Él que nos levantamos en la mañana a hacer desayuno para nuestros hijos antes de llevarlos al colegio, por Él que nos esforzamos en el trabajo, por Él que servimos a los demás, es poner a Dios en el primer lugar de nuestras vidas. Por eso rezar durante el día para entregarle a Él los esfuerzos que hay que hacer es importante.
Señor Jesús, hoy veo nuevamente que me llamas a levantarme y seguirte. No se trata de encontrar una excusa para no cumplir con nuestro deber, sino de cumplir con él porque Tú me lo pides, y porque quieres que cada actividad que haga durante el día sea para encontrarte a Ti en medio del mundo. Siempre te pido que yo discipline mis sentidos para sentirte en el mundo, y este es el porqué. Quiero verte, oírte, olerte y tocarte, Señor. Comerte en la Eucaristía para encontrarme contigo en medio del mundo. Así, estoy seguro de que estoy siguiéndote, y así sé que a donde sea que me lleves, Tú vas a estar conmigo. AMÉN